martes, 17 de mayo de 2016

José León y los gritos de su madre

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 José León y los gritos de su madre

     – ¡José León!, ¡José León!
     La señora Escolástica, daba voces de manera desenfrenada cuando llamaba a su hijo. Una y otra vez…
     – ¡José León!, ¡José León!
     En varias cuadras a la redonda, solo se escuchaba su voz, aunque ella vociferaba agudamente desde el interior de la tienda de su madre.
     Todo el vecindario quedaba literalmente petrificado una vez más, al escuchar por enésima vez y comprender que José León había dejado su casa nuevamente. ¿Buscaba refugio urgente en otras? ¿Jugaba placenteramente con algunos niños de su misma edad?
     Era un niño precioso y a sus cinco años, se volvió mucho más cautivador con todos en general. A la distancia, cualquiera que sea, se le notaban unos ojos brillantes y vivaces, que llegaban a encantar y seducir; naturalmente, era lo primero que uno distinguía con toda claridad. Su contextura delgada y espigada, le hizo candoroso; siendo así y sin saberlo en realidad, movía su alma fuertemente, para buscar y descubrir algo. Así, algunas veces excitado, dejaba a su madre y a su abuela para volver a caminar distraído y apaciblemente por la misma vereda de la calle principal, y que conocía muy bien.
     Se había hecho habitual y a cualquier hora del día, caminaba y tomaba un rumbo, mirando a diestra y siniestra. Parecía que, deseaba extraviarse en sus caminos y abandonar la casa materna, como si odiara esta por toda la vida. Habitualmente subía dos o tres cuadras por la misma vereda, ya que el costado derecho de la calle principal tenía una vereda casi interminable e infinita para él. Otras personas también lo consideraban así. Por algo que no llegaban a comprender aún, alguno se había atrevido a seguir por el sendero, y lo único que encontró hacia delante, fue la vereda sin fin, tornándose en curvas suaves.
     Nunca conoció a su padre, incluso hasta el último día de su existencia. Pero, demostraba con sus ojos y sus sentidos que lo buscaba siempre. Muchas veces, mientras sus pasos lo conducían por nuevos caminos, parpadeaba cuando veía pasar a los adultos junto a él. ¿Buscaba el amor paternal? ¿Trataba de encontrar sus orígenes? En algún momento se detenía con las manos en la cintura y saltaba también con una alegría desbordante, para correr después y decir algunas palabras.
     Por él, no regresar nunca donde su madre y su abuela. Las olvidaba totalmente estando fuera de la casa. Había pensado, seguramente alguna vez, que la vida había vuelto loca a su madre o en tal caso la estaba volviendo. Ella se sentaba bajo el umbral de la puerta con sus ojos fijos hacia el puente, llevando un calórenlo en la espalda, y tejía por horas y horas. Dirigía la mirada lo más agudamente posible hacia la Gran Ciudad, y parecía muy lejana, porque, por más que trataba de distinguir las construcciones modernas, solo divisaba en el horizonte lejano, algunas sombras en medio de nubes grises. ¿Dónde se encontraba la Gran Ciudad? ¿Tal vez no existía? Se preguntaba algunas veces, no pudiendo reprimir una sonrisa, al concebir tales cuestionamientos.
     José León tenía dentro de su mente el grito permanente de ella. Si hubiera sido un grito de guerra de cualquier niño al momento de jugar, seguramente hubiera respondido con otro lleno de alegría y dispuesto a galopar como nunca. Con todo, procuraba apartar el grito de su mente y lo conseguía muy bien cuando se alejaba cada vez más de la casa. Nunca había atravesado el puente, aunque miraba a muchos que lo hacían y parecían perderse sobre sus pasos. Alguna vez hubiera querido extraviarse también, pero, al parecer el lazo de unión con su madre y los gritos, lo impedían. Así, las circunstancias le hicieron caminar por la vereda cotidiana; aunque un día, logró darse cuenta que se perdía en el infinito, en curvas cerradas, no atreviéndose a seguir más adelante.
     A veces, se juntaba con otros niños que se dirigían al colegio y se preguntaba el por qué no asistía conjuntamente con ellos. Otras veces también, se tomaba de las manos con otras personas, no importando la edad y sonreía como actuando y sin saberlo. A veces, se sentía como un mendigo, hambriento de afecto y sosiego.
     Hasta que por enésima vez, el mismo grito de su madre que destemplaba los dientes a cualquiera:
     – ¡José León!  ¡José León!
     Hasta en el sitio más increíble donde se encontraba, llegaba el eco de la voz de su madre Escolástica. Si José León no aparecía en un minuto, su madre salía del interior de la tienda y se paraba debajo del dintel de la puerta y volvía a llamarle con tal fuerza y sonoridad que asustaba a cualquiera. La abuela de José León, que también vivía en la misma casa, se acercaba hacia ella y había tratado de calmarla reiteradamente; entre tanto en sus intentos, prefería retroceder con una sonrisa incrédula, al verla furiosa y con los ojos rojos.     
     Cuando llegaba el eco de la voz de su madre hasta su última célula, José León se quedaba petrificado por unos segundos. No sabía si salir de inmediato desde donde se encontraba y correr como un endemoniado; o simplemente, quedarse estático por la impresión de no atinar a mover un solo hueso. Su mente no era capaz de responder al momento, y sus músculos se endurecían, no habiendo reflejo alguno.
