domingo, 8 de mayo de 2016

La guerra sangrienta

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La guerra sangrienta

     Durante las primeras horas de una mañana y como si el día estuviese iluminado por un rayo de sol más intenso, Victoriano se vio construyendo en el mejor lugar del patio, dos fuertes muy similares, uno frente al otro.
     Al momento de sostener un trozo de madera en forma inclinada ante sus ojos, dirigió la mirada lo más agudamente posible hacia otros detalles, contemplando las maderas viejas y unas cuantas piedras de regular tamaño que servirían a manera de columnas y fornidos muros rocosos. Algunos soldados de plástico se veían vigorosos, y dispuestos al ataque con agilidad y violencia; mientras que, otros de plomo, se mostraban fuertes por la constitución de sus músculos, y por sobrellevar con facilidad lo que a otro agobiaría.
     Todos ellos formaban dos batallones que se enfrentarían en una guerra despiadada hasta la muerte. Por un lado, la unidad militar era dirigida por un teniente coronel, y por el otro, por un comandante.
     Había que jugar con lo que había creado la sociedad contemporánea. Y el enfrentamiento de dos ejércitos, a menudo con un plan determinado y una organización de conjunto, estaban frente a las pupilas de Victoriano. El sistema de televisión había llegado a los países latinoamericanos, con sus imágenes en blanco y negro, mostrando las mejores películas y los cruentos combates entre alemanes y americanos.
     La segunda guerra mundial había calado profundamente en la conciencia de la gente, como una espada escondida y se escuchaba también que, seguían librándose otras batallas sangrientas y muy significativas. Los medios de comunicación, presentes en la realidad, repetían hasta el cansancio que la democracia era quien vencía. Victoriano no entendía de la complejidad de las relaciones internacionales, incluidas las políticas y económicas. Desde luego, la guerra estaba presente en los confines del mundo, destruyendo ciudades con un bombardeo incesante, pretendiendo incluso aniquilar y reducir a la nada, la vida de hombres, mujeres y niños.
     Victoriano permaneció largo rato mirando todos los pertrechos que había dispuesto, y sus ojos parecieron perderse a través de las fortificaciones y construcciones que se veían muy rústicas. La diversidad de armas consistía en: víveres imaginarios y forraje para la manutención de soldados y caballerías, municiones de guerra compuesta por pilas usadas, palos de madera de las escobas viejas, piedras, cartones y papeles. Sus soldados volvían a enfrentarse nuevamente, y eran los mismos que habían participado en mil batallas. Algunos habían sufrido mutilaciones sangrientas en el fragor de la lucha; y así, lisiados e inválidos, estaban dispuestos una vez más, a empuñar las armas. A otros, les habían cercenado la cabeza por lo despiadado y bárbaro de los enfrentamientos. Se podía ver aún los restos, vestigios y fragmentos, de las ráfagas de fuego que habían caído a manera de bombas incendiarias de los lapiceros quemados. Siendo así, había caído el plástico caliente y encendido, desde los aviones imaginarios y de alta tecnología, sobre la cabeza y el cuerpo de los soldados; derritiéndose paulatinamente estos, hasta quedarse sin un brazo o alguna pierna, y desintegrándose otros. Casi siempre, los cuerpos despedían humo negro, muy desagradable y volátil, característico del plástico quemado.
     Por lo general, en el campo de batalla no participaban vehículos de combate, y si alguno entró en acción, corrió la misma suerte de todo lo que aconteció con los soldados. Una tarde llegó a sus manos, un hermoso patrullero de metal y un camión perteneciente a un zoológico, mostrando sobre él, dos tigres amansados. De inmediato, pasaron a formar parte de la acción bélica y, en medio de la lucha, terminaron incendiados con papeles y cartones. Aún en ese estado, volvieron a participar después.
     Victoriano representaba a las dos fuerzas militares y se posesionaba en una de ellas, conjuntamente con el teniente coronel, planeando el ataque y lanzando proyectiles con sus manos directamente hacia el fuerte contrario. Después de los destrozos que había ocasionado, ocupaba la posición de mando del otro grupo de soldados y, ahora con el comandante, hacía uso de proyectiles más pesados, como piedras, pedazos de madera y pilas inservibles, simulando ser lanzados por cañones de largo alcance. De esa manera, intercambiaba estrategias de guerra y pasaba de un lugar a otro. Cuando llegaban los aviones con sus bolas de fuego, el ataque se dirigía hacia todos en general. Hacia el final del combate, a veces daba la impresión que algunos soldados querían gritar o morderse la lengua, aunque al parecer, muchos se quedaban con la maldición en una mueca retorcida y al borde de sus labios.

     Después de dar por finalizada la guerra, los combatientes terminaban sobre el piso, humeantes; mientras que los fuertes quedaban totalmente destrozados a consecuencia de la lucha despiadada. 

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