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José León y los gritos de su
madre
–
¡José León!, ¡José León!
La
señora Escolástica, daba voces de manera desenfrenada cuando llamaba a su hijo.
Una y otra vez…
– ¡José
León!, ¡José León!
En
varias cuadras a la redonda, solo se escuchaba su voz, aunque ella vociferaba
agudamente desde el interior de la tienda de su madre.
Todo
el vecindario quedaba literalmente petrificado una vez más, al escuchar por
enésima vez y comprender que José León había dejado su casa nuevamente.
¿Buscaba refugio urgente en otras? ¿Jugaba placenteramente con algunos niños de
su misma edad?
Era
un niño precioso y a sus cinco años, se volvió mucho más cautivador con todos
en general. A la distancia, cualquiera que sea, se le notaban unos ojos
brillantes y vivaces, que llegaban a encantar y seducir; naturalmente, era lo
primero que uno distinguía con toda claridad. Su contextura delgada y espigada,
le hizo candoroso; siendo así y sin saberlo en realidad, movía su alma
fuertemente, para buscar y descubrir algo. Así, algunas veces excitado, dejaba
a su madre y a su abuela para volver a caminar distraído y apaciblemente por la
misma vereda de la calle principal, y que conocía muy bien.
Se
había hecho habitual y a cualquier hora del día, caminaba y tomaba un rumbo,
mirando a diestra y siniestra. Parecía que, deseaba extraviarse en sus caminos
y abandonar la casa materna, como si odiara esta por toda la vida.
Habitualmente subía dos o tres cuadras por la misma vereda, ya que el costado
derecho de la calle principal tenía una vereda casi interminable e infinita
para él. Otras personas también lo consideraban así. Por algo que no llegaban a
comprender aún, alguno se había atrevido a seguir por el sendero, y lo único
que encontró hacia delante, fue la vereda sin fin, tornándose en curvas suaves.
Nunca
conoció a su padre, incluso hasta el último día de su existencia. Pero,
demostraba con sus ojos y sus sentidos que lo buscaba siempre. Muchas veces,
mientras sus pasos lo conducían por nuevos caminos, parpadeaba cuando veía
pasar a los adultos junto a él. ¿Buscaba el amor paternal? ¿Trataba de
encontrar sus orígenes? En algún momento se detenía con las manos en la cintura
y saltaba también con una alegría desbordante, para correr después y decir
algunas palabras.
Por
él, no regresar nunca donde su madre y su abuela. Las olvidaba totalmente
estando fuera de la casa. Había pensado, seguramente alguna vez, que la vida
había vuelto loca a su madre o en tal caso la estaba volviendo. Ella se sentaba
bajo el umbral de la puerta con sus ojos fijos hacia el puente, llevando un
calórenlo en la espalda, y tejía por horas y horas. Dirigía la mirada lo más
agudamente posible hacia la Gran Ciudad, y parecía muy lejana, porque, por más
que trataba de distinguir las construcciones modernas, solo divisaba en el
horizonte lejano, algunas sombras en medio de nubes grises. ¿Dónde se
encontraba la Gran Ciudad? ¿Tal vez no existía? Se preguntaba algunas veces, no
pudiendo reprimir una sonrisa, al concebir tales cuestionamientos.
José
León tenía dentro de su mente el grito permanente de ella. Si hubiera sido un
grito de guerra de cualquier niño al momento de jugar, seguramente hubiera
respondido con otro lleno de alegría y dispuesto a galopar como nunca. Con
todo, procuraba apartar el grito de su mente y lo conseguía muy bien cuando se
alejaba cada vez más de la casa. Nunca había atravesado el puente, aunque
miraba a muchos que lo hacían y parecían perderse sobre sus pasos. Alguna vez
hubiera querido extraviarse también, pero, al parecer el lazo de unión con su
madre y los gritos, lo impedían. Así, las circunstancias le hicieron caminar
por la vereda cotidiana; aunque un día, logró darse cuenta que se perdía en el
infinito, en curvas cerradas, no atreviéndose a seguir más adelante.
