sábado, 16 de julio de 2016

Los perros hambrientos

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 Los perros hambrientos

     Víctor y José María siempre trataban de estar juntos. Aunque no eran hermanos, estaban muy unidos, porque desde muy niños habían asistido a la misma escuela y, sin darse cuenta, habían empezado a desarrollar algunas habilidades para proveerse de comida y de algo de dinero.
     Habían percibido que en sus respectivas familias, podían tener algo de sustento y quizá un lugar donde dormir, pero habían experimentado también una relación algo muy fría de parte de sus más cercanos, debido probablemente al momento y a los esfuerzos por sobrevivir. Algunas veces, habían ayudado a vender productos de cerámica en la carretera principal, sin gran éxito, porque la gente que viajaba sobre los camiones, en su gran mayoría eran comerciantes que se trasladaban de un lugar a otro.
     No sabían exactamente donde estaba el futuro. Cuando se miraban cada mañana dirigiéndose hacia la escuela, a veces descalzos, les entraba algo de desánimo y decaimiento, sintiendo crujir sus intestinos como balones vacíos.
     Víctor, se había dado cuenta que aumentaba de tamaño. A pesar de eso, sus pantalones eran demasiado anchos y al sujetarse con una correa, el pantalón se le juntaba como tela recogida por delante a la altura de su barriga. Sus diez u once años se le veía en los huesos, y cada día los sentía más prominentes, pensando que crecería más en huesos que en carnes. En su rostro parecía dibujarse muchas interrogantes, aunque no sabía realmente cuáles eran. Cuando se veía venir un nuevo aniversario del pueblo, la familia estaba segura que por algunos días habría mayor venta, y la alegría cubriría sus rostros; para luego, volver a la rutina y a la larga espera del pasar de los días.
     En la búsqueda inconsciente de algo por vivir, había observado aunque muy distraídamente, de todos los cuidados que un vecino le prodigaba a uno de sus perros. Después de algunas semanas, advirtió que cambiaban de animal constantemente. Siempre tenían uno nuevo, y uno muy pequeño que era la mascota.
     El susto mayor que se llevó un día, fue cuando al dirigirse a la escuela por uno de los caminos que bordeaba el río principal, encontró la cabeza del último animal que había visto muy cerca de su casa; para luego, alejarse meditabundo. Al volver, se puso a observar con atención en ciertos cuidados de sus vecinos con otro animal. De esa manera, un día, a través de los huecos de la calamina que servía de puerta, pudo distinguir lo que parecía ser una oveja degollada.
     Claro que, después, como si hubiera sido un descubrimiento sobrehumano y especial, se lo contó a José María, y este quedó casi petrificado sin entender, lo que escuchaba. No le quedó más remedio que pedir nuevamente escuchar la historia. Así, José María sintió llenarse más de verrugas o tictes sobre todo su cuerpo, de los muchos que ya cubrían sus dos manos. Casi al instante, se miró ambas manos y los miró crecer mucho más del centenar que ya tenía y de todos los tamaños.
     Nunca supo realmente por qué habían crecido y se habían desarrollado. Los veía crecer poco a poco, como árboles diminutos y fuertes. Había intentado muchas veces arañarse con sus propias uñas, y solo consiguió hacerse heridas hasta sacarse sangre. Hasta consiguió unos frascos usados de unos líquidos que vendían en la calle, de un color violeta, y, también los había usado sobre sus heridas. Algunas veces se olvidaba de sus manos, pero, poco tiempo después, sentía un mayor cuerpo en ellas y al mirarse nuevamente, el pavor se apoderaba de sus ojos y sentidos.
     No podía dormir tranquilamente, porque a veces, soñaba con muchas verrugas sobre su cuerpo, y tomaban vida como monstruos enviados por las fuerzas del purgatorio.
     Cuando se miraba en un espejo su rostro estaba limpio, pero imaginaba que pronto también, se cubrirían de árboles pequeñísimos. Se miraba por debajo de sus cabellos lacios a la altura de la frente, y creía ver algo, aunque no encontraba nada.
     Ese día, al enterarse sobre los animales, trató de entender hasta donde le permitía su edad, porque tenía casi los mismos años de Víctor. Se le veía con más cuerpo a pesar de las verrugas, y con más barriga aún, mientras que sus mejillas a veces parecían más prominentes.
     Un nuevo día del aniversario del pueblo había llegado, y fue un día de suerte para terminar poco a poco con las verrugas. Un comerciante que con frecuencia llegaba por esos años, le enseñó que tenía que cortarse con cuidado y evitando el sangrado, usando para ello una hoja de afeitar. La verruga tendería a crecer nuevamente y él procuraría rebajarlas de nuevo. Así, en poco tiempo desaparecieron más del cincuenta por ciento y después los demás. Posteriormente, se vieron imperceptibles cicatrices.
     De todas maneras, comprendió la propuesta de Víctor, en el sentido de conseguir también un animal y hacer lo posible para conseguir algo de alimento de algunos negocios de comida que existían, a pesar de la crisis económica por esos lugares.
     Como si se hubiera producido un cambio en su comportamiento, a veces se ofrecían para ayudar en algunos negocios para lavar las ollas o limpiar las mesas, con el propósito de conseguir algunas sobras para el perro.
     Naturalmente que fue fácil conseguir un perro de regular tamaño de los muchos que caminaban hambrientos y esqueléticos por los alrededores. En la avenida principal que cruzaba el pueblo, algunos habían instalado pequeños negocios y acondicionado algunas mesas también, que salían unos metros sobre la pista. En tiempo de lluvia, principalmente en verano, colocaban unos plásticos a manera de toldo, para seguir ofreciendo la comida. Era el lugar más movido comercialmente, aunque los consumidores del lugar eran pocos. El dinamismo venía con los camiones que transitaban y los vehículos particulares. Hasta los profesores de la escuela consumían los conocidos y famosos caldos de cabeza de cordero, por lo menos una vez a la semana. Las autoridades del pueblo se hacían presentes, con el mejor plato especial. No faltaron por supuesto sobre las mesas rústicas, los miembros de la policía nacional, quienes mostraban sus armas reglamentarias y sus uniformes desteñidos por el tiempo, calzando unos zapatos que se hacían viejos.
     En medio del movimiento cotidiano, algunos perros flacos y hambrientos, deambulaban con cuidado por los alrededores, tratando de hurgar en los lugares más impensados para encontrar algunos huesos semienterrados y  despreciados. Otros perros, se sentaban tímidamente y miraban con ojos de hambre directamente hacia alguna mesa, en espera de un trozo de carne, hueso o algo que pudiera calmarlos. Algunas veces la espera era interminable, porque los animales miraban y miraban, hasta a veces bajar la cabeza; sintiéndose humillados, para volver a mirar de nuevo, de manera callada y suplicante. El hombre estaba allí, insensible, sintiéndose poderoso y muchas veces dentro de su propia pobreza y miseria. No faltaba alguno que, lanzaba hacia los perros un trozo de hueso con algo de pellejo y los animales se lanzaban como bestias salvajes irreconocibles, desatando a veces una lucha encarnizada, que incluía ladridos, dolores quejumbrosos y lastimeros, hasta levantar polvo incluso de la tierra firme.
     Los animales volvían de nuevo y se dispersaban lo más cerca posible. Los más pequeños creían tener suerte, y con mucho cuidado se introducían debajo de alguna mesa en espera del mejor festín. Los grandes y más flacos, no se quedaban atrás y, sutilmente trataban de acercarse mostrando sus partes traseras y esqueléticas. Pero, el hombre estaba para controlar y organizarlo todo.
     Así, alguien sutilmente cogía una piedra entre sus manos, y luego de un cambio en su expresión y en sus ojos, era lanzada con fuerza, cayendo como una navaja filuda sobre el cuerpo de algún animal, para luego retumbar un eco vacío a manera de tambor. Luego otra y otra más, mientras los perros huían despavoridos, aullando y sintiéndose muy cerca de la muerte. Al mismo tiempo, una mujer envuelta en sus polleras coloreadas, lanzaba agua hirviendo sobre el lomo de otro animal distraído y luego este saltaba sobre su sitio con todas sus fuerzas y se revolcaba aullando fuertemente, intentando correr, saltar y volver a revolcarse sobre la tierra, para seguir corriendo espantado. Una mujer había mirado, naturalmente sin proponérselo, todas las escenas desde una esquina de la plaza. No pudo soportarlo, y volvió sobre sus pasos para perderse en una calle angosta y empedrada. Algo sucedía en el entorno, difícil de explicar; aunque para algunos, parecía natural. Otros perros aparecían muertos sobre la carretera, y todas las evidencias mostraban que habían sido atropellados por varios vehículos; mientras otros, al parecer por la inercia de la existencia misma, simplemente caían en algún lugar para morir de a pocos, y terminar a la intemperie, despidiendo un olor nauseabundo.

