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Los
perros hambrientos
Víctor y José María siempre trataban de estar juntos. Aunque no eran
hermanos, estaban muy unidos, porque desde muy niños habían asistido a la misma
escuela y, sin darse cuenta, habían empezado a desarrollar algunas habilidades
para proveerse de comida y de algo de dinero.
Habían percibido que en sus respectivas familias, podían tener algo de
sustento y quizá un lugar donde dormir, pero habían experimentado también una
relación algo muy fría de parte de sus más cercanos, debido probablemente al momento
y a los esfuerzos por sobrevivir. Algunas veces, habían ayudado a vender
productos de cerámica en la carretera principal, sin gran éxito, porque la
gente que viajaba sobre los camiones, en su gran mayoría eran comerciantes que
se trasladaban de un lugar a otro.
No
sabían exactamente donde estaba el futuro. Cuando se miraban cada mañana
dirigiéndose hacia la escuela, a veces descalzos, les entraba algo de desánimo
y decaimiento, sintiendo crujir sus intestinos como balones vacíos.
Víctor, se había dado cuenta que aumentaba de tamaño. A pesar de eso,
sus pantalones eran demasiado anchos y al sujetarse con una correa, el pantalón
se le juntaba como tela recogida por delante a la altura de su barriga. Sus
diez u once años se le veía en los huesos, y cada día los sentía más
prominentes, pensando que crecería más en huesos que en carnes. En su rostro
parecía dibujarse muchas interrogantes, aunque no sabía realmente cuáles eran.
Cuando se veía venir un nuevo aniversario del pueblo, la familia estaba segura
que por algunos días habría mayor venta, y la alegría cubriría sus rostros;
para luego, volver a la rutina y a la larga espera del pasar de los días.
En la
búsqueda inconsciente de algo por vivir, había observado aunque muy
distraídamente, de todos los cuidados que un vecino le prodigaba a uno de sus
perros. Después de algunas semanas, advirtió que cambiaban de animal
constantemente. Siempre tenían uno nuevo, y uno muy pequeño que era la mascota.
El
susto mayor que se llevó un día, fue cuando al dirigirse a la escuela por uno
de los caminos que bordeaba el río principal, encontró la cabeza del último
animal que había visto muy cerca de su casa; para luego, alejarse meditabundo.
Al volver, se puso a observar con atención en ciertos cuidados de sus vecinos
con otro animal. De esa manera, un día, a través de los huecos de la calamina
que servía de puerta, pudo distinguir lo que parecía ser una oveja degollada.
Claro
que, después, como si hubiera sido un descubrimiento sobrehumano y especial, se
lo contó a José María, y este quedó casi petrificado sin entender, lo que
escuchaba. No le quedó más remedio que pedir nuevamente escuchar la historia.
Así, José María sintió llenarse más de verrugas o tictes sobre todo su cuerpo,
de los muchos que ya cubrían sus dos manos. Casi al instante, se miró ambas
manos y los miró crecer mucho más del centenar que ya tenía y de todos los
tamaños.
Nunca
supo realmente por qué habían crecido y se habían desarrollado. Los veía crecer
poco a poco, como árboles diminutos y fuertes. Había intentado muchas veces
arañarse con sus propias uñas, y solo consiguió hacerse heridas hasta sacarse
sangre. Hasta consiguió unos frascos usados de unos líquidos que vendían en la
calle, de un color violeta, y, también los había usado sobre sus heridas.
Algunas veces se olvidaba de sus manos, pero, poco tiempo después, sentía un
mayor cuerpo en ellas y al mirarse nuevamente, el pavor se apoderaba de sus
ojos y sentidos.
No
podía dormir tranquilamente, porque a veces, soñaba con muchas verrugas sobre
su cuerpo, y tomaban vida como monstruos enviados por las fuerzas del
purgatorio.
Cuando se miraba en un espejo su rostro estaba limpio, pero imaginaba
que pronto también, se cubrirían de árboles pequeñísimos. Se miraba por debajo
de sus cabellos lacios a la altura de la frente, y creía ver algo, aunque no
encontraba nada.
Ese
día, al enterarse sobre los animales, trató de entender hasta donde le permitía
su edad, porque tenía casi los mismos años de Víctor. Se le veía con más cuerpo
a pesar de las verrugas, y con más barriga aún, mientras que sus mejillas a
veces parecían más prominentes.
