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Los castigos del profesor
Durante los estudios elementales y primarios, funcionaron dos aulas,
desde jardín hasta el último grado de primaria. Isidro y Justino habían
empezado sus estudios con un profesor que actuaba también como tutor. Prácticamente,
era el último año. Los niños que se encontraban estudiando con el profesor,
percibían la masculinidad y el carácter del varón; en una palabra, creían
sentirse comprendidos de hombre a hombre, aún con algunos abusos de por medio.
Mientras que, en la otra sección, una profesora representaba la figura materna;
sin embargo, los alumnos la odiaban con todas sus fuerzas, con miedo y en
silencio; porque, cuando llamaba a los niños al orden, sus gritos histéricos y
destemplados retumbaban estruendosamente por toda la escuela. Terminando los
niños más asustados que estando en sus casas.
El
profesor Basílides, era conocido como un hombre derecho, cabal y conocedor de
la realidad de la época, interesado en que sus alumnos aprendan y se relacionen
con la realidad. Cada mañana, algunos estudiantes leían las noticias del
periódico que él mismo traía y escogía. Resultaba emocionante cuando esperaban
su turno, Algunos niños temblaban nerviosamente y poco a poco creían llenarse
de coraje. Las primeras noticias estaban relacionadas con la política y los
movimientos sociales, en su lucha reivindicativa contra el gobierno de turno.
La página relacionada con los problemas y movimientos internacionales,
emocionaba mucho al profesor. Incluso una mañana, dejó una tarea sobre la
Revolución Cubana y Fidel. Todos se preocuparon en hacerla. Bastaba una hoja
para mostrar el interés sobre el tema.
El
profesor gozaba con los niños porque los tenía bajo su dominio, y al parecer
mucho más lo disfrutaba, cuando se trataba de los castigos. Obviamente, Isidro
y Justino reiterativamente fueron castigados hasta el cansancio, como también
otros niños y no se salvaron Maníal ni Rubén.
Algunas veces y cuando alguien no cumplía con las tareas, o sin darse
cuenta estaba desatento a ciertas explicaciones, el profesor sufría una
transformación. Como poseído de una fuerza extraña, diabólica y endemoniada,
arrancaba la correa precipitadamente y con dificultad de la cintura de su
pantalón, abriendo los ojos desmesuradamente y tornándose de un color rojo
intenso como el fuego del infierno. De esa manera, se acercaba a determinadas
carpetas con la mirada fija y casi de puntillas, con los brazos ligeramente
levantados y blandiendo el arma mortal con la mayor destreza posible en una de
sus manos, como queriendo dar el urgonazo final. Así, llegaba arrebatado y con
el rostro encendido hasta el alumno, a quien miraba con furia desmedida y
vehemente, sacando las mayores fuerzas para descargar el arma varias veces,
como si fueran cuchilladas sobre la espalda, e imaginando abrirse esta.
Los
niños que estaban muy cerca, dibujaban con cuidado sobre su rostro una mueca de
horror, cogiéndose temerosos las mejillas sonrojadas con manos temblorosas;
para luego, tratar de cubrirse presurosos sus cabezas, haciendo los mayores
esfuerzos por evitar algunos golpes. Algunos levantaban sus brazos y estiraban
sus dedos en señal de pavor y terror. No les quedaba más remedio que deslizarse
sigilosamente y con prontitud hacia la parte baja de la carpeta para
esconderse, y si fuera posible desaparecer debajo del tablero; y aún de ese
modo, el profesor siempre hallaba la forma de asestar un golpe más y preciso
sobre sus cabezas con iracunda furia. Los sollozos lastimeros y los gritos
apagados invadían el salón de clases.
Los
que parecían estar muy lejos y a salvo, no alcanzaban a cubrirse el rostro,
quedándose petrificados y con las manos a la altura de su pecho, absortos y sin
atinar a decir alguna palabra balbuceante. Cualquiera de los niños estaba muy
próximo al espanto de horror, pero más era el miedo y la punzada que sentían en
sus cuerpos.
Después de algunos minutos de silencio y de incertidumbre, en la que
paraban los golpes, los niños lo iban olvidando todo, paulatinamente; aunque,
sintiéndose aún la respiración agitada y convulsionada del profesor y su último
murmullo entre dientes:
–
¡Bastardos de mierda!
El
campaneo les transportaba y volvían risueños a las carreras y a la
contemplación extasiada de la hija del director. Hasta otro día incierto o
afortunado, en que volvían los castigos acostumbrados o la lectura de los
periódicos. Nadie recordaba con exactitud de alguna queja posterior y cada día,
la mayoría asimilaba la energía del educador.
Gamarra fue uno de los niños más pequeños del aula, casi diminuto,
llevando unas pecas casi imperceptibles y muy graciosas sobre sus mejillas. No
había duda que había sacado el corazón de su madre. En algunos paseos anuales
por el día del estudiante, todos los niños desbordando de alegría, se
ausentaban de la Gran Ciudad; para dirigirse entusiasmados y guiados por sus
maestros hacia las zonas libres del campo, con muchos árboles y abundante
vegetación. Cada uno y muy emocionado, cargaba como el éxodo, con sus bolsas de
plástico y de papel, llevando también algunos maletines que parecían pesar
mucho, por la fiambrera olorosa, los refrescos coloridos y las frutas frescas a
la luz de la mañana. Cómo se movían los ojos de los niños, inquietos por
partir, y más despiertos aún por las nuevas cosas por descubrir en la nueva
aventura. Durante todo el camino se sentían acompañados por una sonrisa amplia
sobre su rostro, de lo contento y felices que estaban.
Gamarra fue muy singular, porque cuando los niños se hallaban a campo
traviesa y a la hora del almuerzo, colocaba un mantel sobre la hierba, casi a
la sombra de un árbol y que parecía inmenso; luego, extraía con esmero muchos
platos, cubiertos, y servilletas de un bolso grande, y la infaltable vasija
despidiendo el aroma de unos riquísimos y jugosos tallarines. Llamaba a todo
aquel que quería disfrutar del exquisito potaje, sentándose en un círculo casi
perfecto, aunque más parecía tomar diversas formas. Nunca lo dijo abiertamente
y no fue necesario, porque de su rostro brotaba un resplandor natural y
fulgurante. Nadie olvidaría su expresión y la alegría de sus ojos, al momento
de contemplar a cada uno saboreando lo que su madre había preparado.
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