     Volvía a escuchar nuevamente la voz y sus pies se resistían para no correr, y, apretaba los puños contra su cuerpo, sintiendo algo entre sus cabellos, tratando de cerrar y controlar los ojos, que los sentía salirse de sus órbitas. Hasta que, no podía más.
     Si estaba en algún lugar del camino infinito, o en la casa de algún vecino, dejaba todo inmediatamente, para apresurar sus pasos nerviosamente y correr con los ojos bien abiertos, desorbitados y llorosos. Balbuceaba en el acto algunas palabras ininteligibles, mezcladas con el jugo salival por la emoción y las circunstancias. Quienes ya habían escuchado antes los gritos destemplados, sabían también de las carreras del niño hacia la puerta de su casa. Así, así, la veía a su madre, y ahora sí, estaba seguro que se había vuelto loca. ¿Cómo decirle? ¿Cómo hacerle entender que cada día aprendía a odiar esos gritos? Aunque en el fondo de su alma, todavía la amaba, y la amaba mucho. Sin embargo, ella le agarraba de los cabellos y tiraba de ellos como si fuera una marioneta de trapo, mientras le insultaba y lanzaba más improperios y unas palabrotas que, al final de cuentas no las entendía.
     Con los ojos llorosos, trataba de percibir el estado enfermo de su madre, las muecas que hacía sobre su rostro y el movimiento de sus labios al torcerse, y solo miraba como absorto, la transformación de su rostro en algo extraño. La voz de ella se perdía paulatinamente como en un abismo y su mente había aprendido a no escucharla, mientras la voz se hacía más lejana aún, y solamente estaba allí, ese rostro furioso que amaba, y que probablemente nunca odiaría, por más que quisiera.
     Al comienzo, cuando se dio cuenta de la locura de su madre, había tratado de resistir el dolor; mientras tanto ahora, ya no le importaba. Sentía su cuerpo elevarse unas pulgadas por encima de sus pies, como si estuviera flotando en el aire, en cada tirón de sus cabellos; siendo así, terminaba sobre el piso, para continuar llorando a pausas. Las personas pasaban mirando y no hacían nada, tratando de escapar del lugar, y si lograban pasar el puente se perdían de a pocos a lo lejos, aunque parecía que no llegaban a sitio alguno, porque siempre en el horizonte se divisaba un punto, muy lejos, inalcanzable.
     Los gritos iban y venían, cual eco sin fin y su abuela aparecía para consolarle, ayudarle a ponerse de pie y limpiarle la cara con un pañuelo.
     Después, nuevamente estaba sentado junto a la puerta, jugando con sus pies y frotándose los ojos. Creyó escuchar una voz dentro de sí, aunque luego no lo consideró como tal. ¿Y si fuera verdad?
     – Claro, ella cree que soy un tonto y que no me doy cuenta que, cada vez que viene el vecino de la siguiente casa, casi a hurtadillas, como huyendo de su esposa con la disculpa de conversar, lo recibe con una sonrisa dibujada sobre su rostro; y el hombre la atrae hacia él, cogiéndola de la cintura; y ella sonríe, sonríe muy despacio, y cada vez que se da cuenta que la observo, me dice que me vaya hacia la puerta de la tienda.
     Escolástica creía que nadie sabía de sus encuentros esporádicos con el hombre, encuentros que se hicieron más frecuentes. Solo bastaba mirarla. Cuando llegaba él, el color de sus mejillas cambiaba, torneándose rosácea. Cuando llamaba a su hijo de la forma acostumbrada, sus mejillas adquirían una tonalidad gris, a veces oscura, del color de la muerte.
     José León subía lentamente por la misma vereda de siempre. Parecía mirar cada paso suyo, muy distraído, como queriéndose olvidar de todos. También volvía corriendo y muy asustado, haciendo sonar las plantas de los pies cuando estaba descalzo; hasta que, gritaba también, mientras lloraba por la impotencia de no poder enfrentar a la mujer de sus días.
     Volvía a mirar hacia el puente y también hacia la vereda interminable, y comenzaba con un paso hacia arriba; luego al voltear, otro hacia abajo. Miraba a la gente, a los niños y a las personas adultas, como contándolos. Muchas veces se entretenía contemplando algunos automóviles que subían por la calle y se perdían. Así, se veía a dos o tres metros de la puerta principal de la casa, y al momento de escuchar el grito de su madre desde el interior, corría nuevamente hacia la puerta y se sentaba junto a ella. Su madre se había acostumbrado a llamarle, empezando con un tono muy bajo, para después, elevar los niveles de su voz, y gritar, gritar estrepitosamente e incluso salir hacia la puerta principal y seguir gritando, mientras la gente trataba de apartarse. Jamás lo hubiera creído. Así y todo, su mente le ordenaba desaforar sus gritos sin control, como cronológicamente cada cierto tiempo, en que, estaba casi segura de saber que José León estaba ya lejos.
     Desde luego, volvía a caminar unos cuantos pasos más, y sin imaginárselo, se encontraba en la calle sin fin, tratando de buscar algo que no comprendía aún. Y se olvidaba del mundo, de su madre Escolástica y de su abuela que no tenía nombre. Hasta que, creía escuchar y muy a lo lejos, el grito peculiar que le despertaba de su quietud. Pero, al poner atención, con ese cuidado natural de un niño, simplemente sabía que no era el mismo sonido y se olvidaba de todos sus temores. Y sus ojos se movían al compás del movimiento de la tranquilidad del contexto exterior, mientras sus brazos y piernas respondían solamente a lo que parecía ser órdenes del subconsciente.

