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Isidro y Justino en la casa que
parecía inmensa
Al
subir por el lado izquierdo de la calle principal, siempre daba la impresión
que era el final del camino, porque después de la primera cuadra y precisamente
allí, una casa que parecía inmensa se imponía en el paisaje; no por la
extensión o la estructura en general, sino por la cantidad de familias que
albergaba. Vivían más de una docena de familias y aparentemente muy cómodas;
aunque a veces, alguien muy juicioso había afirmado que eran más de
veinte.
Cada
una de ellas, ocupaba con indescriptible alegría e imaginación una habitación
rústica y techada con calamina. No era fácil imaginar, cómo hacían las familias
de siete o diez personas, para vivir diariamente, comer juntos y dormir cada
noche dentro de una habitación. Resultaba admirable desde todo punto de vista,
mucho más todavía, si considerábamos la diferenciación de sexos.
Así,
cada uno de ellos, desde el más niño y engreído, hasta el más anciano y
bonachón, transitaban diariamente por el único callejón, que parecía muy largo,
y que terminaba en una pendiente muy suave, para luego ganar la calle a través
de unas gradas construidas de piedra; y que por el tiempo, y probablemente
también por el descuido de los dueños, había llegado a deteriorarse
peligrosamente.
Lo
mismo sucedía con las paredes, y cada día, un poco de cal y arena que alguna
vez se usaron a manera de estuque, se desprendía para caer sobre las piedras de
las nueve gradas conocidas. Cuando alguien subía o bajaba, miraba y con el
mayor cuidado posible donde poner el primer pie, porque todo estaba destrozado
y una cantidad de huecos se abrían cada día entre las piedras diminutas y
grandes; además, la altura de cada una de las gradas eran muy diferenciadas, y
para franquearlas, era necesario levantar la pierna lo más posible en algunos
casos y, en otros, casi parecía un juego, porque bastaba unos centímetros.
Para
los párvulos, pasar por el ingreso principal había constituido todo una
experiencia inolvidable y a veces infructuosa; obviamente, cuando fueron muy
pequeños, más de uno había terminado rodando sobre las gradas, incluido golpes,
algunas heridas, llanto y gritos de sus madres que salían corriendo para
socorrerlos. Después, por alguna particularidad especial, todos reían y
festejaban el nuevo descubrimiento de los niños. Para la siguiente vez, se les
veía midiendo sus pasos con mucha cautela y apoyándose con ambas manos sobre
las paredes, distinguiéndose muy claramente sobre ellas la forma de sus dedos y
de diferentes tamaños; como también, una mancha oscura, permanente y grasienta
de tanto apoyarse. Los más pequeños,
habían aprendido a trepar por lo que parecía ser unas gradas inaccesibles,
ayudándose con los pies y las manos, de una a una, como si fuera una escalinata
que les mostraba el destino.
Los
más grandes y por la experiencia, sabían perfectamente qué piedras eran las más
fuertes y dónde colocaban el primer paso y con qué intensidad; así y todo,
subían y bajaban apresurados por el mismo lugar y sin tocar las paredes, como
haciendo equilibrio con sus brazos y usando alguna parte de su cuerpo para no
caerse, cual malabaristas de circo y muy experimentados.
Primero y al momento de bajar, miraban la piedra exacta y con una
precisión increíble apoyaban con firmeza el pie derecho, para luego, apoyarse
con el izquierdo sobre otra piedra más pequeña y con el menor peso posible, y
después, dar un salto hacia otra que se encontraba a mayor distancia y mucho
más abajo de las dos anteriores, y así, para después y en pocos segundos,
terminar sobre la calle. Para los más ancianos, el camino se había tornado algo
difícil y más de uno había terminado en el hospital con alguna fractura; por
tal motivo, preferían quedarse dentro de sus habitaciones y por pocos días, porque
después y con la ayuda de otros vecinos, emprendían lo que consideraban a veces
una marcha forzada. En el caso de las mujeres, ellas sí se tomaban todo el
tiempo posible y cada paso también era muy calculado.