A
veces, se juntaba con otros niños que se dirigían al colegio y se preguntaba el
por qué no asistía conjuntamente con ellos. Otras veces también, se tomaba de
las manos con otras personas, no importando la edad y sonreía como actuando y
sin saberlo. A veces, se sentía como un mendigo, hambriento de afecto y
sosiego.
Hasta
que por enésima vez, el mismo grito de su madre que destemplaba los dientes a
cualquiera:
–
¡José León! ¡José León!
Hasta
en el sitio más increíble donde se encontraba, llegaba el eco de la voz de su
madre Escolástica. Si José León no aparecía en un minuto, su madre salía del
interior de la tienda y se paraba debajo del dintel de la puerta y volvía a
llamarle con tal fuerza y sonoridad que asustaba a cualquiera. La abuela de
José León, que también vivía en la misma casa, se acercaba hacia ella y había
tratado de calmarla reiteradamente; entre tanto en sus intentos, prefería
retroceder con una sonrisa incrédula, al verla furiosa y con los ojos rojos.
Cuando
llegaba el eco de la voz de su madre hasta su última célula, José León se
quedaba petrificado por unos segundos. No sabía si salir de inmediato desde
donde se encontraba y correr como un endemoniado; o simplemente, quedarse
estático por la impresión de no atinar a mover un solo hueso. Su mente no era
capaz de responder al momento, y sus músculos se endurecían, no habiendo
reflejo alguno.
Volvía a escuchar nuevamente la voz y sus pies se resistían para no
correr, y, apretaba los puños contra su cuerpo, sintiendo algo entre sus
cabellos, tratando de cerrar y controlar los ojos, que los sentía salirse de
sus órbitas. Hasta que, no podía más.
Si
estaba en algún lugar del camino infinito, o en la casa de algún vecino, dejaba
todo inmediatamente, para apresurar sus pasos nerviosamente y correr con los
ojos bien abiertos, desorbitados y llorosos. Balbuceaba en el acto algunas
palabras ininteligibles, mezcladas con el jugo salival por la emoción y las
circunstancias. Quienes ya habían escuchado antes los gritos destemplados,
sabían también de las carreras del niño hacia la puerta de su casa. Así, así,
la veía a su madre, y ahora sí, estaba seguro que se había vuelto loca. ¿Cómo
decirle? ¿Cómo hacerle entender que cada día aprendía a odiar esos gritos? Aunque
en el fondo de su alma, todavía la amaba, y la amaba mucho. Sin embargo, ella
le agarraba de los cabellos y tiraba de ellos como si fuera una marioneta de
trapo, mientras le insultaba y lanzaba más improperios y unas palabrotas que,
al final de cuentas no las entendía.
Con
los ojos llorosos, trataba de percibir el estado enfermo de su madre, las
muecas que hacía sobre su rostro y el movimiento de sus labios al torcerse, y
solo miraba como absorto, la transformación de su rostro en algo extraño. La
voz de ella se perdía paulatinamente como en un abismo y su mente había
aprendido a no escucharla, mientras la voz se hacía más lejana aún, y solamente
estaba allí, ese rostro furioso que amaba, y que probablemente nunca odiaría,
por más que quisiera.
Al comienzo, cuando se dio cuenta de la
locura de su madre, había tratado de resistir el dolor; mientras tanto ahora,
ya no le importaba. Sentía su cuerpo elevarse unas pulgadas por encima de sus
pies, como si estuviera flotando en el aire, en cada tirón de sus cabellos;
siendo así, terminaba sobre el piso, para continuar llorando a pausas. Las
personas pasaban mirando y no hacían nada, tratando de escapar del lugar, y si
lograban pasar el puente se perdían de a pocos a lo lejos, aunque parecía que
no llegaban a sitio alguno, porque siempre en el horizonte se divisaba un
punto, muy lejos, inalcanzable.