     Pero, una vez más, creyó escuchar la misma voz y afinó sus sentidos, En ese momento, sintió su cuerpo clavado sobre la faz de la tierra como una estaca, sus pies y piernas pesaban como una roca inmensa, siendo imposible moverlas. La respiración se le entrecortaba, tomando cada vez más fuerza, mientras tanto los dedos de sus manos se cerraban fuertemente, sintiendo las uñas sobre su piel, mientras que los cabellos eran insoportables sobre su cabeza. Al instante, sus ojos se llenaron de algunas lágrimas y gesticuló tragando saliva, la mayor posible, para salir nuevamente corriendo con los ojos desorbitados.

sábado, 14 de mayo de 2016

VARIABILIDAD EN LA TENDENCIA

A casi tres semanas de la segunda vuelta electoral en el Perú, la variabilidad en las encuestas van mostrando los resultados iniciales de las preferencias del electorado. Inicialmente y después de la primera vuelta se había considerado un empate técnico entre la candidatura de Pedro Kuczynski y Keiko Fujimori. A estas alturas, prácticamente a medio mes de mayo, al parecer se va observando el inicio de cierta orientación tendencial.

Encuesta CPI

19 de abril
29 de abril
13 de mayo
Pedro Kuczynski
41.5
40.1
40.2
Keiko Fujimori
43.6
42.3
45.8

Encuesta DATUM


22 de abril
12 de mayo
Pedro Kuczynski

40.1
41.6
Keiko Fujimori

40.4
41.9

Encuesta IPSOS PERU

17 de abril
24 de abril
8 de mayo
Pedro Kuczynski
44.0
43.0
39.0
Keiko Fujimori
40.0
39.0
42.0

Encuesta GFK


27 de abril

Pedro Kuczynski

43.3

Keiko Fujimori

43.1



viernes, 13 de mayo de 2016

GANANDO VOTOS: ¿ESTRATEGIA FINAL?


