miércoles, 4 de mayo de 2016

La tela del tumbadillo

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La tela del tumbadillo

     Cuando Victoriano abrió los ojos a eso de las seis de la mañana y aún en la penumbra, sintió una sensación de paz muy intensa; aunque y sin saberlo en realidad, le pareció percibir su mente elevarse, como una lucecita encendida. La puerta colindante con un patio, de regular tamaño, estaba entreabierta; y, a través de ella, se filtraba la luz del día, dando la impresión que ingresaba con mucha dificultad.
     Sus ojos distinguieron sutilmente sobre el falso techo, algunas manchas que, se fueron formando a través de los años. Algunas eran muy tenues, otras sin embargo, mucho más oscuras y extrañas. La imaginación de Victoriano se recreaba vigorosamente sobre ellas, y en su pensamiento se creaban siluetas y figuras de las formas más increíbles que haya podido imaginar. Así y todo, creyó mirar un cuerpo desnudo y de mujer, usando una capucha de la Santa Inquisición; percibiendo hasta un ojo tétrico, que hacía juego con el conjunto. Obviamente, lo que parecía ser el órgano visual, solo era un hueco producido sobre la tela del tumbadillo por el transcurso del tiempo.
     Logró advertir también el perfil de un caballo, con sus patas monstruosas y desmedidas, llevando una bandera sobre la grupa y que flameaba al viento. Distinguió a una persona de pie, con los brazos en jarras, apretando con firmeza sus manos contra sus flancos e imaginando una conversación a media voz.
     Todo el tumbadillo, en general, le ofrecía la mejor vista, pareciendo figurar el universo infinito y el azul del cielo, donde se trazaban, líneas análogas y curvas similares a muchas constelaciones. Al parecer, alguna vez y hacía muchos años fue pintado con cal; y ahora, predominaba el color de un blanco opaco, amarillento, sombrío y sucio por el polvo. Era todo lo que tenía y le parecía una suntuosidad excesiva, mirando en derredor, extasiado.
     Las paredes de la habitación habían sido levantadas rústicamente y con sillares asentados, formando hileras, de tal manera que se sostenían entre sí, porque se había usado cal y arena para retundir sus juntas. Las calaminas adecuadamente bien dispuestas, formaban el techo principal y, por debajo estaba la tela del tumbadillo.
     Las lluvias frecuentes de muchos veranos habían causado las manchas y algunas precipitaciones habían sido muy intensas, provocando así, el paso de las gotas de lluvia a través de los orificios que un día se hicieron sobre las calaminas, cuando fueron fijadas con clavos sobre unos maderos. El transcurso del tiempo, el polvo y las lluvias, tendieron a formar nuevas siluetas, algunas diminutas y otras increíblemente caprichosas y muy grandes.
     Y cada mañana de sosiego como ese día singular, dejaba vagar quiméricamente su fantasía; mientras que le otorgaba sin darse cuenta un significado muy especial, porque creía ser el dueño de todo lo que tenía frente a sus ojos. Su mirada se perdía apaciblemente sobre su espacio infinito, deslizándola poco a poco y progresivamente sobre el techo, con sus pupilas vivas, dilatadas y brillantes.
     Un alambre eléctrico atravesaba la habitación casi exactamente por el centro, y a Victoriano, siempre le había parecido estar sostenido por pequeñas cariátides doradas; sin embargo, estaba amarrado a un trozo de pita, dando la impresión que lo hacía con esfuerzo. El foco estaba unido al extremo del conductor a manera de péndulo. Cualquiera diría que era pavonado, no obstante, solo era el polvo que lo rodeaba; y estaba cubierto también, como todo el alambre, por cientos de huellas de las moscas, sobrepuestas, una sobre las otras.
     En cualquier parte del conjunto, a veces se distinguía más de un cadáver de mosca, seco y pegado, donde, solo el aire, el pasar de los días y la inercia, causaba el desprendimiento del cuerpo inerte, como perdiendo el equilibrio, para caer sobre el piso de cemento gris y juntarse con la tierra y el polvo.