     Víctor y José María sabían de dónde conseguirían el siguiente animal.

viernes, 8 de julio de 2016

La mujer con piernas de niña

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 La mujer con piernas de niña

     Isabelita se enteró de lo acontecido en el pueblo, al escuchar de uno de sus hijos y en forma minuciosa todo el desenlace, aunque, no había comprendido claramente el momento crucial cuando algunos hombres empezaron a cubrir con tierra el ataúd, porque, según sus hijos, el cajón no había producido sonido alguno. Ese día, siguió preguntándose por algunas horas más sobre ciertas dudas e interrogantes, mientras observaba que la mayoría de la gente dejaba el pueblo, porque la fiesta había terminado. Algunos probablemente pensaban en la octava, pero no estaba en la mente de ella tal preocupación.
     Estaba en medio de la plaza, con sus últimos preparativos y al volver suavemente sus ojos pequeños, miró a sus vástagos con sus sonrisas templadas, dando la impresión que los tres sonreían a la misma vez, haciendo la misma mueca, lo que resultó algo extraño.
     Advirtió también en la presencia de otra mujer, que hacía un año la había visto en el mismo lugar. Aquella vez y sin quererlo, había notado en su caminar algo extraño, como mirando hacia ambos lados en su avance. Le resultó muy natural también, cuando al dar sus pasos, tomara de su mano a un niño descalzo, tierno y muy sencillo, como cualquier niño de la zona del campo, de unos cinco o seis años de edad, quien mostraba unas mejillas preciosas, oscuras y algo curtidas por el frío de la sierra y la montaña. Acostumbraban a dormir como muchos, casi a la intemperie alrededor de la plaza, debajo de un rústico toldo y muy pequeño que ellos mismos levantaban apoyado sobre alguna pared de adobe, casi por debajo de algunas tejas que formaba un alero sobresaliente. Cuando caía la lluvia en la madrugada, la madre protegía el saco de sal y las cajas de fósforos, que eran su negocio, moviendo sus cosas bajo el dintel de alguna puerta. Así, ella esperaba el pasar de la lluvia con el niño entre sus brazos, cubriéndose con la misma frazada, que según había dicho, fue de su madre.  Estaba claro que era su hijo y la veía muy alegre cuando él intentaba vender también la sal en pequeñas bolsas, como las cajas de fósforos que había llevado como mercancía para la fiesta del pueblo.
     La vio caminar nuevamente, junto a su hijo y seguramente el primero. Su piel era suave y marchita a la misma vez. No estaba muy segura si el frío o el polvo del camino, había curtido su piel. Al fin y al cabo, observó que su altura solamente llegaba hasta muy cerca del metro. El cuerpo había desarrollado normalmente, como toda mujer, y las piernas no. Y al usar sus faldas plisadas y plegadas al cuerpo, mostraba sus piernas de niña, que al pasar de los años había adquirido una fuerza singular, con músculos y gemelos muy firmes.
     Estaba feliz, porque sus ojos brillaban con los reflejos del sol que aún se esparcían por todas partes. Caminaba dichosa, porque vivía y esbozaba una sonrisa de profunda armonía, llenándose de más amor, al momento de contemplar a su hijo.
     Después de conversar con ella y notar la transparencia en sus pupilas, descubrió a una mujer pura, lo que le inspiró de forma natural en hacerle una suave reverencia, aunque ella no lo había notado claramente. Fue la primera vez y supo en este caso en la profundidad de su espíritu, que el vivir, refleja muchas sensibilidades a veces poco perceptibles para el ojo humano.
     El niño también era dichoso. Su porte y sus cabellos crespos hacia el viento, inspiraban seguridad; mucho más, al momento de tomarse las manos. Había como una transmutación permanente de energía entre ambos, claro que aquí sus almas eran importantes.
     La mujer tomaba con una de sus manos a su niño, mientras levantaba la mirada hacia una de las faldas del cerro, al costado del pueblo, viéndose imponente, maravillándose del paisaje y del movimiento de los árboles a consecuencia de una brisa muy suave. Después distinguió también en la cumbre, a una persona levantando sus brazos y moviendo sus manos en actitud de saludo y despedida a la vez.
     No había duda alguna, ella disfrutaba en su totalidad de la naturaleza, porque todo tiene su lugar en el momento preciso, al igual que su hijo.
     Fue la última vez que la vio, porque al siguiente año no vino más; y su lugar en la plaza permaneció vacío por mucho tiempo, como en una espera infinita. Así, se enteraría por algunas voces de la muerte de la mujer; y, la imaginaba dentro del ataúd, cubierta con la misma expresión sobre su rostro. No supo nunca nada de su hijo, aunque si recordó que la mujer habló de un hombre, como alguien muy lejano, quien fue su padre y que un día simplemente les dejó.
     Los años que volvió Isabelita y sus hijos para la fiesta del señor San Hilario, recordaría siempre al niño de cabellos crespos, con la cara redonda, ojos tiernos, y sus mejillas curtidas al frío. Imaginaba viéndole en el mismo lugar, acomodando las pequeñas cajas de fósforos como jugando con casas diminutas, en medio de la brisa y las gotas de lluvia. ¿Seguirá vendiendo la misma sal que su madre vendía? ¿Quién se hizo cargo de él? No lo supo nunca, aunque llevaba dentro de su memoria, la candidez e inocencia de su mirada y la sonrisa del niño.
     Volvió sus ojos también y por una vez más hacia sus propios hijos y encontró en ellos la alegría de vivir. Eso creía en la profundidad de su corazón.
     No pudo creerlo que, en el mismo momento del entierro del día anterior, ellos estuvieran caminando por la lomada del pueblo. ¿Qué fuerza los había llevado a ese lugar? ¿Qué necesidad mundana los había empujado ese día?
     Aunque estaba por partir nuevamente hacia su pueblo, suspiró profundamente al sentir a los tres muy cerca de ella, y distinguir como en sus ojos se reflejaba una luz, al momento de contemplarse y mirarse unos a los otros.