Aunque suene a última estrategia, las decisiones que ha tomado cada uno de los candidatos para estos días serán cruciales para ganar más adherentes. Naturalmente en el proceso, tendrá la mayor opción para ganar las elecciones en el Perú.

La Gran Marcha. El candidato Pedro Kuczynski manifestó hace varias semanas su intención de revolucionar la educación como lo hizo Mao Tse Tung. Aunque más fue las ganas por ganarse a los profesores, lo manifestado (si es que no se ha dado cuenta) es su piedra angular para ganar las elecciones. ¿Cómo se hizo la Revolución Cultural en China?  Definitivamente yendo a las masas. ¿Qué está haciendo el candidato? Tiene programado para estos días de la quincena de mayo visitar ciudades del sur donde cree que tiene un gran bolso de votos. ¿Dónde está ese deseo de revolucionar? ¿No implica acaso hacer una Gran Marcha como lo hizo Mao?

Sobre la candidata Keiko Fujimori.  La percepción que se tiene es un poquito diferente. Sin decirlo está haciendo los deseos del candidato. Se observa (así no sea muy expectante para algunos) que hay la intencionalidad de ganar más espacio directamente con los pueblos, con las comunidades, con las zonas rurales. ¿Eso no debería estar haciendo el candidato que prefiere el contacto urbano?  No olvidemos que cada voto cuenta.

Se escucha en las radios y seguro en otros medios también: “Yo me comprometo” con la voz del candidato. Bueno, creo que basta. Si sigue así un día más, no será creíble. ¿Realmente se comprometió con el Perú? Queda planteada la pregunta. Lo último. Cada vez que se escucha la voz de dos congresistas que ni es necesario nombrarlos y que antes fueron de la gente de Toledo, le van restando votos al candidato. Paren, para mucha gente ustedes no son bienvenidos.

Las críticas a los economistas De Soto y Cuba de los últimos días suena como novedad. ¿Conseguirán ganar votos a favor de la candidata?


Los esperados debates serán un complemento importante aunque no definitivo. Esta semana  alrededor de la quincena y antes del primer debate son los definitivos. Al parecer, de eso dependerá tener la victoria final. Veremos.

domingo, 8 de mayo de 2016

La guerra sangrienta

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La guerra sangrienta

     Durante las primeras horas de una mañana y como si el día estuviese iluminado por un rayo de sol más intenso, Victoriano se vio construyendo en el mejor lugar del patio, dos fuertes muy similares, uno frente al otro.
     Al momento de sostener un trozo de madera en forma inclinada ante sus ojos, dirigió la mirada lo más agudamente posible hacia otros detalles, contemplando las maderas viejas y unas cuantas piedras de regular tamaño que servirían a manera de columnas y fornidos muros rocosos. Algunos soldados de plástico se veían vigorosos, y dispuestos al ataque con agilidad y violencia; mientras que, otros de plomo, se mostraban fuertes por la constitución de sus músculos, y por sobrellevar con facilidad lo que a otro agobiaría.
     Todos ellos formaban dos batallones que se enfrentarían en una guerra despiadada hasta la muerte. Por un lado, la unidad militar era dirigida por un teniente coronel, y por el otro, por un comandante.
     Había que jugar con lo que había creado la sociedad contemporánea. Y el enfrentamiento de dos ejércitos, a menudo con un plan determinado y una organización de conjunto, estaban frente a las pupilas de Victoriano. El sistema de televisión había llegado a los países latinoamericanos, con sus imágenes en blanco y negro, mostrando las mejores películas y los cruentos combates entre alemanes y americanos.
     La segunda guerra mundial había calado profundamente en la conciencia de la gente, como una espada escondida y se escuchaba también que, seguían librándose otras batallas sangrientas y muy significativas. Los medios de comunicación, presentes en la realidad, repetían hasta el cansancio que la democracia era quien vencía. Victoriano no entendía de la complejidad de las relaciones internacionales, incluidas las políticas y económicas. Desde luego, la guerra estaba presente en los confines del mundo, destruyendo ciudades con un bombardeo incesante, pretendiendo incluso aniquilar y reducir a la nada, la vida de hombres, mujeres y niños.
     Victoriano permaneció largo rato mirando todos los pertrechos que había dispuesto, y sus ojos parecieron perderse a través de las fortificaciones y construcciones que se veían muy rústicas. La diversidad de armas consistía en: víveres imaginarios y forraje para la manutención de soldados y caballerías, municiones de guerra compuesta por pilas usadas, palos de madera de las escobas viejas, piedras, cartones y papeles. Sus soldados volvían a enfrentarse nuevamente, y eran los mismos que habían participado en mil batallas. Algunos habían sufrido mutilaciones sangrientas en el fragor de la lucha; y así, lisiados e inválidos, estaban dispuestos una vez más, a empuñar las armas. A otros, les habían cercenado la cabeza por lo despiadado y bárbaro de los enfrentamientos. Se podía ver aún los restos, vestigios y fragmentos, de las ráfagas de fuego que habían caído a manera de bombas incendiarias de los lapiceros quemados. Siendo así, había caído el plástico caliente y encendido, desde los aviones imaginarios y de alta tecnología, sobre la cabeza y el cuerpo de los soldados; derritiéndose paulatinamente estos, hasta quedarse sin un brazo o alguna pierna, y desintegrándose otros. Casi siempre, los cuerpos despedían humo negro, muy desagradable y volátil, característico del plástico quemado.
     Por lo general, en el campo de batalla no participaban vehículos de combate, y si alguno entró en acción, corrió la misma suerte de todo lo que aconteció con los soldados. Una tarde llegó a sus manos, un hermoso patrullero de metal y un camión perteneciente a un zoológico, mostrando sobre él, dos tigres amansados. De inmediato, pasaron a formar parte de la acción bélica y, en medio de la lucha, terminaron incendiados con papeles y cartones. Aún en ese estado, volvieron a participar después.
     Victoriano representaba a las dos fuerzas militares y se posesionaba en una de ellas, conjuntamente con el teniente coronel, planeando el ataque y lanzando proyectiles con sus manos directamente hacia el fuerte contrario. Después de los destrozos que había ocasionado, ocupaba la posición de mando del otro grupo de soldados y, ahora con el comandante, hacía uso de proyectiles más pesados, como piedras, pedazos de madera y pilas inservibles, simulando ser lanzados por cañones de largo alcance. De esa manera, intercambiaba estrategias de guerra y pasaba de un lugar a otro. Cuando llegaban los aviones con sus bolas de fuego, el ataque se dirigía hacia todos en general. Hacia el final del combate, a veces daba la impresión que algunos soldados querían gritar o morderse la lengua, aunque al parecer, muchos se quedaban con la maldición en una mueca retorcida y al borde de sus labios.