Sin
embargo y a pesar de todo, cada mañana niños y adultos salían con la cabellera
mojada y bien peinada, mostrando la mejor sonrisa al viento. Por la tarde y
cuando volvían, la comisura de sus labios se mostraba siempre risueña, como si
fuera lo más importante para ellos.
Hacia
el fondo del callejón principal de la casa, se distinguía un baño a manera de
silo, el cual era usado por todos; y hacía mucho tiempo que la única puerta
estaba hecha astillas y se venía cayendo a pedazos. Alguno de los vecinos,
había clavado un pedazo de tocuyo sobre la puerta y con mucho esmero, para
cubrir todas las rendijas que se habían abierto, como si fueran heridas
abiertas por el tiempo y otro apuntaló la puerta con un madero, para hacerla
aún más fuerte. Cada mañana y desde muy temprano, generalmente los mayores y
los jóvenes, desfilaban hacia el baño con las ganas y los pasos apresurados,
para después usar también el único caño de la casa y que goteaba todo el
tiempo, dando la sensación de un compás armónico y permanente, como marcando
los pasos a un solo ritmo. Muchos habían sido los intentos por arreglarlo, pero
siempre goteaba y algunos se atrevieron a decir que el caño estaba embrujado,
mientras otros se reían de la ocurrencia y no le daban mucha importancia.
El
verano llegaba también con la lluvia, y cuando esta era intensa, el sonido de
las gotas sobre las calaminas era estruendoso. Muchos ya conocían el lugar
exacto por donde pasaría el agua hacia dentro de las habitaciones, y provistos
de unos baldes de metal, los ubicaban sobre el piso de tierra; y otros, que se
sentían más afortunados, los ubicaban sobre el piso de ladrillo, precisamente
por debajo de algunas goteras. Para tratar de prevenir y protegerse de la
humedad, algunos de los vecinos habían cubierto con anticipación los huecos de
las calaminas con un poco de brea, aunque no duraría mucho tiempo, al menos les
aliviaba. Realmente disfrutaban de la lluvia, porque cuando era intensa, se
paraban bajo el umbral de la puerta de sus habitaciones, y veían el correr del
agua a través del callejón, volcándose sobre las gradas como pequeñas cascadas,
para después, juntarse con el agua de la calle que parecía un río.
Isidro y Justino, algunas veces, se paraban también en sus respectivas
puertas, situadas una frente a la otra, para contemplar la lluvia y para hacer
muchos barquitos de papel de diferentes tamaños. Ellos creían que sus padres
habían vivido en esa casa por toda la vida, y que sus abuelos también la habían
habitado, así como sus tatarabuelos, y toda su familia anterior. El padre de Isidro
tenía un bigote muy pequeño que daba risa, porque se le veía feliz y saltaba
también risueño a través de las gradas de la casa, a veces saludando con una de
sus manos a alguna persona que pasaba muy cerca; de contextura delgada, aunque
algunos decían que más parecía un esqueleto, por los huesos que se podían
contar sobre sus hombros y sobre su pecho; a veces trabajaba como albañil.
Isidro era el segundo de los hermanos, siendo ocho en total, cuatro mujeres y
cuatro hombres.
Isidro y Justino estudiaban en la misma escuela e incluso en el mismo
grado. Justino vivía con su madre, una mujer de buen porte, robusta, de mediana
edad; algunos habían afirmado que descendía de una cultura muy antigua y
nativa, por su serenidad, por la forma de peinarse y el lacio de sus cabellos
negros. Un medio hermano mayor, les acompañó por poco tiempo, ya que decidió
marcharse del lugar, en busca de una nueva vida, así decían. Los cabellos de
Justino eran muy diferentes a los de su madre y daba la impresión de estar siempre
parados y tiesos.
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