     Isabelita había observado todo eso en pocos segundos y ahora que se marchaba sobre un camión, le pareció una maravilla desbordante.     

La muerte de la parturienta


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 La muerte de la parturienta



     A la mañana siguiente y casi con el alba, los alrededores del cementerio se fueron llenando de gente doliente. La pena se reflejaba claramente en el semblante de varias mujeres jóvenes que no cesaban de llorar, y el color negro de sus vestidos raídos y descoloridos, era visible como muestra de la tristeza compartida. Poco a poco también fueron llegando los hombres, manteniendo entre sus manos varias botellas de aguardiente y algunos cigarrillos. Todos ellos mostraban una actitud algo extraña, como si quisieran después armarse de valor frente a la realidad.
     Hacia la izquierda de la puerta principal y en un lugar distante a muchos metros, la gente se juntaba en pequeños grupos. Daba la impresión por la actitud, que volvían a interrogarse unos a otros y de manera insistente, del porqué e increíble de lo acontecido. Algunos decían que era el destino; otros, la vida; mientras otros, procuraban hacer un análisis social, aunque solo eran especulaciones, porque de eso no sabían absolutamente nada. Algunos estaban sentados sobre unas piedras y miraban absortos otras pequeñas sobre la tierra. El bullicio a manera de murmullo se sentía en el grupo donde pasaba la botella de mano en mano. La imagen de la difunta estaba sobre sus cabezas y se preguntaban unos a otros, sobre el destino de la criatura, ahora huérfano.
     El trece de enero se recordaría durante toda la vida como el día santo, unido a la desdicha e infortunio, porque precisamente celebraban el día de la víspera de la fiesta del pueblo, donde veneraban al Señor San Hilario.
     Esa misma noche, a unos cuantos metros de la plaza principal, en una calle estrecha y empedrada, una mujer sollozaba a solas, apoyando su frente sobre sus manos en espera de la partera del pueblo. Alguien había ido muy presto y de prisa a buscarla, porque la parturienta no era capaz de soportar por más tiempo.
     La mujer que sollozaba, a veces entraba y salía de la casa precipitadamente. Algunas veces también, se apoyaba sobre las paredes de adobe, evitando así algún tropiezo. La oscuridad reinaba absolutamente en esas primeras horas de la noche, hasta que y unos minutos después, dos personas llegaron corriendo y agitados, e ingresaron en tropel hacia el interior.
     Dos velas encendidas flameaban al compás de la respiración de la gente, porque, cuando ellos se movían, la llama también se encendía aún más. Sobre una cama acondicionada provisionalmente con cueros de oveja y algunas frazadas confeccionadas con su lana y coloreadas, la parturienta se retorcía de dolor.
     – ¡Abre las piernas! – gritó la mujer recién llegada susurrando, mientras se arrodillaba sobre la tierra para acomodar su cuerpo lo mejor posible.
     – ¡Dios mío! – musitó otra en voz baja, dejando escapar algunas lágrimas diáfanas y transparentes sobre sus mejillas sonrojadas, mientras que, en el mismo instante, se dibujó sobre sus rostro una mueca terrible, aunque no muy fea.
     La mujer se quejaba dolida y lastimeramente, así, y con gran esfuerzo levantó una de sus piernas. Algo brillaba en sus ojos, que reflejaba una dicha singular, voluntad y coraje por soportarlo y estar dispuesta a todo, absolutamente.
     – ¡No puedo ver con claridad! – volvió a gritar la partera excitada, limpiándose la frente con el dorso de la mano izquierda;  agregando luego: – Necesito más luz y por favor, que alguien me alcance algunos trapos.
         El movimiento de varias personas dentro de la habitación se hizo muy notorio, reflejándose suavemente y entremezcladas varias sombras extrañas, alargadas y redondeadas, sobre las paredes de adobe. Si alguien hubiera contemplado minuciosamente las sombras, seguro que habría presagiado algo inexplicable, porque se veían tétricas, y parecía que cobraban vida, tiritando con profusión al compás de la flama incandescente.
     – ¡Puja! ¡Puja! – gritó la partera lo más que pudo, aunque su voz se fue apagando cuando con una de sus manos empezó a tocar los labios vaginales de la parturienta, como tratando de medir el paso de la nueva vida.
     – ¡Intenta nuevamente! – se escuchó una voz muy fuerte y casi suplicante; mientras tanto, el ambiente se fue envolviendo de quejidos continuos y el olor del sudor se tornaba caliente.
     Nadie lo había notado realmente. Había transcurrido más de dos horas, y todos los intentos para dar nacimiento a la nueva vida habían sido en vano, y en cada contracción voluntaria, las fuerzas de la mujer disminuían. La partera incluso, en un instante de tensión, había introducido todos los dedos de una de sus manos en las partes íntimas de la mujer, como tratando de abrir camino. Como si fuera su último recurso, y casi en el extremo de caer en la desesperación, la partera presionó aún más el vientre de la mujer e introdujo su mano suavemente por el conducto vaginal, ayudando a dilatar el espacio. Los presentes quedaron atónitos al presenciar los movimientos suaves y con la mejor precisión, aunque parecieron precipitados. Casi todos y sin tino alguno, movieron la cabeza de izquierda a derecha y viceversa.
     – ¡Oh! – musitó la partera, sintiendo en una de sus manos el calor de la vida, advirtiendo como su muñeca se cubría de sangre.
     – ¡Papacito lindo! – alguien dijo con otra voz, mientras los sollozos aumentaban.
          Se había dañado a la mujer.
     – ¡Es necesario buscar un automóvil o un camión! – gritó en el acto la partera, mientras se ponía de pie y limpiaba con cuidado sus manos ensangrentadas agregando: – Tenemos que llevarla a un hospital.
     – Pero, el más cercano está en el pueblo de Sicuani, a unas dos horas de viaje y… – alguien dijo, sin terminar la expresión.
    – ¡Lo sé! – afirmó la partera interrumpiendo, y agregó: – Vamos, tenemos que encontrar alguna persona que nos ayude, hay algunos que han llegado en sus vehículos para la fiesta del pueblo.
     En medio de la penumbra de la noche, varias personas se vieron corriendo como si fueran sombras con vida, tratando de encontrar ayuda en el contorno de la plaza. Nunca supieron exactamente cuánto tiempo buscaron, y varias veces se encontraron nuevamente en la puerta principal de la casa, para preguntarse unos a otros, si habían tenido éxito. Después, volvían sobre el contorno de la plaza una vez más, para volver a preguntar a las mismas personas si alguien podía ayudar. Cuando algunos creyeron que todo estaba perdido, precisamente llegaba un pequeño camión y muy antiguo, llevando sobre la tolva unas cuantas ovejas, y con dirección exactamente hacia el pueblo donde estaba el hospital.
     La alegría inicial y esperanza fueron compartidas y siguieron muchos movimientos rápidos en medio de la noche como sombras, para acomodar a la mujer lo mejor posible sobre unos cueros de lana, acompañada de un familiar más. Así, partió el pequeño camión en medio de una algarabía silenciosa, donde participaron muy pocos, perdiéndose en el horizonte sobre el camino oscuro de la noche, divisándose a lo lejos y por pocos minutos, la luz de los faros encendidos.
     Después de más de dos horas de viaje sobre el camino afirmado, el camión llegaba al hospital haciendo alboroto, con el cuerpo ensangrentado y moribundo de la mujer. Al ingresar por la puerta, pusieron con cuidado y con esmero otro trapo limpio entre las piernas, porque al anterior estaba totalmente húmedo y enrojecido. Prácticamente, el cuerpo se miraba desfallecido y con gran esfuerzo la acomodaron rápidamente sobre una camilla, llevándola de urgencia hacia una sala principal. Definitivamente, el practicante y médico de turno de esa noche, conjuntamente con una auxiliar que hacía de enfermera, se encargarían de todo. Dos personas esperarían afuera, la hermana de la mujer y el chofer que había conducido el camión. Después de más de una hora, el médico salió para decir:
     – Lo siento, es un varoncito que ha nacido por cesárea, pero su madre ha muerto, lo siento mucho.
     La hermana no pudo soportar la noticia y entró en sollozos, cayendo lágrimas frías al inicio de ese amanecer, sobre sus hinchadas y preocupadas mejillas. El hombre que miraba por sus ovejas, también sintió una pena muy grande.
     Así, esperaban ahora, alrededor del cementerio y algunos recordaban apesadumbrados lo acontecido.
     Fue apareciendo el ataúd negro y frágil sobre la lomada principal del pueblo y las miradas se clavaron directamente hacia el conjunto que lo llevaba entre sus hombros. Atravesaron la puerta y, a poco menos de veinte metros, lo pusieron sobre la tierra, muy cerca de una fosa abierta especialmente. Después de la plegaria y las oraciones del cura extranjero, de cabello rubio, que había llegado al pueblo especialmente para la fiesta, bajaron el cajón lentamente hacia el fondo de la fosa, en medio de los últimos sollozos, miradas y gritos lastimeros.
     Alguien se atrevió a preguntar en voz baja:
     – ¿Por qué tenemos un cura extranjero?
     No había más que hacer. Algunos se quedaron aún por los alrededores para tomar el aguardiente y recobrar las fuerzas. Alguien aconsejó pedir a los acompañantes una ayuda monetaria, y uno de los familiares más cercanos pasó una lampa de labranza, como si fuera una bandeja, y se fueron recolectando algunas monedas y billetes.