     Después de dar por finalizada la guerra, los combatientes terminaban sobre el piso, humeantes; mientras que los fuertes quedaban totalmente destrozados a consecuencia de la lucha despiadada. 

Despertando a los instintos

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 Despertando a los instintos

     Camilo tenía unos dos años más que Victoriano, aunque, aparentaba ser mayor en uno solo porque se le veía algo delgado; no obstante, había despertado a los instintos sexuales. Su abuela Iguasia, cada cierto tiempo, contrataba algunas mujeres jóvenes para que ayuden en la casa con los quehaceres domésticos; aunque por las incomodidades y estrechez de la vivienda, no permanecían mucho tiempo con la familia.
     Petronila llegó en un día soleado, con un bulto que brillaba al contraste con la luz. Había aprendido a llevar el cabello ordenado, con un peinado exacto, aunque en otro tiempo, estuvo desgreñado. Camilo había mirado varias veces su caminar dentro de la casa, aunque sin verla totalmente; siendo así, su mente se ocupaba de la escuela y de estar siempre presto los domingos, cuando su madre le bañaba, para luego vestirle con unos pantalones bien planchados con una raya perfecta, acompañada de una camisa a veces a cuadritos, o de una almidonada. Cada domingo de cualquier estación del año, y antes de las diez de la mañana, se paraba junto a la puerta de su casa sobre la calle principal, luciendo aún la cabellera mojada y los zapatos bien lustrados. La primera vez que vio a Petronila, fue precisamente un domingo, aunque creía que realmente fue el primer día en que llegó a casa, porque percibió en ella y casi sobre su cuello unos aretes brillantes y muy pequeños, dando la impresión de ser toda una mujer. Entonces, no estaba muy seguro, si los aretes habían podido representar simplemente parte de una vestimenta de conjunto, o si vio en ella algo muy singular, en su caminar lento y pausado, principalmente al momento de levantar uno de sus pies para avanzar suavemente un paso. Sí, ese fue el momento en que supo de ella, cuando atravesaba la calle principal hacia la casa vieja donde vivía Victoriano, quedándose impresionado, y tratando de comprender lo que sus ojos habían visto.
     Después de varios días y con muchas interrogantes sobre su cabeza, sintió el primer cruce de miradas. Ella estaba frente a él, moviéndose de manera natural, aunque le pareció tremendamente exagerado, porque agitaba una de sus manos para acomodarse los cabellos frente a un espejo. Sus quince años había formado su cuerpo armoniosamente; y, aunque de baja estatura, la hacía más voluptuosa al usar vestidos y faldas ligeramente por encima de las rodillas. La claridad de su piel y sus vestidos, resaltaban notoriamente sus gemelos muy bien proporcionados y torneados, pudiendo cualquiera imaginar incluso unas piernas hermosas.
     Camilo sin querer recordó que él y algunos niños esperaban exactamente a las ocho y treinta de la noche, hora de salida de la escuela nocturna, el paso obligado de varias empleadas domésticas por la calle principal en dirección al puente. Recordó que en pequeños grupos se acercaban hasta una de ellas y al unísono, como si fuera algo concertado previamente, se movían con la mayor rapidez posible, aunque a veces parecían lentos para estirar sus brazos y rodearlas, abriendo los dedos de las manos para acariciarlas sin cuidado y toscamente, tocar sus cuerpos, sus glúteos y los senos. Ellas obviamente se espantaban, gritaban y corrían casi despavoridas, tratando de defenderse con sus bolsos, mientras los muchachos sonrientes volvían de nuevo sobre ellas  y sobre otras incautas que llegaban tranquilamente.
     Solo fueron unos días de regocijo entretenido, y en las siguientes noches, las muchachas llegaban preparadas y escondían dentro de sus bolsos algunos palos de regular tamaño, para defenderse resueltamente y golpearles en cualquier lugar con todas sus fuerzas. Algunos niños llegaban a llorar de dolor, mientras otros seguían riéndose, y algunos terminaban insultándolas con las peores palabras, recordándoles a sus madres.
     Petronila destacaba y muy singularmente. No debería repetirse eso y las circunstancias le decían con mucha claridad que estaba frente a una mujer. Aunque llegó a preguntarse si realmente era una mujer, o la podía considerar una niña aún, como él. ¿Realmente era una mujer?
     Ahora, al mirarla, había algo que parecía diferente y pudo darse cuenta, cuando una tarde la miró simplemente, y ella, al voltear sobre sus hombros, sintió una confusión inusual. Ahora era ella quien lo miró como a un niño, que despertaba, simplemente despertaba a sus instintos. ¿Ella lo sabía?  Por muchos días más, trató de no mostrar interés en él, aunque recordaba su mirada llena de curiosidad y de ese deseo de saber más.
     Camilo empezó a sentirse inquieto por la cercanía de ella, y no tenía reparos en demostrarlo. La miraba desde donde se encontraba, tratando de no ser visto en esa situación por su madre o abuela. Algunas veces la espiaba, colocándose detrás de un andamio, que servía para dividir la tienda de la trastienda. Un día se encontró con la mirada de su madre, mientras miraba hacia la trastienda en actitud más que extraña. Su madre frunció el ceño en actitud interrogativa, y  también pasó a observarle con cierto disimulo. Más de una vez, ambas miradas se encontraron y ambos se mostraron sorprendidos por lo que estaba sucediendo.
     Petronila seguía con su desempeño habitual, hasta que pudo darse cuenta del extraño comportamiento, porque a veces madre e hijo parecían seguirse, casi siempre entre la tienda y la trastienda. Ella también se encontró en la misma situación y hasta llegó a caminar de puntillas cuando estaba en el único dormitorio de la casa, sujetando una escoba entre sus manos. Después de algunos días, y cuando parecía que todo había vuelto a la calma, aunque no lo era realmente así, Camilo siguió a Petronila hacia el dormitorio cuando se preparaba para limpiarlo y acomodar las camas. Al verse a solas con ella, intentó una pregunta muy disimulada, mientras le rozaba una de sus manos sobre su cintura. Ambos se quedaron callados, y Camilo retrocedió un paso sobre su costado, retirándose por un momento fuera del dormitorio, sonrojado y avergonzado. Al estar seguro que su abuela se encontraba ocupada en la tienda, volvió una vez más para intentar tocarla y abrazarla. Petronila respondió con un silencio ausente, con la mirada casi perdida en sus propias inquietudes, y sintió un suspiro muy disimulado, preguntándose irremisiblemente si lo soportaría.
     En los siguientes días, la inquietud de Camilo se hizo más intensa, no solo en el dormitorio compartido, sino en todos los lugares propicios que se le presentaba. Un día en que su madre había salido muy temprano en dirección al puente, para perderse en el horizonte, había simulado un fuerte dolor de cabeza; que le provocaba según dijo, cierta asfixia intranquila, faltando a la escuela. Así, permaneció en la cama por largos periodos interminables, pero más pudo su instinto, y se levantaba a hurtadillas para buscar los ojos y el cuerpo de ella; y, al no encontrarla, volvía sobre la cama con una risita maliciosa sobre su rostro.
     Necesariamente, tuvo que venir para recoger ciertas cosas que había dejado su madre, levantándose presto para acariciarla reiterativamente por su cintura y las caderas. Por un instante se desconoció por lo que estaba haciendo, y mientras quitaba sus manos del cuerpo de ella, la respuesta de Petronila no se hizo esperar:
