domingo, 8 de mayo de 2016

Despertando a los instintos

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 Despertando a los instintos

     Camilo tenía unos dos años más que Victoriano, aunque, aparentaba ser mayor en uno solo porque se le veía algo delgado; no obstante, había despertado a los instintos sexuales. Su abuela Iguasia, cada cierto tiempo, contrataba algunas mujeres jóvenes para que ayuden en la casa con los quehaceres domésticos; aunque por las incomodidades y estrechez de la vivienda, no permanecían mucho tiempo con la familia.
     Petronila llegó en un día soleado, con un bulto que brillaba al contraste con la luz. Había aprendido a llevar el cabello ordenado, con un peinado exacto, aunque en otro tiempo, estuvo desgreñado. Camilo había mirado varias veces su caminar dentro de la casa, aunque sin verla totalmente; siendo así, su mente se ocupaba de la escuela y de estar siempre presto los domingos, cuando su madre le bañaba, para luego vestirle con unos pantalones bien planchados con una raya perfecta, acompañada de una camisa a veces a cuadritos, o de una almidonada. Cada domingo de cualquier estación del año, y antes de las diez de la mañana, se paraba junto a la puerta de su casa sobre la calle principal, luciendo aún la cabellera mojada y los zapatos bien lustrados. La primera vez que vio a Petronila, fue precisamente un domingo, aunque creía que realmente fue el primer día en que llegó a casa, porque percibió en ella y casi sobre su cuello unos aretes brillantes y muy pequeños, dando la impresión de ser toda una mujer. Entonces, no estaba muy seguro, si los aretes habían podido representar simplemente parte de una vestimenta de conjunto, o si vio en ella algo muy singular, en su caminar lento y pausado, principalmente al momento de levantar uno de sus pies para avanzar suavemente un paso. Sí, ese fue el momento en que supo de ella, cuando atravesaba la calle principal hacia la casa vieja donde vivía Victoriano, quedándose impresionado, y tratando de comprender lo que sus ojos habían visto.
     Después de varios días y con muchas interrogantes sobre su cabeza, sintió el primer cruce de miradas. Ella estaba frente a él, moviéndose de manera natural, aunque le pareció tremendamente exagerado, porque agitaba una de sus manos para acomodarse los cabellos frente a un espejo. Sus quince años había formado su cuerpo armoniosamente; y, aunque de baja estatura, la hacía más voluptuosa al usar vestidos y faldas ligeramente por encima de las rodillas. La claridad de su piel y sus vestidos, resaltaban notoriamente sus gemelos muy bien proporcionados y torneados, pudiendo cualquiera imaginar incluso unas piernas hermosas.
     Camilo sin querer recordó que él y algunos niños esperaban exactamente a las ocho y treinta de la noche, hora de salida de la escuela nocturna, el paso obligado de varias empleadas domésticas por la calle principal en dirección al puente. Recordó que en pequeños grupos se acercaban hasta una de ellas y al unísono, como si fuera algo concertado previamente, se movían con la mayor rapidez posible, aunque a veces parecían lentos para estirar sus brazos y rodearlas, abriendo los dedos de las manos para acariciarlas sin cuidado y toscamente, tocar sus cuerpos, sus glúteos y los senos. Ellas obviamente se espantaban, gritaban y corrían casi despavoridas, tratando de defenderse con sus bolsos, mientras los muchachos sonrientes volvían de nuevo sobre ellas  y sobre otras incautas que llegaban tranquilamente.
     Solo fueron unos días de regocijo entretenido, y en las siguientes noches, las muchachas llegaban preparadas y escondían dentro de sus bolsos algunos palos de regular tamaño, para defenderse resueltamente y golpearles en cualquier lugar con todas sus fuerzas. Algunos niños llegaban a llorar de dolor, mientras otros seguían riéndose, y algunos terminaban insultándolas con las peores palabras, recordándoles a sus madres.
     Petronila destacaba y muy singularmente. No debería repetirse eso y las circunstancias le decían con mucha claridad que estaba frente a una mujer. Aunque llegó a preguntarse si realmente era una mujer, o la podía considerar una niña aún, como él. ¿Realmente era una mujer?
     Ahora, al mirarla, había algo que parecía diferente y pudo darse cuenta, cuando una tarde la miró simplemente, y ella, al voltear sobre sus hombros, sintió una confusión inusual. Ahora era ella quien lo miró como a un niño, que despertaba, simplemente despertaba a sus instintos. ¿Ella lo sabía?  Por muchos días más, trató de no mostrar interés en él, aunque recordaba su mirada llena de curiosidad y de ese deseo de saber más.
     Camilo empezó a sentirse inquieto por la cercanía de ella, y no tenía reparos en demostrarlo. La miraba desde donde se encontraba, tratando de no ser visto en esa situación por su madre o abuela. Algunas veces la espiaba, colocándose detrás de un andamio, que servía para dividir la tienda de la trastienda. Un día se encontró con la mirada de su madre, mientras miraba hacia la trastienda en actitud más que extraña. Su madre frunció el ceño en actitud interrogativa, y  también pasó a observarle con cierto disimulo. Más de una vez, ambas miradas se encontraron y ambos se mostraron sorprendidos por lo que estaba sucediendo.