     Algunos empezaron a comentar sobre el destino del niño. La hermana de la difunta dijo que se quedaría con él, porque sabía que el verdadero padre no estaba interesado. Algunos comerciantes que habían llegado para la fiesta del pueblo, se interesaron en llevarse a la criatura, aunque todo pasó de ser, solamente comentarios bien intencionados. No habían definido la situación del niño realmente, aunque estaba claro que, una de las mujeres o pariente más cercano, se quedaría con él. Alguien sugirió llamarlo Hilario. 

martes, 5 de julio de 2016

En la cordillera

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En la cordillera
    
     – ¡Camina, carajo! – dijo el oficial balbuceante, mientras sujetaba fuertemente al hombre por el brazo izquierdo.
     – ¡Es un abuso! – alguien se atrevió a gritar en el tumulto de la gente.
     Las personas que concurrían a la feria de Pampamarca, se fueron arremolinando por el camino. Algunos corrían desde una esquina de la plaza, lentamente pero con prisa, porque el barullo les había excitado.
     El oficial era seguido por otro, dando trancos. Mostraban una actitud desafiante al tocar cada uno con sus dedos y al parecer con firmeza, sus armas de reglamento. El detenido había sangrado profusamente por su mejilla izquierda, dejándose llevar casi en vilo y desfalleciente, con la mirada perdida e inclinada hacia el piso.
     La noche anterior, exactamente en la víspera de la fiesta, había llovido torrencialmente y hasta había caído una granizada ruidosa, convirtiendo así las cuatro calles que rodeaban la plaza en un lodazal casi intransitable. Después, amaneció soleado.
     Julio Cesar miraba con sus ojos negros, mientras algo de saliva caía a través de una comisura de sus labios. Instintivamente limpió parte de su rostro y sus fosas nasales. Una frazada muy pequeña y de bayeta envolvía su cintura a manera de falda, y al tratar de ponerse de pie, tambaleante, buscó apoyo en uno de los hombros de su madre, quien se encontraba sentada encima de un trozo de plástico bien dispuesto sobre el piso. Julio Cesar apoyó sus pies descalzos sobre la tierra húmeda y fría, mientras el lodo fresco cubrió sus pies.
     – ¡Camina, carajo! – volvió a decir el oficial y el hombre sangrante tragó saliva, levantando el rostro para mirar en derredor, mientras se iba protegiendo los ojos con una de sus manos a manera de visera, a causa del sol.
     – ¡Es un abuso!  – respondió otra mujer del conjunto, como eco. 
     De pronto, el murmullo de la gente y su tímida protesta se mezclaron con la sonrisa apacible de Julio Cesar, quien giraba su rostro hacia la izquierda, para mirar los mismos rostros de siempre. Allí estaba su hermana Epicha de unos nueve años, con las mejillas expuestas al tiempo y sus ojos brillosos de alegría. Héctor, el mayor, miraba serenamente, aunque más parecía estar atento al vocerío de la gente.
     Julio Cesar no sabía exactamente lo que era un hermano, pero eran los mismos rostros de todos los días; aquellos que miraba cada mañana, cuando su madre le acurrucaba contra su pecho para darle de lactar.
     – ¡Vamos! – dijo una voz chillona, mientras sintió las manos de Epicha, sobre las suyas.
     – ¡Oh! – balbuceó Julio Cesar, y al instante intentó dar unos pasos firmes y seguros.
     Héctor miraba con la mejor sonrisa dibujada en sus labios, y con sus pocos años de niño. No tenía aún ninguna pregunta al mundo, aunque alguna vez y con miedo se interrogó sobre algunas cosas que había visto. Al instante, aumentó la confusión por los alrededores de la plaza del pueblo.
     Mucha gente se había juntado muy cerca del camino por donde era llevado el detenido, mientras se escuchaba improperios de parte de uno de los  policías.
     Era el inicio de un nuevo gobierno y algunos decían que sus principios descansaban en un modelo reformista; aunque otros lo habían sentenciado de revolucionario; aún así, la metodología vinculada a la guardia nacional era la misma. Los objetivos de la política económica parecían ser coyunturales, mientras tanto en el entorno gubernamental, se mostraba una decisión muy firme para iniciar nuevas reformas estructurales. Sin embargo, las raíces y formas culturales se mantenían, y algunos sectores sociales exhibían la misma forma de expresión, como lo habían hecho por muchos años.      
     Julio Cesar se alegraba conjuntamente con sus hermanos, a pesar de todo. El mundo sencillamente era de tal manera que había que mirarlo y contemplarlo. De alguna forma, estaban atentos a los acontecimientos y veían pasar casi con espanto, aunque no lo era en realidad, al hombre ensangrentado. Solo miraban, como lo hacían otros.
     – ¡No es posible! – volvieron a gritar algunos, aunque las voces se perdían en un eco silencioso.
     Julio Cesar, sin darse cuenta, estaba envuelto en el tumulto, avanzando junto a sus hermanos, casi sigilosamente y sin notarlo hacia el puesto policial. Habían observado muy de cerca y sin querer, cómo el detenido era introducido a empujones hacia una pequeña habitación, anexa al puesto, rústica y con piso de tierra, de aproximadamente cuatro metros cuadrados. Alguien había dicho que era el calabozo, aunque más parecía una habitación como cualquiera, con una puerta de madera hacia la calle, vieja por el tiempo, casi hecha astillas. Por alguna parte de sus tablones, se veían varias hendiduras, siendo posible pasar algunos dedos.