     – Por favor… – exclamó muy despacio y levantando un puño como un ademán, mientras que su voz, sonaba con inusitada y muy disimulada alegría.
     No supo si volver a la cama de inmediato, o insistir un poco más y ser persuasivo; es por ello que al mirarla directamente a sus ojos, le insinuó una sonrisa amplia, un poco cómplice y suplicante a la vez. Sin embargo, la negativa de Petronila fue más silenciosa, porque fue encontrando también algunas sensaciones placenteras, no pudiendo reprimir una sonrisa, al creer y estar segura de tener el control de la situación.
     Petronila trataba de desenvolverse con toda normalidad en todas sus actividades diarias, y su juventud candorosa mostraba parte de su inocencia y pureza natural. Por cierto, no solo había advertido la inquietud cotidiana e insinuante de Camilo; sino también, las miradas furtivas y penetrantes de algunos que transitaban por la calle principal. Esto lo vio con toda claridad e hicieron despertar en ella, la curiosidad por conocerse más a sí misma, de tal modo que, halló en algunas ocasiones la oportunidad de ser muy contemplativa en el espejo.
     La familia ocupaba una rústica y antigua habitación en el patio interior de la casa vieja, donde vivía Victoriano, destinada para guardar algunas cosas, trastos viejos e inservibles. La renta no era nada y pasó a ser algo simbólico. El techo construido y armado con carrizos y cal, formaba en su parte superior un vértice y el piso aún era de tierra. Era imposible vivir en ese ambiente, porque el agua de la lluvia había malogrado peligrosamente la parte principal del techo, y desde el interior y sin ningún esfuerzo, se podían ver varios huecos de regular tamaño y formas extrañas. La abuela Iguasia, rara vez ingresaba a esa parte de la casa para guardar o buscar algo, y si alguna vez estuvo allí, fue por simple distracción o hacer alarde de cierta posición.
     Definitivamente, la habitación se había vuelto vieja por el tiempo, dando la impresión de ser una construcción típica de algún lugar de la zona del campo.
     Fue algo muy extraño que una noche y por coincidencia opaca y sin estrellas, se escucharan ruidos casi silenciosos y algunas pisadas blandas que naturalmente asustaban a cualquiera. Victoriano desde su cama las percibió muy claramente. Su gata ronroneaba precisamente en ese momento junto a él, con los ojos entreabiertos; y, de pronto estuvo muy atenta, moviendo sus dos orejas puntiagudas suavemente hacia delante. Alguien caminaba con cuidado hacia esa habitación vieja que se encontraba separada del conjunto. Al escuchar una murmuración, la gata saltó de la cama suavemente y caminó lentamente hacia la puerta, como contando sus pasos, para quedarse quieta y voltear sus ojos para mirar directamente los de Victoriano; quien, le devolvió la mirada con una pregunta sobre su rostro. Después el sonido se alejó, de la misma manera en que vino. Al pasar los días, una noche también cerrada distinguió la voz chillona de la abuela Iguasia.   
     – ¡Oh! Es ella – pensó Victoriano.
     Después, todo volvía a la normalidad aparente en esa parte de la casa, y una quietud singular la envolvía por completo. En cualquier instante la quietud se rompía estruendosamente, cuando algunos gatos saltaban hacia las calaminas desde otros techos aledaños y después corrían en una persecución imparable, lanzando mil maullidos. Realmente era increíble y repentino. Durante la media noche, cualquiera se llenaba de pavor temible e indescriptible, puesto que, parecía que los techos se venían abajo precipitadamente sobre cada una de las cabezas, ya que el bullicio que provocaban los animales al momento de correr, era totalmente ensordecedor. La lluvia se mostraba diferente y venía a veces callada, como un susurro suave y delicado; para después, desbordarse incontrolable y caer a cántaros sobre la calamina y por horas, atravesando estas, hasta formar goteras que se precipitaban sobre el falso techo, y el piso gris.
     Una noche, Victoriano volvió a escuchar el murmullo de algunas voces. Estaba en silencio sobre la cama y luego de levantarse descalzo y sin hacer ruido, se acercó con el mayor cuidado posible avanzando sobre la punta de sus pies hacia la puerta de madera. Procuró no tocar el tubo de fierro que servía de tranca, y dobló lentamente una de sus rodillas para apoyarla sobre el piso, mientras la otra la tenía flexionada. La gata estaba junto a él, y había avanzado también con cuidado hacia la puerta, mientras la luz del foco que parecía pavonado había reflejado sobre el piso las dos sombras en un desplazamiento silencioso. De esa manera, acercó uno de sus ojos para atisbar por el orificio de lo que antes fue una cerradura y que alguna vez se hizo sobre la madera. Prácticamente auscultó el exterior desde donde estaba, inquieto y con mucho esfuerzo, tratando de mirar en medio de la oscuridad hacia la lejanía, prestando la mayor atención posible a todo lo que sus oídos eran capaces de escuchar también. Así y todo y con cierta admiración, distinguió a Petronila en esa parte de la casa y en medio de la penumbra de la noche, tratando de abrir los candados de aquella habitación antigua; entre tanto, sostenía en una de sus manos una vela de regular tamaño, cuya llama tenue y liviana, despedía una luz brillosa sobre su rostro.
     Victoriano había visto muy claramente sus facciones sobre una de sus mejillas, al encontrarse más iluminada; y, por un momento, le pareció distinguir también un resplandor muy intenso. Así, al percibir algo como una sombra detrás de ella, trató de abrir lo más que pudo uno de sus ojos, pegándose al orificio más y más, manteniendo el otro cerrado. Para acomodarse mejor en esa posición, levantó ligeramente la rodilla que tenía sobre el piso, sintiendo aún a la gata junto a él, porque se restregaba contra su pierna.
     De buenas a primeras, su cuerpo y principalmente la espalda había tomado una curvatura precisa en esas circunstancias. La sombra se fue haciendo un poco más clara frente a sus ojos inquietos e insistentes, de tal forma que, los abrió aún más cuando percibió un segundo rostro, aunque no con toda la claridad posible que hubiera querido. Con todo y con certeza, era Camilo, quien se había colocado por detrás de Petronila y se pegaba a su cuerpo; sí, era él, no había ninguna duda, porque todos sus rasgos le delataban de cuerpo entero. ¿Qué hacía en medio de la noche con ella? ¿Y las otras noches? Percibió que trataba de ayudarla en su afán por abrir los candados, aunque en realidad era uno solo y bastaba una llave; sin embargo, parecía que ambos se esmeraban en hacer varios intentos, y parecían tantos que, hasta movían sus cuerpos rítmicamente. Camilo retrocedía un paso a tientas para volver casi en el acto sobre ella, tomando su cintura con una de sus manos y pegarse con cierta excitación; de modo que, acomodaba suavemente su cuerpo para contornearse a la altura de sus nalgas redondeadas. Petronila aceptaba y de muy buen agrado, aunque parecía rechazarle tratando de separarse de él, entre tanto, disfrutaban con cierta complicidad  y sin decir palabra.
     Obviamente, nunca pudieron abrir los candados, y por unos días más, se repitieron esos encuentros compartidos bajo una complicidad callada. Al comienzo Petronila quiso resistirse resueltamente, sin embargo, sus instintos de mujer joven fueron más intensos y provocativos, empezando a sentir placer como nunca antes había conocido. Se dejó llevar también por el deseo de Camilo, quien trataba de saciar lo apetecible a sus ojos y al despertar de su sensualidad exquisita.

