jueves, 26 de mayo de 2016

Isidro y Justino en la casa que parecía inmensa

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 Isidro y Justino en la casa que parecía inmensa

     Al subir por el lado izquierdo de la calle principal, siempre daba la impresión que era el final del camino, porque después de la primera cuadra y precisamente allí, una casa que parecía inmensa se imponía en el paisaje; no por la extensión o la estructura en general, sino por la cantidad de familias que albergaba. Vivían más de una docena de familias y aparentemente muy cómodas; aunque a veces, alguien muy juicioso había afirmado que eran más de veinte.  
     Cada una de ellas, ocupaba con indescriptible alegría e imaginación una habitación rústica y techada con calamina. No era fácil imaginar, cómo hacían las familias de siete o diez personas, para vivir diariamente, comer juntos y dormir cada noche dentro de una habitación. Resultaba admirable desde todo punto de vista, mucho más todavía, si considerábamos la diferenciación de sexos.
     Así, cada uno de ellos, desde el más niño y engreído, hasta el más anciano y bonachón, transitaban diariamente por el único callejón, que parecía muy largo, y que terminaba en una pendiente muy suave, para luego ganar la calle a través de unas gradas construidas de piedra; y que por el tiempo, y probablemente también por el descuido de los dueños, había llegado a deteriorarse peligrosamente.
     Lo mismo sucedía con las paredes, y cada día, un poco de cal y arena que alguna vez se usaron a manera de estuque, se desprendía para caer sobre las piedras de las nueve gradas conocidas. Cuando alguien subía o bajaba, miraba y con el mayor cuidado posible donde poner el primer pie, porque todo estaba destrozado y una cantidad de huecos se abrían cada día entre las piedras diminutas y grandes; además, la altura de cada una de las gradas eran muy diferenciadas, y para franquearlas, era necesario levantar la pierna lo más posible en algunos casos y, en otros, casi parecía un juego, porque bastaba unos centímetros.
     Para los párvulos, pasar por el ingreso principal había constituido todo una experiencia inolvidable y a veces infructuosa; obviamente, cuando fueron muy pequeños, más de uno había terminado rodando sobre las gradas, incluido golpes, algunas heridas, llanto y gritos de sus madres que salían corriendo para socorrerlos. Después, por alguna particularidad especial, todos reían y festejaban el nuevo descubrimiento de los niños. Para la siguiente vez, se les veía midiendo sus pasos con mucha cautela y apoyándose con ambas manos sobre las paredes, distinguiéndose muy claramente sobre ellas la forma de sus dedos y de diferentes tamaños; como también, una mancha oscura, permanente y grasienta de tanto apoyarse.  Los más pequeños, habían aprendido a trepar por lo que parecía ser unas gradas inaccesibles, ayudándose con los pies y las manos, de una a una, como si fuera una escalinata que les mostraba el destino.
     Los más grandes y por la experiencia, sabían perfectamente qué piedras eran las más fuertes y dónde colocaban el primer paso y con qué intensidad; así y todo, subían y bajaban apresurados por el mismo lugar y sin tocar las paredes, como haciendo equilibrio con sus brazos y usando alguna parte de su cuerpo para no caerse, cual malabaristas de circo y muy experimentados.
     Primero y al momento de bajar, miraban la piedra exacta y con una precisión increíble apoyaban con firmeza el pie derecho, para luego, apoyarse con el izquierdo sobre otra piedra más pequeña y con el menor peso posible, y después, dar un salto hacia otra que se encontraba a mayor distancia y mucho más abajo de las dos anteriores, y así, para después y en pocos segundos, terminar sobre la calle. Para los más ancianos, el camino se había tornado algo difícil y más de uno había terminado en el hospital con alguna fractura; por tal motivo, preferían quedarse dentro de sus habitaciones y por pocos días, porque después y con la ayuda de otros vecinos, emprendían lo que consideraban a veces una marcha forzada. En el caso de las mujeres, ellas sí se tomaban todo el tiempo posible y cada paso también era muy calculado.
     Sin embargo y a pesar de todo, cada mañana niños y adultos salían con la cabellera mojada y bien peinada, mostrando la mejor sonrisa al viento. Por la tarde y cuando volvían, la comisura de sus labios se mostraba siempre risueña, como si fuera lo más importante para ellos.
     Hacia el fondo del callejón principal de la casa, se distinguía un baño a manera de silo, el cual era usado por todos; y hacía mucho tiempo que la única puerta estaba hecha astillas y se venía cayendo a pedazos. Alguno de los vecinos, había clavado un pedazo de tocuyo sobre la puerta y con mucho esmero, para cubrir todas las rendijas que se habían abierto, como si fueran heridas abiertas por el tiempo y otro apuntaló la puerta con un madero, para hacerla aún más fuerte. Cada mañana y desde muy temprano, generalmente los mayores y los jóvenes, desfilaban hacia el baño con las ganas y los pasos apresurados, para después usar también el único caño de la casa y que goteaba todo el tiempo, dando la sensación de un compás armónico y permanente, como marcando los pasos a un solo ritmo. Muchos habían sido los intentos por arreglarlo, pero siempre goteaba y algunos se atrevieron a decir que el caño estaba embrujado, mientras otros se reían de la ocurrencia y no le daban mucha importancia.
     El verano llegaba también con la lluvia, y cuando esta era intensa, el sonido de las gotas sobre las calaminas era estruendoso. Muchos ya conocían el lugar exacto por donde pasaría el agua hacia dentro de las habitaciones, y provistos de unos baldes de metal, los ubicaban sobre el piso de tierra; y otros, que se sentían más afortunados, los ubicaban sobre el piso de ladrillo, precisamente por debajo de algunas goteras. Para tratar de prevenir y protegerse de la humedad, algunos de los vecinos habían cubierto con anticipación los huecos de las calaminas con un poco de brea, aunque no duraría mucho tiempo, al menos les aliviaba. Realmente disfrutaban de la lluvia, porque cuando era intensa, se paraban bajo el umbral de la puerta de sus habitaciones, y veían el correr del agua a través del callejón, volcándose sobre las gradas como pequeñas cascadas, para después, juntarse con el agua de la calle que parecía un río.
     Isidro y Justino, algunas veces, se paraban también en sus respectivas puertas, situadas una frente a la otra, para contemplar la lluvia y para hacer muchos barquitos de papel de diferentes tamaños. Ellos creían que sus padres habían vivido en esa casa por toda la vida, y que sus abuelos también la habían habitado, así como sus tatarabuelos, y toda su familia anterior. El padre de Isidro tenía un bigote muy pequeño que daba risa, porque se le veía feliz y saltaba también risueño a través de las gradas de la casa, a veces saludando con una de sus manos a alguna persona que pasaba muy cerca; de contextura delgada, aunque algunos decían que más parecía un esqueleto, por los huesos que se podían contar sobre sus hombros y sobre su pecho; a veces trabajaba como albañil. Isidro era el segundo de los hermanos, siendo ocho en total, cuatro mujeres y cuatro hombres.

     Isidro y Justino estudiaban en la misma escuela e incluso en el mismo grado. Justino vivía con su madre, una mujer de buen porte, robusta, de mediana edad; algunos habían afirmado que descendía de una cultura muy antigua y nativa, por su serenidad, por la forma de peinarse y el lacio de sus cabellos negros. Un medio hermano mayor, les acompañó por poco tiempo, ya que decidió marcharse del lugar, en busca de una nueva vida, así decían. Los cabellos de Justino eran muy diferentes a los de su madre y daba la impresión de estar siempre parados y tiesos.

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