     Después que todo volvió a la calma o a la misma costumbre de soportarlo, los niños aún permanecieron mirando a cierta distancia. Más pudo la curiosidad y los tres se acercaron sobre la madera vieja y por medio de las resquebrajaduras acomodaron sus ojos para mirar nuevamente al hombre que trataba de limpiarse el rostro, mientras dirigía su mirada apesadumbrada hacia el piso húmedo.

Amor y odio a la misma vez

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 Amor y odio a la misma vez

     La tía Carolina caminaba despacio, apoyándose sobre un bastón de madera muy delgado. Mujer de mucha sabiduría y experiencia, y casi la única que no cesaba de recordar y contar sobre la existencia de los tranvías.
     Ella ocupaba el último ambiente de los tres que conformaba el bloque de habitaciones, donde vivía Victoriano. Por ser de la misma estructura, las calaminas y el tumbadillo eran de alguna forma similares; aunque, por su condición de mujer entrada en años, el techo de ella se veía más cuidado, porque un día, su hijo mayor que vivía en la zona de la ciudad que se veía fantasmal por los grandes edificios, se preocupó por hacerle poner algunas pequeñas tiras de madera, mejorando la apariencia notablemente.
     Su habitación daba miedo. Al momento de estar de pie bajo el dintel de la puerta, se distinguía en la primera mirada y sobre la pared, algunos cuadros de santos extraños con el rostro triste y apesadumbrado. Simplemente, mirarlos provocaba una tristeza compartida y cierta cobardía. Al dar un paso más hacia el interior, se distinguía sobre la pared izquierda más cuadros de diferentes tamaños, y el rostro de Jesús ensangrentado con una mirada suplicante. Mirar hacia la parte derecha, era casi un imposible, porque un biombo adecuadamente dispuesto dividía el ambiente, protegiendo y separando dos camas de todo el conjunto y, al dar dos pasos más, se empezaban a distinguir sobre el mismo lado, otras tres pinturas de gente desconocida.
     Hasta la misma puerta daba miedo, porque una gran aldaba antigua y de metal, servía también para poner otro candado antiquísimo y de color negro. Al mover la puerta,  se escuchaba un crujido endiablado en medio de todos los santos. Verdaderamente, a veces daba la impresión que las bisagras querían huir y con todas sus fuerzas, aún encontrándose adheridos por varios tornillos a los marcos de madera, que hacían imposible todo intento de huida.
     Un reloj antiguo, colocado expresamente sobre el costado derecho de la pared contigua a la puerta, mostraba su presencia con su caminar permanente y con un sonido muy singular por cierto. El tictac constante penetraba el cerebro paulatinamente, y cuando estaba perforado, por decirlo de alguna manera, el reloj pasaba al olvido. Como para recordar a la gente de su existencia, se alistaba animado y con unos tranquilos sonidos iniciales, para dar las campanadas habituales al ritmo del péndulo de bronce. Y el tictac continuaba eterno e infinito. Seguro que, cualquiera no acostumbrado a la ingeniería del reloj, podría haber quedado maravillado o enloquecido del todo. En el silencio, cobraba vida e imponía su presencia. La tía Carolina no reparó en él, y solamente lo hizo, cuando en una oportunidad, dejó de funcionar. Obviamente, algún día tuvo que suceder, y también, los males y la fatiga le vinieron de pronto, no pudiendo caminar a su ritmo acostumbrado por muchos días, quejándose frecuentemente de algunos dolores a las rodillas. Miraba hacia el reloj y se quedaba contemplándolo por muchos e interminables minutos, mientras suspiraba profundamente. Algunas veces hasta le hablaba, y creyó escuchar claramente algunas respuestas. La risa y los ánimos volvieron a ella, cuando nuevamente la máquina inició su marcha y se escuchó la primera campanada. Así y de esa manera, todo volvía a la normalidad habitual.
     Un punto de encuentro para Victoriano y por algún tiempo, fue el hogar de esa mujer que no era su madre, pero que representó mucho de vida, ciertas costumbres y vivencias.
     Por muchas noches y días, sus pasos lo llevaron hacia esa mujer, que mostraba un interior tierno como muchas madres; entre tanto también, mostraba un odio natural hacia otras personas. Una complementación natural, entre la dulzura reflejada en toda mujer y algo oculto que afloraba algunas veces con cierto furor.
     A veces se sentaba junto a ella en un sillón grande, algo viejo como sus años y su rostro. Ambos contemplaban alguna programación en el televisor moderno para la época y que invadía muchas ciudades de América Latina. Quizá, lo que más llamaba la atención de Victoriano, era contemplar lo nuevo de ese aparato mágico, que hacía olvidar el tiempo y la vida por un instante. A veces, la miraba sonreír y él también sonreía. La escuchaba renegar y se preguntaba qué había sucedido realmente para molestarla tanto.
     Durante un tiempo observó que la visitaba un viejito muy simpático, vistiendo un terno oscuro y usando siempre un sombrero negro. Venía trabajando arreglando zapatos por muchos años, y vivía a unas dos cuadras de distancia aproximadamente, dividiendo su único ambiente que servía de sala, comedor, dormitorio y el pequeño taller. La sala y el comedor fueron desapareciendo por el transcurso del tiempo, y sólo quedaron zapatos regados sobre el piso, terminando muchos de ellos en un rincón, en una espera infinita.
     Don Víctor llegaba con sus pasos cortos, el sombrero negro y la piel flaca que parecía juntarse con sus huesos. Hablaba y sonreía, mostrando sus pocos dientes y resaltando uno de los incisivos. La tía Carolina también sonreía, y a veces, acomodaba su dentadura postiza con prontitud, al momento de sentirla cayéndose de la boca. Pero no importaba. La vejez contempla y soporta todo, porque a veces, es lo único que llevan diariamente. La tía Carolina era gruesa, de carnes gordas; y don Víctor, delgado y esquelético.
     Don Víctor caminaba agachado totalmente, mostrando una joroba inmensa para su cuerpo. Nadie sabía si había nacido de esa manera, o los años en el taller, habían determinado esa misma posición por el arreglo del calzado. El cuerpo había provocado y de manera natural, la deformación de la columna. A veces, venía apoyado sobre un bastón negro y unos zapatos del mismo color terminados en punta, y por tanto agacharse a causa de la joroba, siempre miraba hacia el piso. El saco negro que usaba, colgaba por inercia, y daba la impresión de querer tocar el suelo muy suavemente. Así llegaba, con la sonrisa de siempre y el cabello corto envuelto en muchas canas, quedándose horas y mirando la misma programación que la tía Carolina. A veces, más parecía que dormían y cada uno en su respectivo lugar. Posiblemente de cansados, vejez, felicidad, o de cualquier cosa.
     En algunas ocasiones, algún comercial muy bullicioso les despertaba y ambos a la misma vez abrían los ojos. Cuando el reloj tocaba exactamente seis o siete campanadas, a la primera de ellas, despertaban de su letargo, para volver a vivir por un instante más.
     No fueron necesarias las palabras para disfrutar de la existencia, así, la presencia de ambos, uno junto al otro, les llenó de vida en esa parte del tiempo.
     Simplemente un día, don Víctor dejó de venir con esa frecuencia acostumbrada. Probablemente, quiso encontrar algo más en la soledad cotidiana. A veces, solo uno sabe lo que anda buscando hasta su último día.