     Un día inesperado y de golpe, todo terminó. Petronila dejó el trabajo y no hubo alguien más de la misma edad. La abuela Iguasia empleó tiempo después, a una mujer algo mayor y sencilla con su hijo menor de unos seis años de edad, a quienes llamaba Juana y Max. Tiempo después, tuvo dos hijos más de diferentes hombres.

Las expresiones ofensivas contra Lucía

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 Las expresiones ofensivas contra Lucía

     Matías casi nunca le buscaba en su habitación, sin embargo, ese día tocó la puerta con unos golpecitos breves, oyéndose afuera y muy lejos. Victoriano se encontraba aún sobre la cama y leía una historieta. Al levantarse y luego de quitar la barra de metal que se apoyaba contra el piso a manera de tranca, abrió la puerta con manos presurosas, para volver hacia su lecho, cubriéndose de nuevo y sobre todo con gran rapidez.
     Matías pasó el umbral de la entrada sigilosamente con algo entre sus manos, atisbando en derredor y abriéndose paso con una mirada despierta y atenta, mientras se sentaba cerca de sus pies, diciéndole:
     – Tengo varios libros de matemáticas e historia. ¿Conoces de alguien que pueda comprarlos?
     – No – respondió Victoriano, con severa negativa.
     – Los puedes mirar – dijo Matías con cierta insistencia, y los alcanzó hacia sus manos con un difícil movimiento.
     Los libros no estaban nuevos y más parecía que habían sido utilizados en alguna escuela primaria.
     Matías volvió a decir:
     – Son libros que los he encontrado en mi casa, creo que son de Lucía.
     Cuando mencionó sobre su casa y aunque quedaba en la misma calle, realmente no lo era. Su madre trabajaba como empleada doméstica y al parecer, los dueños la conocían desde hacía muchos años, depositando en ella toda la confianza. Matías les llamaba de tíos cuando quería o simplemente de sus nombres. Su casa, como la nombraba, tenía varios pisos y la familia de alguna manera numerosa, se había distribuido todos los ambientes, quedando en una parte del primero un amplio y desordenado depósito, que era administrado por uno de ellos.
     En la misma casa vivía Lucía y contaba aproximadamente con diez años de edad. Por ser muy delgada se veía muy frágil. Cuando usaba vestidos altos los domingos, día en que asistía a una iglesia acompañando a su madre, se dejaba ver unas piernas enormes y largas. Cualquiera podía darse cuenta que el contorno de la cara había adquirido simultáneamente la forma alargada de todo su cuerpo. Nunca se supo quién fue su padre y nadie comentó sobre ello, aunque en cierta ocasión, se difundió el rumor entre algunas personas, que la madre había sido ultrajada por un desconocido.
     Matías hablaba de ella. Posiblemente, por estar en la misma casa y por la cercanía, empezó a sentir cierta atracción desconocida. Matías estaba muy cerca de los doce años, pero se le veía muy pequeño. Su estatura resultaba regresivamente baja en comparación al promedio de los niños del lugar. Sin embargo, era muy vivaz y sus ojos saltaban muchas veces al compás de sus movimientos rápidos, destacando frente a todos los niños que jugaban con él.
     Lucía por estar cerca, compartir los mismos pasillos y las escalerillas comunes de la casa, se sintió en algún momento, inquieta y perturbada; porque Matías empezó a jugar con ella, abrazándola y simulando cualquier juego singular. Matías no solo la envolvía entre sus brazos y la rozaba sutilmente. La pegaba a su cuerpo insistentemente y comenzó a llenarse de emociones.
     Naturalmente y sin saber que pronto entraría en la pubertad, advirtió a través de sus sentidos el deseo carnal. Además, el instinto humano y emocional pedía más.
     Lucía no estaba dispuesta a dar a conocer a su madre lo que estaba sucediendo, porque y sin saberlo, algo le decía sus sentidos escondidos. Nunca pensó en algo pecaminoso, además, no son palabras que se entienden y mucho menos se razona. Solamente se dejaba llevar. Fue inevitable cuando un día sintió los labios de Matías sobre los suyos y cuando se vio sin ropa interior, sintiendo singulares caricias en sus partes más íntimas. Definitivamente, Matías demostraba ser más osado y audaz, donde su instinto, les transportaba a ambos por nuevos placeres, lujuriosos e incomprendidos.
     Los libros los había sacado del pequeño departamento que ocupaba Lucía y su madre. ¿Para qué necesitaba el dinero? Victoriano no encontraba explicación alguna e inmediata.
     Cuando Victoriano tuvo un libro entre sus manos, lo miró sin mostrar impresión alguna. Lógicamente había sido utilizado. Por simple curiosidad pasó algunas hojas, percibiendo que varias estaban escritas con rasgos toscos y con mala letra. Se leía expresiones ofensivas contra el honor, como “Lucía es una puta”. Sin preguntarle, Victoriano estaba completamente seguro que había sido escrito por Matías. Comprendió que las frases nunca debieron ser escritas. No podía dilucidar con claridad, no obstante, en el fondo no concebía la idea de que, alguna persona plasmara un comentario agraviante y ofensivo contra una mujer, que estaba representada en Lucía y todavía niña. Sin embargo, Victoriano no poseía la capacidad analítica como para hacer una separación sustancial entre lo bueno y lo malo. De ser así, básicamente hubiera desechado lo indeseable, expulsándolo de su vida, y aquí se hubiera encontrado su amigo Matías.
     La impresión que le causó leer tales adjetivos, quedarían grabados en una parte de su existencia. Claro, no se lo había propuesto y quedaron allí, no siendo capaz de encontrar mayores explicaciones.
     Posteriormente, los libros pasaron a segundo plano y poco a poco los comentarios sobre Lucía también. Quedó en el ambiente un diálogo formal de niños y alguna risa. Naturalmente, Matías se mostraba mucho más expresivo y sus ojos se movían inquietos.
     Al salir Matías de la habitación dejó los libros. No supo dónde llevarlos ya que ninguno le pertenecía. Sin saberlo, Victoriano se convirtió algo así como en su cómplice.
     Con el tiempo, los libros terminaron en uno de los cajones de cartón que se hallaba en la habitación, y poco a poco, el polvo los fue cubriendo, destacándose posteriormente la formación de pequeñas telarañas, que mostraban la germinación y metamorfosis de la vida de algún arácnido.


Los Niños Bastardos

     
La presente obra es la historia de niños, en su mayoría niños bastardos, ilegítimos, que solamente vivieron con sus madres.
     En la primera parte, una ciudad se inicia en la modernidad en algún lugar de América Latina, donde los niños despiertan a la vida, al sexo y la política, entendida como sus primeros contactos con la realidad social.
     La segunda parte inmersa en los andes peruanos, precisamente entre las regiones de Puno y Cuzco, es el lugar donde se forma la vida también de otros niños; unido al olvido de siempre, la opresión y el terrorismo, y esconde muchos misterios por milenios.
     La tercera parte, es la extensión de la primera; y la cuarta, es el día de hoy, en la presente década y es el desenlace de todo lo anterior, cuando los niños dejan de serlo y se convierten en adultos. Algunas veces, la tragedia envuelve a muchos.
     La quinta parte, es el inicio de un nuevo personaje y que podría ser otra historia, pareciendo ser un ciclo nuevo dentro de una múltiple escala de condiciones sociales.

     La obra se puede leer desde la primera página hasta la última, o tomando en cuenta la siguiente numeración: 1, 2, 4, 5, 36, 37, 39, 52, 3, 23, 24, 6, 12, 55, 25, 27, 51, 28, 7, 38, 53, 57, 8, 19, 20, 21, 54, 22, 26, 15, 16, 9, 10, 11, 14, 17, 13, 18, 48, 49, 50, 56, 58, 59, 29, 30, 31, 35, 43, 44, 32, 33, 34, 45, 46, 47, 40, 41, 42, 60.


