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El tranvía y el accidente de
Josué
El tranvía
había dejado de pasar desde hacía unos dos o tres años antes. Algunas madres y
abuelas, aún extrañaban su ruido característico desde las primeras horas del
alba, porque viajar en él, fue un coloquio permanente para algunas mujeres de
edad. Las conversaciones habituales tocaban los problemas del gobierno, la
pobreza y la protesta que aumentaba, y algunos síntomas claros de corrupción
política.
La
modernidad se imponía a ultranza en todas las ciudades latinoamericanas y sus
efectos de comportamiento se hacían más evidentes. Quedaban muchos recuerdos en
el tiempo y muchos presentes perennes e imperecederos, que habían calado
profundamente en el alma de Josué.
Una
mañana resplandeciente y soleada, y después de una borrachera nocturna, Josué
caminaba pesadamente hacia su casa; situada por coincidencia como él mismo
afirmaba, en la misma calle principal. Estaba por empezar los estudios
secundarios, y ya llegaba a los diecisiete años. Algunos habían dicho, aunque
en voz baja, que durante su permanencia en la escuela primaria, los profesores
se habían cansado de él; por tal circunstancia, terminaron aprobándole más por
hartos y hastiados, y nadie esperaba que continúe estudiando los siguientes
años.
Las
secuelas que le había dejado el accidente con el tranvía cuando era niño, le
habían transformado, y a veces, según la mayoría de los niños, enloquecía.
Execraba contra su suerte de un día lluvioso de hacía muchos años, en la que
sintió escapar sus manos de las barandas del tranvía, intentando obviamente y
por todos los medios de aferrarse de nuevo, para después, ir cayendo
inevitablemente sobre el adoquinado de la calle, mientras sentía el golpe de la
máquina en una de sus piernas.
Josué, recordaría profundamente y por siempre, el primer grito lastimero
de ayuda llamando a su madre. El miedo le tuvo aterrorizado en esas
circunstancias, por cierto, recordaba también, que veía muy claramente a su
madre reír a carcajadas y llorar desconsoladamente en forma simultánea. Reía
porque estaba vivo y lloraba a lágrima viva porque ninguna de la ruedas del
tranvía había seccionado parte alguna de su cuerpo, y solo afloraban algunas
heridas abiertas por debajo de su rodilla derecha y otras muy pequeñas y poco
perceptibles en el pie. Su madre estuvo con él en todo momento y desde el
primer instante en que le tuvo entre sus brazos.
Cuando le llevaron al hospital, Josué hubiera querido que toda su vida
le cuidaran, que siempre las visitas de su madre fueran por toda la eternidad y
nunca salir hacia la calle; porque un día, se sintió cambiado, cuando advirtió
apesadumbrado, que no podía mover normalmente la pierna herida; y con mucho
esfuerzo inicialmente, parecía arrastrarla en cada paso, sintiendo las miradas
curiosas de la gente y la compasión de otras.
Después de algunos años, no se cansaba de lanzar improperios a la gente
y a la vida por cualquier motivo, y muchas fueron las circunstancias en las que
tuvo que recurrir al alcohol, para pretender olvidar lo acontecido. Cuando
estaba embriagado, entraba en algunos estados singulares de locura explosiva, y
gritaba a todos, a diestra y siniestra, con las peores palabras, además soeces;
mientras que arrastraba su pierna por las calles. Los más cercanos le miraban,
e intentaban hacerle entrar en razón, sin embargo, nunca pudieron lograrlo.
Había
días en que concurría a la escuela secundaria, más por insistencia de su madre
que por él mismo, desatando algunos escándalos al enfrentarse a los profesores
y a los alumnos, porque pensaba que le trataban mal. Lógicamente, terminaba
expulsado.
Vivía
con sus padres, sin embargo, no se había desarrollado una interacción
progresiva con su padre, de tal manera que, siempre le sintió muy distante. Más
bien, con su madre se había producido una cohesión absoluta por siempre. Ella
le demostraba con sus actitudes y su actividad diaria, que había que seguir
viviendo.
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