     Un tiempo después, alguien dijo que don Víctor ya había muerto. Cuando Victoriano pasaba frente a la puerta principal de su taller, ésta se encontraba cerrada. El viejo batiente y la puerta empezaron a llenarse de polvo y de basura. Por muchos años permanecería cerrada, guardando posiblemente las pocas herramientas, los zapatos envejecidos y empolvados, en espera de las manos de don Víctor, para volver a tomar nueva vida. Victoriano recordaba las veces en que se había sentado frente al viejo, para llevarle seguro, algún mensaje de la tía Carolina. Contemplaba sus manos firmes y a veces temblorosas, trabajando sobre lo mismo, doblado, pegando la quijada sobre su pecho.
     Mucho tiempo después que don Víctor recibiera la extrema unción, algunos familiares llevaron a la tía Carolina hacia la capital, y siempre decían que estaba bien. Transcurría la vida, los años, y volvían a decir que se encontraba un poco enferma, pero vivía. Hasta que todos se perdieron en el tiempo y ella seguía viviendo, como eternamente.
     Victoriano alguna vez tuvo la suerte de quedarse al cuidado de la tía Carolina, porque su padre, así lo había determinado en algunas ocasiones por algunos viajes que hacía. No fueron muchos los días en los que tuvo que dormir a los pies de su cama, quizá tres o cuatro días, porque después, al volver su padre, de nuevo volvía a su habitación acostumbrada.
     La primera noche que pasó en la misma cama de la tía, sintió una curiosidad muy extraña. Claro, estaba en nueva cama y en compañía de lo que consideraba una persona algo desconocida y del sexo femenino. Las siguientes no despertaron la misma curiosidad, por el contrario, fue el despertar por algunas cosas singulares.
     Durante toda la noche y frente al cuadro de una virgencita, permanecía una luz muy débil y de un color rojizo. La luz iluminaba suavemente el ambiente, dando la impresión que los demás cuadros e imágenes también necesitaban de mayor claridad. A veces, todos se veían tétricos. El compás del péndulo del reloj, complementaba la noche; y el tictac, hacía del sueño un vaivén de idas y venidas permanentes. Las campanadas de las doce de la noche, obviamente que eran las más largas y parecían no tener fin. La primera campanada de la una de la madrugada, se sentía lejana, pero estaba allí, como preámbulo de lo que acontecería.
     La tía Carolina guardaba un cráneo dentro de un pequeño cajón de madera, a quien llamaba “almita”, e invadía el contexto de sensaciones cadavéricas y de hechicería. Victoriano tenía su esqueleto y con mayor cantidad de huesos, y nunca necesitó encenderle una vela semanal frente al rostro huesudo. Algo más que observó, fue ver a la tía, cuando a duras penas lograba levantarse hacia la media noche o en las primeras horas de la madrugada, para tomar la bacinilla que expresamente se encontraba debajo de la cama y meaba con profusión. A veces, los orines se almacenaban por varios días debajo de la cama y los olores eran los que indicaban la necesidad de eliminarlos.
     Esa parte de la casa no tenía un baño independiente, pero había uno que se encontraba al inicio del segundo pasadizo por donde transitaba Victoriano diariamente y que usaban otras personas. Ella nunca usó ese baño y prefería hacer sus necesidades en una casucha provisional y de madera, construida inicialmente como un cuartito cualquiera, que después se fue convirtiendo como el depósito de cosas inservibles y trapos viejos. En ese lugar, se escondía para hacer sus necesidades, y, naturalmente, la edad condicionaba para ello, para después, desecharlo todo en un desaguadero abierto y muy disimulado que se encontraba en una parte de la casa vieja. Victoriano pasó así algunas noches, para posteriormente preferir dormir en su propia cama y comer algo en lugares cercanos.
     La tía Carolina rezaba mucho y casi todos los días. Sintonizaba en una emisora radial un programa especial, donde transmitían los rezos diarios, con peticiones especiales hacia Jesús y la Virgen María. Al momento de empezar con las oraciones, sacaba varios rosarios, para tocarlos y mantenerlos entre sus dedos, mientras cerraba los ojos y a veces movía la boca, repitiendo los rezos. Cuando podía concurría a la iglesia más cercana acompañada de su hija y nieta.
     Su hija había desarrollado el mismo cuerpo. Parecían hermanas por la gordura y la vejez. Ambas parecían tener los mismo años, sin embargo, eran madre e hija.
     Victoriano no sabía exactamente desde cuando vivían juntas, aunque realmente poco importaba. La madre ocupaba la habitación y exactamente a continuación del reloj y casi en el centro de la pared, se hallaba una ventana pequeña de madera, sirviendo de comunicación entre la habitación y el exterior o patio; sin embargo, precisamente allí, se había levantado un cuarto de madera de regular tamaño, muy similar y casi con las mismas características, al cuartito destinado en última instancia como baño particular. Apenas entraba una cama y algunos objetos más de la hija, que incluía también una máquina de coser.
     Realmente resultaba inimaginable que, en ese espacio incómodo, que incluía algunas cajas viejas con algo de ropa, una mesa muy pequeña y algún estante viejo, pudiera vivir su hija y la nieta; una niña de unos doce o trece años de edad, que cursaba sus últimos años de estudios primarios, en una escuela especialmente para señoritas.
    Lo cierto es que el hogar, en general, estaba compuesto por tres mujeres, y la nieta había acomodado expresamente la cama donde dormía con su madre, junto a la ventanita de madera. Desde allí, miraba hacia el televisor, a través de los tres o cuatro centímetros del espacio que dejaba la puerta entreabierta.
     La modernidad había llegado y por los azares del destino, el hijo mayor de la tía Carolina, había empezado a trabajar en una empresa de la Gran Ciudad, distribuyendo casa por casa, ciertos papeles por cobrar. Fue así que, después de muchos años, escogió un televisor como uno de los mejores regalos para su madre.
     Cada noche y a veces en horas de la tarde, la ventanita de madera que unía el ambiente principal con el cuarto provisional, se abría por escasos centímetros. Por ese espacio, atravesaba la mirada de la nieta, de unos ojos ávidos para mirar todo lo que fuera posible de la programación. Entre tanto, mientras la abuela rodeada de santos, escapularios y sus rosarios, rezaba y rezaba; en forma simultánea, maldecía también.
     A veces, rezaba en voz alta, manteniendo con fuerza la Biblia entre sus manos, e incluso, para ser mucho más solemne, se cubría la cabeza con unos velos finamente estampados. Aún así, maldecía a su nieta con las peores palabras entrecortando sus rezos, por el simple hecho de saber que a través de la abertura de la ventana, se filtraba la mirada de una niña que se convertía en mujer. Algunas veces el odio crecía, mucho más de lo que uno pudiera imaginar, y levantaba su bastón cuidadosamente desde el sillón desde donde se encontraba, para empujar muy despacio la ventana de madera, e intentar cerrarla completamente. Después, se veía de nuevo la abertura. A veces, por la cólera, empezaba a llorar de impotencia.
     Victoriano no había tratado de entender de la forma en que vivían esas tres mujeres, aunque intentó comprenderlo a su modo. La nieta, aunque inicialmente no despertara en ella una visión muy clara, estaba obligada a ser parte de los nuevos cambios que imponían las nuevas generaciones.
     Cada día se envolvía sobre la cama como si fuera una boa elástica porque, a veces, parecía enroscarse hasta tratar de poner su cabeza dentro de sus rodillas y sus pies. Así, miraba a través de la abertura, para después quedarse dormida junto a su madre. Cada noche acomodaba su cuerpo, para dormir profundamente. Usaba un apellido paterno, no obstante, nunca se supo de la existencia de su verdadero padre.