     Victoriano jamás imaginó que la cama de bronce donde dormía, duraría unos cien años más, y se emocionaba cuando al girar sobre su almohada, observaba el lustre de su cabecera y el diseño perfecto de sus barrotes. En más de una ocasión, estaba seguro de haber percibido un resplandor espléndido. Un biombo antiguo y al parecer de cedro, rodeaba su lecho.
     A un metro aproximadamente del pie de la cama, estaba la única mesa de apariencia sólida, predominando en sus patas el color negro. Un cajón de madera, cumplía la función de una mesa de noche, y había sido cubierto con algunos periódicos amarillentos y antiguos. Sobre este, descansaba un viejo y antiguo radio a tubos, y parecía ser uno de los primeros que habían llegado importados del viejo mundo. Se podía leer perfectamente sobre una etiqueta: Made in Germany.
     En la parte opuesta de la cama y muy cerca de una de las paredes, algunas cajas de cartón diseminadas sobre el piso se entremezclaban con el polvo. Victoriano no estaba muy seguro de su contenido, ni estaba en una situación de advertir su importancia; pero estas guardaban papeles y folletos contra la guerra de Vietnam, propaganda política y algunos libros viejos.
     Nada perturbaba su pensamiento y sus ojos miraban libremente y extasiado por su mundo. Sin embargo en medio de todo el contexto, la extrañaba. Sí, algo le faltaba, y como si fuera coincidencia, por la puerta entreabierta la vio llegar dócilmente, con su caminar suave y completamente esbelta. Sus ojos claros y transparentes buscaron los de Victoriano inmediatamente. Ambas miradas se encontraron en un momento del tiempo, como si fuera algo establecido y natural. Al compás de sus pasos, se dirigió suavemente hacia la cama y de un salto preciso subió sobre ella. Victoriano la miraba y acurrucaba entre sus brazos, sintiendo su ronronear. La sentía frágil, apacible y confiada, y sus primeras palabras fueron para ella.
     No recordaba con exactitud en que momento llegó a su vida, aunque siempre creyó, que fue aproximadamente tres años antes, cuando tenía siete años. Desde entonces, se convirtió en un motivo más de su existencia. Al parecer, llenó un espacio muy trascendental, que obviamente Victoriano por su edad, no lo entendió nunca a cabalidad. Cuando uno es niño, hay pocas preguntas que brotan del alma. Naturalmente, casi no hay respuestas definidas.
     La gata nunca tuvo nombre, aunque se acostumbró a llamarla de diferentes maneras. Ella respondía con muchos maullidos sonoros y claros, encendiendo y ensayando la mirada más dulce, hasta asumir una posición más esbelta todavía.
     Victoriano, difícilmente recordaba vicisitudes pasadas, y mucho menos, se planteaba perspectivas futuras; aunque, guardaba en su memoria algunos vagos recuerdos de sí mismo, de su madre y de pocos niños. Sobre la proyección hacia el porvenir, no tenía ni la menor idea de lo que eso significaba. Su raciocinio no estaba en la capacidad de proyectarse mucho más del día siguiente, sin entenderlo en realidad.
     Mientras miraba las paredes rústicas de la habitación, fijó sus ojos en un mensaje que había sido escrito con una tiza de color por un hermano mayor, y que un año antes había dejado la casa vieja de la Gran Ciudad, para establecerse en la capital. El mensaje decía: “Hay que estudiar”. Victoriano lo contemplaría por muchos años y trataría de entenderlo cada vez mejor. Cerca de un vértice de las paredes y casi detrás de la mesa, le había llamado la atención el busto de dos personajes barbudos, que habían sido pintados artísticamente a manera de un solo cuerpo. Al comienzo no los conocía, aunque todos los días les dirigía la mirada.

     Inicialmente, Victoriano no comprendió el significado de tales pinturas, aunque en el fondo, sospechaba que, por alguna circunstancia desconocida, y probablemente sin que nadie se lo proponga, le habían legado algo por descubrir. Tiempo después, sabría que uno de los enigmáticos personajes era Carlos Marx.

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