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La tela del tumbadillo

     Cuando Victoriano abrió los ojos a eso de las seis de la mañana y aún en la penumbra, sintió una sensación de paz muy intensa; aunque y sin saberlo en realidad, le pareció percibir su mente elevarse, como una lucecita encendida. La puerta colindante con un patio, de regular tamaño, estaba entreabierta; y, a través de ella, se filtraba la luz del día, dando la impresión que ingresaba con mucha dificultad.
     Sus ojos distinguieron sutilmente sobre el falso techo, algunas manchas que, se fueron formando a través de los años. Algunas eran muy tenues, otras sin embargo, mucho más oscuras y extrañas. La imaginación de Victoriano se recreaba vigorosamente sobre ellas, y en su pensamiento se creaban siluetas y figuras de las formas más increíbles que haya podido imaginar. Así y todo, creyó mirar un cuerpo desnudo y de mujer, usando una capucha de la Santa Inquisición; percibiendo hasta un ojo tétrico, que hacía juego con el conjunto. Obviamente, lo que parecía ser el órgano visual, solo era un hueco producido sobre la tela del tumbadillo por el transcurso del tiempo.
     Logró advertir también el perfil de un caballo, con sus patas monstruosas y desmedidas, llevando una bandera sobre la grupa y que flameaba al viento. Distinguió a una persona de pie, con los brazos en jarras, apretando con firmeza sus manos contra sus flancos e imaginando una conversación a media voz.
     Todo el tumbadillo, en general, le ofrecía la mejor vista, pareciendo figurar el universo infinito y el azul del cielo, donde se trazaban, líneas análogas y curvas similares a muchas constelaciones. Al parecer, alguna vez y hacía muchos años fue pintado con cal; y ahora, predominaba el color de un blanco opaco, amarillento, sombrío y sucio por el polvo. Era todo lo que tenía y le parecía una suntuosidad excesiva, mirando en derredor, extasiado.
     Las paredes de la habitación habían sido levantadas rústicamente y con sillares asentados, formando hileras, de tal manera que se sostenían entre sí, porque se había usado cal y arena para retundir sus juntas. Las calaminas adecuadamente bien dispuestas, formaban el techo principal y, por debajo estaba la tela del tumbadillo.
     Las lluvias frecuentes de muchos veranos habían causado las manchas y algunas precipitaciones habían sido muy intensas, provocando así, el paso de las gotas de lluvia a través de los orificios que un día se hicieron sobre las calaminas, cuando fueron fijadas con clavos sobre unos maderos. El transcurso del tiempo, el polvo y las lluvias, tendieron a formar nuevas siluetas, algunas diminutas y otras increíblemente caprichosas y muy grandes.
     Y cada mañana de sosiego como ese día singular, dejaba vagar quiméricamente su fantasía; mientras que le otorgaba sin darse cuenta un significado muy especial, porque creía ser el dueño de todo lo que tenía frente a sus ojos. Su mirada se perdía apaciblemente sobre su espacio infinito, deslizándola poco a poco y progresivamente sobre el techo, con sus pupilas vivas, dilatadas y brillantes.
     Un alambre eléctrico atravesaba la habitación casi exactamente por el centro, y a Victoriano, siempre le había parecido estar sostenido por pequeñas cariátides doradas; sin embargo, estaba amarrado a un trozo de pita, dando la impresión que lo hacía con esfuerzo. El foco estaba unido al extremo del conductor a manera de péndulo. Cualquiera diría que era pavonado, no obstante, solo era el polvo que lo rodeaba; y estaba cubierto también, como todo el alambre, por cientos de huellas de las moscas, sobrepuestas, una sobre las otras.
     En cualquier parte del conjunto, a veces se distinguía más de un cadáver de mosca, seco y pegado, donde, solo el aire, el pasar de los días y la inercia, causaba el desprendimiento del cuerpo inerte, como perdiendo el equilibrio, para caer sobre el piso de cemento gris y juntarse con la tierra y el polvo.
     Victoriano jamás imaginó que la cama de bronce donde dormía, duraría unos cien años más, y se emocionaba cuando al girar sobre su almohada, observaba el lustre de su cabecera y el diseño perfecto de sus barrotes. En más de una ocasión, estaba seguro de haber percibido un resplandor espléndido. Un biombo antiguo y al parecer de cedro, rodeaba su lecho.
     A un metro aproximadamente del pie de la cama, estaba la única mesa de apariencia sólida, predominando en sus patas el color negro. Un cajón de madera, cumplía la función de una mesa de noche, y había sido cubierto con algunos periódicos amarillentos y antiguos. Sobre este, descansaba un viejo y antiguo radio a tubos, y parecía ser uno de los primeros que habían llegado importados del viejo mundo. Se podía leer perfectamente sobre una etiqueta: Made in Germany.
     En la parte opuesta de la cama y muy cerca de una de las paredes, algunas cajas de cartón diseminadas sobre el piso se entremezclaban con el polvo. Victoriano no estaba muy seguro de su contenido, ni estaba en una situación de advertir su importancia; pero estas guardaban papeles y folletos contra la guerra de Vietnam, propaganda política y algunos libros viejos.
     Nada perturbaba su pensamiento y sus ojos miraban libremente y extasiado por su mundo. Sin embargo en medio de todo el contexto, la extrañaba. Sí, algo le faltaba, y como si fuera coincidencia, por la puerta entreabierta la vio llegar dócilmente, con su caminar suave y completamente esbelta. Sus ojos claros y transparentes buscaron los de Victoriano inmediatamente. Ambas miradas se encontraron en un momento del tiempo, como si fuera algo establecido y natural. Al compás de sus pasos, se dirigió suavemente hacia la cama y de un salto preciso subió sobre ella. Victoriano la miraba y acurrucaba entre sus brazos, sintiendo su ronronear. La sentía frágil, apacible y confiada, y sus primeras palabras fueron para ella.
     No recordaba con exactitud en que momento llegó a su vida, aunque siempre creyó, que fue aproximadamente tres años antes, cuando tenía siete años. Desde entonces, se convirtió en un motivo más de su existencia. Al parecer, llenó un espacio muy trascendental, que obviamente Victoriano por su edad, no lo entendió nunca a cabalidad. Cuando uno es niño, hay pocas preguntas que brotan del alma. Naturalmente, casi no hay respuestas definidas.
     La gata nunca tuvo nombre, aunque se acostumbró a llamarla de diferentes maneras. Ella respondía con muchos maullidos sonoros y claros, encendiendo y ensayando la mirada más dulce, hasta asumir una posición más esbelta todavía.
     Victoriano, difícilmente recordaba vicisitudes pasadas, y mucho menos, se planteaba perspectivas futuras; aunque, guardaba en su memoria algunos vagos recuerdos de sí mismo, de su madre y de pocos niños. Sobre la proyección hacia el porvenir, no tenía ni la menor idea de lo que eso significaba. Su raciocinio no estaba en la capacidad de proyectarse mucho más del día siguiente, sin entenderlo en realidad.
     Mientras miraba las paredes rústicas de la habitación, fijó sus ojos en un mensaje que había sido escrito con una tiza de color por un hermano mayor, y que un año antes había dejado la casa vieja de la Gran Ciudad, para establecerse en la capital. El mensaje decía: “Hay que estudiar”. Victoriano lo contemplaría por muchos años y trataría de entenderlo cada vez mejor. Cerca de un vértice de las paredes y casi detrás de la mesa, le había llamado la atención el busto de dos personajes barbudos, que habían sido pintados artísticamente a manera de un solo cuerpo. Al comienzo no los conocía, aunque todos los días les dirigía la mirada.
     Inicialmente, Victoriano no comprendió el significado de tales pinturas, aunque en el fondo, sospechaba que, por alguna circunstancia desconocida, y probablemente sin que nadie se lo proponga, le habían legado algo por descubrir. Tiempo después, sabría que uno de los enigmáticos personajes era Carlos Marx.