Un
nuevo día del aniversario del pueblo había llegado, y fue un día de suerte para
terminar poco a poco con las verrugas. Un comerciante que con frecuencia
llegaba por esos años, le enseñó que tenía que cortarse con cuidado y evitando
el sangrado, usando para ello una hoja de afeitar. La verruga tendería a crecer
nuevamente y él procuraría rebajarlas de nuevo. Así, en poco tiempo desaparecieron
más del cincuenta por ciento y después los demás. Posteriormente, se vieron
imperceptibles cicatrices.
De
todas maneras, comprendió la propuesta de Víctor, en el sentido de conseguir
también un animal y hacer lo posible para conseguir algo de alimento de algunos
negocios de comida que existían, a pesar de la crisis económica por esos
lugares.
Como
si se hubiera producido un cambio en su comportamiento, a veces se ofrecían
para ayudar en algunos negocios para lavar las ollas o limpiar las mesas, con
el propósito de conseguir algunas sobras para el perro.
Naturalmente que fue fácil conseguir un perro de regular tamaño de los
muchos que caminaban hambrientos y esqueléticos por los alrededores. En la
avenida principal que cruzaba el pueblo, algunos habían instalado pequeños
negocios y acondicionado algunas mesas también, que salían unos metros sobre la
pista. En tiempo de lluvia, principalmente en verano, colocaban unos plásticos
a manera de toldo, para seguir ofreciendo la comida. Era el lugar más movido
comercialmente, aunque los consumidores del lugar eran pocos. El dinamismo
venía con los camiones que transitaban y los vehículos particulares. Hasta los
profesores de la escuela consumían los conocidos y famosos caldos de cabeza de cordero,
por lo menos una vez a la semana. Las autoridades del pueblo se hacían
presentes, con el mejor plato especial. No faltaron por supuesto sobre las
mesas rústicas, los miembros de la policía nacional, quienes mostraban sus
armas reglamentarias y sus uniformes desteñidos por el tiempo, calzando unos
zapatos que se hacían viejos.
En
medio del movimiento cotidiano, algunos perros flacos y hambrientos,
deambulaban con cuidado por los alrededores, tratando de hurgar en los lugares
más impensados para encontrar algunos huesos semienterrados y despreciados. Otros perros, se sentaban
tímidamente y miraban con ojos de hambre directamente hacia alguna mesa, en
espera de un trozo de carne, hueso o algo que pudiera calmarlos. Algunas veces
la espera era interminable, porque los animales miraban y miraban, hasta a
veces bajar la cabeza; sintiéndose humillados, para volver a mirar de nuevo, de
manera callada y suplicante. El hombre estaba allí, insensible, sintiéndose
poderoso y muchas veces dentro de su propia pobreza y miseria. No faltaba
alguno que, lanzaba hacia los perros un trozo de hueso con algo de pellejo y
los animales se lanzaban como bestias salvajes irreconocibles, desatando a
veces una lucha encarnizada, que incluía ladridos, dolores quejumbrosos y
lastimeros, hasta levantar polvo incluso de la tierra firme.
Los
animales volvían de nuevo y se dispersaban lo más cerca posible. Los más
pequeños creían tener suerte, y con mucho cuidado se introducían debajo de
alguna mesa en espera del mejor festín. Los grandes y más flacos, no se
quedaban atrás y, sutilmente trataban de acercarse mostrando sus partes
traseras y esqueléticas. Pero, el hombre estaba para controlar y organizarlo
todo.
Así,
alguien sutilmente cogía una piedra entre sus manos, y luego de un cambio en su
expresión y en sus ojos, era lanzada con fuerza, cayendo como una navaja filuda
sobre el cuerpo de algún animal, para luego retumbar un eco vacío a manera de
tambor. Luego otra y otra más, mientras los perros huían despavoridos, aullando
y sintiéndose muy cerca de la muerte. Al mismo tiempo, una mujer envuelta en
sus polleras coloreadas, lanzaba agua hirviendo sobre el lomo de otro animal
distraído y luego este saltaba sobre su sitio con todas sus fuerzas y se
revolcaba aullando fuertemente, intentando correr, saltar y volver a revolcarse
sobre la tierra, para seguir corriendo espantado. Una mujer había mirado,
naturalmente sin proponérselo, todas las escenas desde una esquina de la plaza.
No pudo soportarlo, y volvió sobre sus pasos para perderse en una calle angosta
y empedrada. Algo sucedía en el entorno, difícil de explicar; aunque para
algunos, parecía natural. Otros perros aparecían muertos sobre la carretera, y
todas las evidencias mostraban que habían sido atropellados por varios
vehículos; mientras otros, al parecer por la inercia de la existencia misma,
simplemente caían en algún lugar para morir de a pocos, y terminar a la
intemperie, despidiendo un olor nauseabundo.
Víctor y José María sabían de dónde conseguirían el siguiente animal.
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