     Petronila seguía con su desempeño habitual, hasta que pudo darse cuenta del extraño comportamiento, porque a veces madre e hijo parecían seguirse, casi siempre entre la tienda y la trastienda. Ella también se encontró en la misma situación y hasta llegó a caminar de puntillas cuando estaba en el único dormitorio de la casa, sujetando una escoba entre sus manos. Después de algunos días, y cuando parecía que todo había vuelto a la calma, aunque no lo era realmente así, Camilo siguió a Petronila hacia el dormitorio cuando se preparaba para limpiarlo y acomodar las camas. Al verse a solas con ella, intentó una pregunta muy disimulada, mientras le rozaba una de sus manos sobre su cintura. Ambos se quedaron callados, y Camilo retrocedió un paso sobre su costado, retirándose por un momento fuera del dormitorio, sonrojado y avergonzado. Al estar seguro que su abuela se encontraba ocupada en la tienda, volvió una vez más para intentar tocarla y abrazarla. Petronila respondió con un silencio ausente, con la mirada casi perdida en sus propias inquietudes, y sintió un suspiro muy disimulado, preguntándose irremisiblemente si lo soportaría.
     En los siguientes días, la inquietud de Camilo se hizo más intensa, no solo en el dormitorio compartido, sino en todos los lugares propicios que se le presentaba. Un día en que su madre había salido muy temprano en dirección al puente, para perderse en el horizonte, había simulado un fuerte dolor de cabeza; que le provocaba según dijo, cierta asfixia intranquila, faltando a la escuela. Así, permaneció en la cama por largos periodos interminables, pero más pudo su instinto, y se levantaba a hurtadillas para buscar los ojos y el cuerpo de ella; y, al no encontrarla, volvía sobre la cama con una risita maliciosa sobre su rostro.
     Necesariamente, tuvo que venir para recoger ciertas cosas que había dejado su madre, levantándose presto para acariciarla reiterativamente por su cintura y las caderas. Por un instante se desconoció por lo que estaba haciendo, y mientras quitaba sus manos del cuerpo de ella, la respuesta de Petronila no se hizo esperar:
     – Por favor… – exclamó muy despacio y levantando un puño como un ademán, mientras que su voz, sonaba con inusitada y muy disimulada alegría.
     No supo si volver a la cama de inmediato, o insistir un poco más y ser persuasivo; es por ello que al mirarla directamente a sus ojos, le insinuó una sonrisa amplia, un poco cómplice y suplicante a la vez. Sin embargo, la negativa de Petronila fue más silenciosa, porque fue encontrando también algunas sensaciones placenteras, no pudiendo reprimir una sonrisa, al creer y estar segura de tener el control de la situación.
     Petronila trataba de desenvolverse con toda normalidad en todas sus actividades diarias, y su juventud candorosa mostraba parte de su inocencia y pureza natural. Por cierto, no solo había advertido la inquietud cotidiana e insinuante de Camilo; sino también, las miradas furtivas y penetrantes de algunos que transitaban por la calle principal. Esto lo vio con toda claridad e hicieron despertar en ella, la curiosidad por conocerse más a sí misma, de tal modo que, halló en algunas ocasiones la oportunidad de ser muy contemplativa en el espejo.
     La familia ocupaba una rústica y antigua habitación en el patio interior de la casa vieja, donde vivía Victoriano, destinada para guardar algunas cosas, trastos viejos e inservibles. La renta no era nada y pasó a ser algo simbólico. El techo construido y armado con carrizos y cal, formaba en su parte superior un vértice y el piso aún era de tierra. Era imposible vivir en ese ambiente, porque el agua de la lluvia había malogrado peligrosamente la parte principal del techo, y desde el interior y sin ningún esfuerzo, se podían ver varios huecos de regular tamaño y formas extrañas. La abuela Iguasia, rara vez ingresaba a esa parte de la casa para guardar o buscar algo, y si alguna vez estuvo allí, fue por simple distracción o hacer alarde de cierta posición.
     Definitivamente, la habitación se había vuelto vieja por el tiempo, dando la impresión de ser una construcción típica de algún lugar de la zona del campo.
     Fue algo muy extraño que una noche y por coincidencia opaca y sin estrellas, se escucharan ruidos casi silenciosos y algunas pisadas blandas que naturalmente asustaban a cualquiera. Victoriano desde su cama las percibió muy claramente. Su gata ronroneaba precisamente en ese momento junto a él, con los ojos entreabiertos; y, de pronto estuvo muy atenta, moviendo sus dos orejas puntiagudas suavemente hacia delante. Alguien caminaba con cuidado hacia esa habitación vieja que se encontraba separada del conjunto. Al escuchar una murmuración, la gata saltó de la cama suavemente y caminó lentamente hacia la puerta, como contando sus pasos, para quedarse quieta y voltear sus ojos para mirar directamente los de Victoriano; quien, le devolvió la mirada con una pregunta sobre su rostro. Después el sonido se alejó, de la misma manera en que vino. Al pasar los días, una noche también cerrada distinguió la voz chillona de la abuela Iguasia.   
