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La tela del tumbadillo
Cuando Victoriano abrió los ojos a eso de
las seis de la mañana y aún en la penumbra, sintió una sensación de paz muy
intensa; aunque y sin saberlo en realidad, le pareció percibir su mente
elevarse, como una lucecita encendida. La puerta colindante con un patio, de
regular tamaño, estaba entreabierta; y, a través de ella, se filtraba la luz
del día, dando la impresión que ingresaba con mucha dificultad.
Sus ojos distinguieron sutilmente sobre el
falso techo, algunas manchas que, se fueron formando a través de los años.
Algunas eran muy tenues, otras sin embargo, mucho más oscuras y extrañas. La
imaginación de Victoriano se recreaba vigorosamente sobre ellas, y en su
pensamiento se creaban siluetas y figuras de las formas más increíbles que haya
podido imaginar. Así y todo, creyó mirar un cuerpo desnudo y de mujer, usando
una capucha de la
Santa Inquisición ; percibiendo hasta un ojo tétrico, que
hacía juego con el conjunto. Obviamente, lo que parecía ser el órgano visual,
solo era un hueco producido sobre la tela del tumbadillo por el transcurso del
tiempo.
Logró advertir también el perfil de un
caballo, con sus patas monstruosas y desmedidas, llevando una bandera sobre la
grupa y que flameaba al viento. Distinguió a una persona de pie, con los brazos
en jarras, apretando con firmeza sus manos contra sus flancos e imaginando una
conversación a media voz.
Todo el tumbadillo, en general, le ofrecía
la mejor vista, pareciendo figurar el universo infinito y el azul del cielo,
donde se trazaban, líneas análogas y curvas similares a muchas constelaciones. Al
parecer, alguna vez y hacía muchos años fue pintado con cal; y ahora,
predominaba el color de un blanco opaco, amarillento, sombrío y sucio por el
polvo. Era todo lo que tenía y le parecía una suntuosidad excesiva, mirando en
derredor, extasiado.
Las paredes de la habitación habían sido
levantadas rústicamente y con sillares asentados, formando hileras, de tal
manera que se sostenían entre sí, porque se había usado cal y arena para
retundir sus juntas. Las calaminas adecuadamente bien dispuestas, formaban el
techo principal y, por debajo estaba la tela del tumbadillo.
Las lluvias frecuentes de muchos veranos
habían causado las manchas y algunas precipitaciones habían sido muy intensas, provocando
así, el paso de las gotas de lluvia a través de los orificios que un día se
hicieron sobre las calaminas, cuando fueron fijadas con clavos sobre unos
maderos. El transcurso del tiempo, el polvo y las lluvias, tendieron a formar
nuevas siluetas, algunas diminutas y otras increíblemente caprichosas y muy
grandes.
Y cada mañana de sosiego como ese día
singular, dejaba vagar quiméricamente su fantasía; mientras que le otorgaba sin
darse cuenta un significado muy especial, porque creía ser el dueño de todo lo
que tenía frente a sus ojos. Su mirada se perdía apaciblemente sobre su espacio
infinito, deslizándola poco a poco y progresivamente sobre el techo, con sus
pupilas vivas, dilatadas y brillantes.
Un alambre eléctrico atravesaba la
habitación casi exactamente por el centro, y a Victoriano, siempre le había
parecido estar sostenido por pequeñas cariátides doradas; sin embargo, estaba amarrado
a un trozo de pita, dando la impresión que lo hacía con esfuerzo. El foco
estaba unido al extremo del conductor a manera de péndulo. Cualquiera diría que
era pavonado, no obstante, solo era el polvo que lo rodeaba; y estaba cubierto
también, como todo el alambre, por cientos de huellas de las moscas,
sobrepuestas, una sobre las otras.
En cualquier parte del conjunto, a veces se
distinguía más de un cadáver de mosca, seco y pegado, donde, solo el aire, el
pasar de los días y la inercia, causaba el desprendimiento del cuerpo inerte, como
perdiendo el equilibrio, para caer sobre el piso de cemento gris y juntarse con
la tierra y el polvo.