     Ellas también vivieron muchos momentos compartidos, con un té caliente, un plato de sopa y algo especial. Cuando Victoriano miraba el dorso de sus manos, todas parecían benditas, aunque entre ellas, se amaban y odiaban a la misma vez. 

Sintiendo a Irene

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 Sintiendo a Irene

     La habitación de Irene era la siguiente de Victoriano. Ocupaba con su madre un espacio más que servía como cocina. Una noche de un domingo, Victoriano se vio en esa habitación rústica. Exactamente en el centro, había una mesa muy pequeñita. Simplemente estaba sentado frente a ella, dispuesto a disfrutar del primer sorbo de un café caliente.
     La vio serena al momento de escucharla y sus líneas de expresión dibujaban a una niña que se convertía en mujer. El movimiento de la llama del candil, hacía más refulgente la luz por fracciones de segundo y el rostro de ella se iluminaba más. Sus ojos expresaban la vida, distinguiéndose con suma facilidad unos contornos claros y preciosos en sus pupilas. Era una de las partes más expresivas y vivaces de todo su cuerpo. Un color inusual en sus ojos, le daba una apariencia juvenil, diáfana y candorosa.
     Victoriano preguntaba muchas cosas y por toda respuesta encontró su compañía natural. Ese día no necesitó más. El hecho de compartir junto a ella le llenó de vida también. ¿Qué tenía ella? ¿Cuál era esa energía desconocida para muchos? Por un momento, creyó imaginar ser parte de ella, como un hermano menor, aunque, pensar en esa posibilidad, se convirtió en algo absurdo. Claro, no podía ser su hermano, pero, había algo imperceptible para los ojos de la gente, y creyó darse cuenta.
     Cuando la sombra de su perfil se proyectaba sobre la pared y la habitación se hacía más oscura, el brillo de sus pupilas se iluminaba más, como queriendo atraer la luz del candil a través de sus ojos.
     Había algo indescriptible y velado entre ambos, en la que ninguno quería incidir con mayor profundidad. Estaba presente y se respiraba.
     Por primera vez, Victoriano había considerado que despertaba una confianza entre ambos, muy sutil; además, la atmósfera reflejada en el ambiente tenía un aroma de mujer, que no se repetiría jamás.
     De pronto y en medio de la noche, se escuchó un grito destemplado, llamándole:
     – ¡Victoriano!
     Y se volvió a escuchar como si la voz viniera del averno:
     – ¡Victoriano!
     El silencio, la llama del candil y, hasta las mismas paredes rústicas se estremecieron. No había duda. ¿Quién había osado en llamarle en esos momentos de total contemplación?
     El eco de la voz siguió escuchándose varias veces más, como si atravesara el espacio infinito, y cayera con mayor fuerza sobre la cabeza de ambos. Saltó por primera vez de su asiento y sus ojos se cegaron al recibir un nuevo destello de luz, al reflejarse sobre una vasija de metal que se encontraba sobre un caprichoso y singular estante.
     Victoriano reconoció la voz de la señora Carolina, al igual que Irene. Sintió necesidad de contestar el llamado de esa persona, quien a veces llamaba tía. Además, para eso estaban los grandes, para cuidar de los menores. ¿Cuidarlos? ¿Realmente lo hacían? ¿De qué? Qué necesidad tenía Victoriano de ser cuidado, y por una persona a la que solo había aprendido a llamarla de forma muy familiar. Nadie le había explicado con certeza absoluta, de que forma la señora era su tía. No tenían apellidos semejantes, y más parecían alejados de toda relación familiar.
     Claro, esa noche contestó más por un cumplido que por otra cosa, y por única respuesta logró escuchar algo como un murmullo que refunfuñaba:
     – ¿Qué haces en la cocina?
     Y volvió a escuchar, aunque sin convicción:
     – Tu madre dejó encargado que te vea.
     Apenas había empezado la taza de café y tuvo que irse. Irene se puso de pie, mostrándose muy pensativa, como tratándose de explicar la razón de todo ello. No encontró sentido a nada, porque todos en la casa vieja necesitaban ser como una familia, aunque nunca lo habían comprendido de esa manera. Simplemente miró a Victoriano con algo de tristeza, porque muchas veces, los niños se buscan sanamente, para acompañarse de la soledad incomprendida.
     ¿Adónde ir en medio de la noche?