     – ¡Oh! Es ella – pensó Victoriano.
     Después, todo volvía a la normalidad aparente en esa parte de la casa, y una quietud singular la envolvía por completo. En cualquier instante la quietud se rompía estruendosamente, cuando algunos gatos saltaban hacia las calaminas desde otros techos aledaños y después corrían en una persecución imparable, lanzando mil maullidos. Realmente era increíble y repentino. Durante la media noche, cualquiera se llenaba de pavor temible e indescriptible, puesto que, parecía que los techos se venían abajo precipitadamente sobre cada una de las cabezas, ya que el bullicio que provocaban los animales al momento de correr, era totalmente ensordecedor. La lluvia se mostraba diferente y venía a veces callada, como un susurro suave y delicado; para después, desbordarse incontrolable y caer a cántaros sobre la calamina y por horas, atravesando estas, hasta formar goteras que se precipitaban sobre el falso techo, y el piso gris.
     Una noche, Victoriano volvió a escuchar el murmullo de algunas voces. Estaba en silencio sobre la cama y luego de levantarse descalzo y sin hacer ruido, se acercó con el mayor cuidado posible avanzando sobre la punta de sus pies hacia la puerta de madera. Procuró no tocar el tubo de fierro que servía de tranca, y dobló lentamente una de sus rodillas para apoyarla sobre el piso, mientras la otra la tenía flexionada. La gata estaba junto a él, y había avanzado también con cuidado hacia la puerta, mientras la luz del foco que parecía pavonado había reflejado sobre el piso las dos sombras en un desplazamiento silencioso. De esa manera, acercó uno de sus ojos para atisbar por el orificio de lo que antes fue una cerradura y que alguna vez se hizo sobre la madera. Prácticamente auscultó el exterior desde donde estaba, inquieto y con mucho esfuerzo, tratando de mirar en medio de la oscuridad hacia la lejanía, prestando la mayor atención posible a todo lo que sus oídos eran capaces de escuchar también. Así y todo y con cierta admiración, distinguió a Petronila en esa parte de la casa y en medio de la penumbra de la noche, tratando de abrir los candados de aquella habitación antigua; entre tanto, sostenía en una de sus manos una vela de regular tamaño, cuya llama tenue y liviana, despedía una luz brillosa sobre su rostro.
     Victoriano había visto muy claramente sus facciones sobre una de sus mejillas, al encontrarse más iluminada; y, por un momento, le pareció distinguir también un resplandor muy intenso. Así, al percibir algo como una sombra detrás de ella, trató de abrir lo más que pudo uno de sus ojos, pegándose al orificio más y más, manteniendo el otro cerrado. Para acomodarse mejor en esa posición, levantó ligeramente la rodilla que tenía sobre el piso, sintiendo aún a la gata junto a él, porque se restregaba contra su pierna.
     De buenas a primeras, su cuerpo y principalmente la espalda había tomado una curvatura precisa en esas circunstancias. La sombra se fue haciendo un poco más clara frente a sus ojos inquietos e insistentes, de tal forma que, los abrió aún más cuando percibió un segundo rostro, aunque no con toda la claridad posible que hubiera querido. Con todo y con certeza, era Camilo, quien se había colocado por detrás de Petronila y se pegaba a su cuerpo; sí, era él, no había ninguna duda, porque todos sus rasgos le delataban de cuerpo entero. ¿Qué hacía en medio de la noche con ella? ¿Y las otras noches? Percibió que trataba de ayudarla en su afán por abrir los candados, aunque en realidad era uno solo y bastaba una llave; sin embargo, parecía que ambos se esmeraban en hacer varios intentos, y parecían tantos que, hasta movían sus cuerpos rítmicamente. Camilo retrocedía un paso a tientas para volver casi en el acto sobre ella, tomando su cintura con una de sus manos y pegarse con cierta excitación; de modo que, acomodaba suavemente su cuerpo para contornearse a la altura de sus nalgas redondeadas. Petronila aceptaba y de muy buen agrado, aunque parecía rechazarle tratando de separarse de él, entre tanto, disfrutaban con cierta complicidad  y sin decir palabra.
     Obviamente, nunca pudieron abrir los candados, y por unos días más, se repitieron esos encuentros compartidos bajo una complicidad callada. Al comienzo Petronila quiso resistirse resueltamente, sin embargo, sus instintos de mujer joven fueron más intensos y provocativos, empezando a sentir placer como nunca antes había conocido. Se dejó llevar también por el deseo de Camilo, quien trataba de saciar lo apetecible a sus ojos y al despertar de su sensualidad exquisita.

     Un día inesperado y de golpe, todo terminó. Petronila dejó el trabajo y no hubo alguien más de la misma edad. La abuela Iguasia empleó tiempo después, a una mujer algo mayor y sencilla con su hijo menor de unos seis años de edad, a quienes llamaba Juana y Max. Tiempo después, tuvo dos hijos más de diferentes hombres.

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