Los
gritos iban y venían, cual eco sin fin y su abuela aparecía para consolarle,
ayudarle a ponerse de pie y limpiarle la cara con un pañuelo.
Después,
nuevamente estaba sentado junto a la puerta, jugando con sus pies y frotándose
los ojos. Creyó escuchar una voz dentro de sí, aunque luego no lo consideró
como tal. ¿Y si fuera verdad?
–
Claro, ella cree que soy un tonto y que no me doy cuenta que, cada vez que
viene el vecino de la siguiente casa, casi a hurtadillas, como huyendo de su
esposa con la disculpa de conversar, lo recibe con una sonrisa dibujada sobre
su rostro; y el hombre la atrae hacia él, cogiéndola de la cintura; y ella sonríe,
sonríe muy despacio, y cada vez que se da cuenta que la observo, me dice que me
vaya hacia la puerta de la tienda.
Escolástica creía que nadie sabía de sus encuentros esporádicos con el
hombre, encuentros que se hicieron más frecuentes. Solo bastaba mirarla. Cuando
llegaba él, el color de sus mejillas cambiaba, torneándose rosácea. Cuando
llamaba a su hijo de la forma acostumbrada, sus mejillas adquirían una
tonalidad gris, a veces oscura, del color de la muerte.
José
León subía lentamente por la misma vereda de siempre. Parecía mirar cada paso
suyo, muy distraído, como queriéndose olvidar de todos. También volvía
corriendo y muy asustado, haciendo sonar las plantas de los pies cuando estaba
descalzo; hasta que, gritaba también, mientras lloraba por la impotencia de no
poder enfrentar a la mujer de sus días.
Volvía a mirar hacia el puente y también hacia la vereda interminable, y
comenzaba con un paso hacia arriba; luego al voltear, otro hacia abajo. Miraba
a la gente, a los niños y a las personas adultas, como contándolos. Muchas
veces se entretenía contemplando algunos automóviles que subían por la calle y
se perdían. Así, se veía a dos o tres metros de la puerta principal de la casa,
y al momento de escuchar el grito de su madre desde el interior, corría
nuevamente hacia la puerta y se sentaba junto a ella. Su madre se había
acostumbrado a llamarle, empezando con un tono muy bajo, para después, elevar
los niveles de su voz, y gritar, gritar estrepitosamente e incluso salir hacia
la puerta principal y seguir gritando, mientras la gente trataba de apartarse.
Jamás lo hubiera creído. Así y todo, su mente le ordenaba desaforar sus gritos
sin control, como cronológicamente cada cierto tiempo, en que, estaba casi
segura de saber que José León estaba ya lejos.
Desde
luego, volvía a caminar unos cuantos pasos más, y sin imaginárselo, se
encontraba en la calle sin fin, tratando de buscar algo que no comprendía aún.
Y se olvidaba del mundo, de su madre Escolástica y de su abuela que no tenía
nombre. Hasta que, creía escuchar y muy a lo lejos, el grito peculiar que le
despertaba de su quietud. Pero, al poner atención, con ese cuidado natural de
un niño, simplemente sabía que no era el mismo sonido y se olvidaba de todos
sus temores. Y sus ojos se movían al compás del movimiento de la tranquilidad
del contexto exterior, mientras sus brazos y piernas respondían solamente a lo
que parecía ser órdenes del subconsciente.
Pero,
una vez más, creyó escuchar la misma voz y afinó sus sentidos, En ese momento,
sintió su cuerpo clavado sobre la faz de la tierra como una estaca, sus pies y
piernas pesaban como una roca inmensa, siendo imposible moverlas. La
respiración se le entrecortaba, tomando cada vez más fuerza, mientras tanto los
dedos de sus manos se cerraban fuertemente, sintiendo las uñas sobre su piel,
mientras que los cabellos eran insoportables sobre su cabeza. Al instante, sus
ojos se llenaron de algunas lágrimas y gesticuló tragando saliva, la mayor
posible, para salir nuevamente corriendo con los ojos desorbitados.
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