La mano misteriosa

26
 La mano misteriosa

          Apenas se escondió el sol, Matías alcanzó a treparse tranquilamente por la baranda de un camión que se encontraba estacionado. Estaba cubierto con una lona muy grande y había sido amarrada por diversos extremos, dándole seguridad. A Victoriano le pareció muy fácil verle subir y tomarse todo el tiempo para desatar una de las cuerdas. Realmente le vio con una cara de atrevimiento, aunque más de osadía, como si estuviera diciendo por medio del semblante, que nada le detendría.
     Claro, Victoriano también siguió y vio que Matías tomaba una caja de tomates con mucha dificultad, mientras le pedía ayuda para sostenerlo. Así, con cuidado bajaron la caja, dejándola sobre la vereda. Matías volvió a subir por un segundo cajón a pesar que algunas personas transitaban y no le importó realmente ser visto.
     El segundo cajón lo sintieron más pesado y, al momento de bajarlo muy pegado a la baranda, se les escapó de las manos y cayó sobre el piso, quebrándose ligeramente por uno de sus vértices.
     Ambos se miraron asustados, mientras algunos vehículos parecían subir pesadamente por la calle para proseguir su marcha. Tres personas miraron inquietas y uno trató de decir algo; en seguida, prefirió alejarse del lugar cogiéndose la cabeza con la diestra y frunciendo el ceño.
     La noche se sentía fresca y los dos saltaron hacia la vereda a la misma vez desde donde se encontraban, para volverse a mirar una vez más. Tenían una caja llena y otra que había caído volteada sobre la vereda con algo de hierba como si fuera pasto, rodando algunos tomates sobre la calle y estrellándose otros contra el piso.
     Estaban por huir en ese instante y con todas sus fuerzas, y se detuvieron ambos en el primer intento, cruzando sus miradas por enésima vez. Se sintieron confiados de actuar conjuntamente, mostrando Matías el temple y el carácter para continuar con la faena.
     Ambos volvieron a auscultar el terreno en diferentes direcciones. Matías fue de la idea de tomar el primer cajón y esconderlo en la habitación de Victoriano. Lo tomaron con resolución y haciendo un gran esfuerzo por el peso, cruzaron la calle hacia el primer patio de la casa vieja, y luego, hacia el segundo.
     Volvieron rápidamente con la respiración agitada hacia la calle, permaneciendo por unos segundos junto a la puerta principal. Al mirar hacia la derecha y después hacia la izquierda, percibieron el contexto casi en penumbras, por el débil alumbrado eléctrico. Prontamente, con mayor decisión, se acercaron hacia el camión y con cierta incomodidad tomaron lo poco que había quedado de la segunda caja.
     Habían llegado a una situación resolutiva, en la que ya no importaba si la gente transitaba cerca de ellos. Naturalmente, estuvieron con suerte al no ser vistos por el dueño de la mercancía, caso contrario y con toda seguridad, se hubiera presentado una situación muy diferente. Tomaron el cajón y volvieron a guardarlo.
     Al volver por tercera vez, observaron la cubierta de lona entreabierta e incluso Matías luego de subirse, se encargó de acomodarla lo mejor posible, dando la impresión que no hubiera sucedido nada; aunque, al mirar con detenimiento, cualquiera conocedor de la carga, se hubiera preguntado y de inmediato, por ciertas irregularidades visibles. De todas maneras, al verse casi libres de responsabilidad y junto al camión, miraron una mancha muy notoria y pegajosa sobre la vereda. Daba la impresión que aumentaba de tamaño, sintiéndose inquietos y comprometidos una vez más.
     Claro que hubiese sido preferible desaparecer del lugar, pero la agilidad mental de Matías no fue eficaz. Levantó una mano y se tocó la cabeza. La volvió a levantar de nuevo y movió el pulgar y el índice, mientras miraba sobre la vereda. Bajó la mano de inmediato al escuchar exactamente frente a él, el cerrar de una ventana de madera. El sonido fue muy fuerte por la cercanía y los dos creyeron sentir sus cabellos crisparse. Ambos volvieron sus ojos sobre la ventana y distinguieron una sombra oscura y en movimiento, precisamente sobre una cortina blanca. Los dos miraron la sombra alejarse y respiraron más calmados, de pronto, la vieron crecer más y se fueron convirtiendo en dos inmensas. Sin darse cuenta, encogieron su cuello lo más rápido posible. La respiración y el pulso aumentaron, cuando vieron la sombra de una mano deslizarse sobre una de las cortinas para abrirla. Observaron claramente la mano y no le encontraron el dedo medio. Prácticamente lo tenía cercenado. ¿Qué vecino tenía una mano igual? ¿Sus sentidos eran engañados? No recordaban de persona alguna con una mano parecida; después, lograron ver la otra mano completa y con sus cinco dedos. Estaban por desistir de más cuestionamientos y preocupaciones para luego abandonar el lugar, y en ese instante sintieron volver el alma al cuerpo, al ver desaparecer las sombras totalmente.
     Se quedaron mirando por un momento más y Matías abrió la boca, más y más, como pasmado y en éxtasis. No podía dejar de mirar las cortinas blancas y Victoriano tuvo que tocarle en uno de sus brazos para hacerle comprender que tenían que irse. No fue así. Todo presuroso, Matías creyó tener la mejor idea de esa noche y corrió hacia el interior de su casa en búsqueda de una manguera para poder limpiar con agua toda la calle, si fuera posible. Así, salió arrastrando una pesada manguera negra y la estiraba más de lo que podía con mucha celeridad. Volvió a ingresar y conectó la manguera a una salida de agua y de pronto se vio regando las llantas del camión, la mancha oscura sobre el piso, la vereda y diez metros más abajo y diez metros más arriba. Algunos caminaban y seguro que se preguntaban al momento de pasar, por lo que estaba sucediendo. Matías seguía con el agua y sobre su rostro se dibujó una sonrisa. Levantó la vista hacia la ventana y todo parecía normal. Victoriano le miraba simplemente, dejándole largos minutos en plena calle.
     Al día siguiente muy temprano, Matías apareció tocando la puerta de Victoriano con toda la palma de la mano para decirle que, por la tarde y después de las labores escolares, irían a vender los tomates en las siguientes cuadras.
     Esa tarde, los dos se vieron cargando la caja y algo más de tomates con mucho esfuerzo; aunque después, luego de la primera visita hacia un vecindario, la pesada carga disminuyó poco a poco, hasta venderlos totalmente.
     Hasta se habían olvidado del camión y al volver hacia la calle principal, esta seguía húmeda y muy limpia; aunque, al pasar por debajo de la ventana, recordaron la sombra una vez más.