Victoriano jamás imaginó que la cama de
bronce donde dormía, duraría unos cien años más, y se emocionaba cuando al
girar sobre su almohada, observaba el lustre de su cabecera y el diseño
perfecto de sus barrotes. En más de una ocasión, estaba seguro de haber
percibido un resplandor espléndido. Un biombo antiguo y al parecer de cedro,
rodeaba su lecho.
A un metro aproximadamente del pie de la
cama, estaba la única mesa de apariencia sólida, predominando en sus patas el
color negro. Un cajón de madera, cumplía la función de una mesa de noche, y
había sido cubierto con algunos periódicos amarillentos y antiguos. Sobre este,
descansaba un viejo y antiguo radio a tubos, y parecía ser uno de los primeros
que habían llegado importados del viejo mundo. Se podía leer perfectamente
sobre una etiqueta: Made in Germany.
En la parte opuesta de la cama y muy cerca
de una de las paredes, algunas cajas de cartón diseminadas sobre el piso se
entremezclaban con el polvo. Victoriano no estaba muy seguro de su contenido,
ni estaba en una situación de advertir su importancia; pero estas guardaban
papeles y folletos contra la guerra de Vietnam, propaganda política y algunos
libros viejos.
Nada perturbaba su pensamiento y sus ojos miraban
libremente y extasiado por su mundo. Sin embargo en medio de todo el contexto, la
extrañaba. Sí, algo le faltaba, y como si fuera coincidencia, por la puerta
entreabierta la vio llegar dócilmente, con su caminar suave y completamente
esbelta. Sus ojos claros y transparentes buscaron los de Victoriano
inmediatamente. Ambas miradas se encontraron en un momento del tiempo, como si
fuera algo establecido y natural. Al compás de sus pasos, se dirigió suavemente
hacia la cama y de un salto preciso subió sobre ella. Victoriano la miraba y
acurrucaba entre sus brazos, sintiendo su ronronear. La sentía frágil, apacible
y confiada, y sus primeras palabras fueron para ella.
No recordaba con exactitud en que momento
llegó a su vida, aunque siempre creyó, que fue aproximadamente tres años antes,
cuando tenía siete años. Desde entonces, se convirtió en un motivo más de su
existencia. Al parecer, llenó un espacio muy trascendental, que obviamente
Victoriano por su edad, no lo entendió nunca a cabalidad. Cuando uno es niño,
hay pocas preguntas que brotan del alma. Naturalmente, casi no hay respuestas
definidas.
La gata nunca tuvo nombre, aunque se
acostumbró a llamarla de diferentes maneras. Ella respondía con muchos
maullidos sonoros y claros, encendiendo y ensayando la mirada más dulce, hasta
asumir una posición más esbelta todavía.
Victoriano,
difícilmente recordaba vicisitudes pasadas, y mucho menos, se planteaba
perspectivas futuras; aunque, guardaba en su memoria algunos vagos recuerdos de
sí mismo, de su madre y de pocos niños. Sobre la proyección hacia el porvenir, no
tenía ni la menor idea de lo que eso significaba. Su raciocinio no estaba en la
capacidad de proyectarse mucho más del día siguiente, sin entenderlo en realidad.
Mientras miraba las paredes rústicas de la
habitación, fijó sus ojos en un mensaje que había sido escrito con una tiza de
color por un hermano mayor, y que un año antes había dejado la casa vieja de la
Gran Ciudad, para establecerse en la capital. El mensaje decía: “Hay que estudiar”.
Victoriano lo contemplaría por muchos años y trataría de entenderlo cada vez
mejor. Cerca de un vértice de las paredes y casi detrás de la mesa, le había
llamado la atención el busto de dos personajes barbudos, que habían sido
pintados artísticamente a manera de un solo cuerpo. Al comienzo no los conocía,
aunque todos los días les dirigía la mirada.
Inicialmente, Victoriano no comprendió el
significado de tales pinturas, aunque en el fondo, sospechaba que, por alguna
circunstancia desconocida, y probablemente sin que nadie se lo proponga, le
habían legado algo por descubrir. Tiempo después, sabría que uno de los
enigmáticos personajes era Carlos Marx.
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