jueves, 26 de mayo de 2016

Los castigos del profesor

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 Los castigos del profesor

     Durante los estudios elementales y primarios, funcionaron dos aulas, desde jardín hasta el último grado de primaria. Isidro y Justino habían empezado sus estudios con un profesor que actuaba también como tutor. Prácticamente, era el último año. Los niños que se encontraban estudiando con el profesor, percibían la masculinidad y el carácter del varón; en una palabra, creían sentirse comprendidos de hombre a hombre, aún con algunos abusos de por medio. Mientras que, en la otra sección, una profesora representaba la figura materna; sin embargo, los alumnos la odiaban con todas sus fuerzas, con miedo y en silencio; porque, cuando llamaba a los niños al orden, sus gritos histéricos y destemplados retumbaban estruendosamente por toda la escuela. Terminando los niños más asustados que estando en sus casas.
     El profesor Basílides, era conocido como un hombre derecho, cabal y conocedor de la realidad de la época, interesado en que sus alumnos aprendan y se relacionen con la realidad. Cada mañana, algunos estudiantes leían las noticias del periódico que él mismo traía y escogía. Resultaba emocionante cuando esperaban su turno, Algunos niños temblaban nerviosamente y poco a poco creían llenarse de coraje. Las primeras noticias estaban relacionadas con la política y los movimientos sociales, en su lucha reivindicativa contra el gobierno de turno. La página relacionada con los problemas y movimientos internacionales, emocionaba mucho al profesor. Incluso una mañana, dejó una tarea sobre la Revolución Cubana y Fidel. Todos se preocuparon en hacerla. Bastaba una hoja para mostrar el interés sobre el tema.
     El profesor gozaba con los niños porque los tenía bajo su dominio, y al parecer mucho más lo disfrutaba, cuando se trataba de los castigos. Obviamente, Isidro y Justino reiterativamente fueron castigados hasta el cansancio, como también otros niños y no se salvaron Maníal ni Rubén.
     Algunas veces y cuando alguien no cumplía con las tareas, o sin darse cuenta estaba desatento a ciertas explicaciones, el profesor sufría una transformación. Como poseído de una fuerza extraña, diabólica y endemoniada, arrancaba la correa precipitadamente y con dificultad de la cintura de su pantalón, abriendo los ojos desmesuradamente y tornándose de un color rojo intenso como el fuego del infierno. De esa manera, se acercaba a determinadas carpetas con la mirada fija y casi de puntillas, con los brazos ligeramente levantados y blandiendo el arma mortal con la mayor destreza posible en una de sus manos, como queriendo dar el urgonazo final. Así, llegaba arrebatado y con el rostro encendido hasta el alumno, a quien miraba con furia desmedida y vehemente, sacando las mayores fuerzas para descargar el arma varias veces, como si fueran cuchilladas sobre la espalda, e imaginando abrirse esta.
     Los niños que estaban muy cerca, dibujaban con cuidado sobre su rostro una mueca de horror, cogiéndose temerosos las mejillas sonrojadas con manos temblorosas; para luego, tratar de cubrirse presurosos sus cabezas, haciendo los mayores esfuerzos por evitar algunos golpes. Algunos levantaban sus brazos y estiraban sus dedos en señal de pavor y terror. No les quedaba más remedio que deslizarse sigilosamente y con prontitud hacia la parte baja de la carpeta para esconderse, y si fuera posible desaparecer debajo del tablero; y aún de ese modo, el profesor siempre hallaba la forma de asestar un golpe más y preciso sobre sus cabezas con iracunda furia. Los sollozos lastimeros y los gritos apagados invadían el salón de clases.
     Los que parecían estar muy lejos y a salvo, no alcanzaban a cubrirse el rostro, quedándose petrificados y con las manos a la altura de su pecho, absortos y sin atinar a decir alguna palabra balbuceante. Cualquiera de los niños estaba muy próximo al espanto de horror, pero más era el miedo y la punzada que sentían en sus cuerpos.
     Después de algunos minutos de silencio y de incertidumbre, en la que paraban los golpes, los niños lo iban olvidando todo, paulatinamente; aunque, sintiéndose aún la respiración agitada y convulsionada del profesor y su último murmullo entre dientes:
      – ¡Bastardos de mierda! 
     El campaneo les transportaba y volvían risueños a las carreras y a la contemplación extasiada de la hija del director. Hasta otro día incierto o afortunado, en que volvían los castigos acostumbrados o la lectura de los periódicos. Nadie recordaba con exactitud de alguna queja posterior y cada día, la mayoría asimilaba la energía del educador.
     Gamarra fue uno de los niños más pequeños del aula, casi diminuto, llevando unas pecas casi imperceptibles y muy graciosas sobre sus mejillas. No había duda que había sacado el corazón de su madre. En algunos paseos anuales por el día del estudiante, todos los niños desbordando de alegría, se ausentaban de la Gran Ciudad; para dirigirse entusiasmados y guiados por sus maestros hacia las zonas libres del campo, con muchos árboles y abundante vegetación. Cada uno y muy emocionado, cargaba como el éxodo, con sus bolsas de plástico y de papel, llevando también algunos maletines que parecían pesar mucho, por la fiambrera olorosa, los refrescos coloridos y las frutas frescas a la luz de la mañana. Cómo se movían los ojos de los niños, inquietos por partir, y más despiertos aún por las nuevas cosas por descubrir en la nueva aventura. Durante todo el camino se sentían acompañados por una sonrisa amplia sobre su rostro, de lo contento y felices que estaban.

     Gamarra fue muy singular, porque cuando los niños se hallaban a campo traviesa y a la hora del almuerzo, colocaba un mantel sobre la hierba, casi a la sombra de un árbol y que parecía inmenso; luego, extraía con esmero muchos platos, cubiertos, y servilletas de un bolso grande, y la infaltable vasija despidiendo el aroma de unos riquísimos y jugosos tallarines. Llamaba a todo aquel que quería disfrutar del exquisito potaje, sentándose en un círculo casi perfecto, aunque más parecía tomar diversas formas. Nunca lo dijo abiertamente y no fue necesario, porque de su rostro brotaba un resplandor natural y fulgurante. Nadie olvidaría su expresión y la alegría de sus ojos, al momento de contemplar a cada uno saboreando lo que su madre había preparado.  

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