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Héctor,
el niño apacible
La
edad de Héctor lo mostraba apacible. Los trece o catorce años que representaba
lo tornaba en un niño todavía, porque en los pueblos del campo, muchas veces la
gente conserva el espíritu de siempre, inmutable al tiempo.
Vivía
en Ayaviri, el mismo pueblo donde había nacido, y acompañaba a su madre todo el
tiempo, porque era el sentir y la esencia de su vida. Sus hermanos también
llenaban su espacio y no había lugar para más.
Isabelita se sentía orgullosa de tener un hijo tierno y sano. Algunas
veces, mientras acompañaba a su madre en la plaza del pueblo, le gustaba ir hacia
la puerta de la iglesia y desde allí contemplaba a su madre tiernamente y
también el horizonte. Miraba con un aire de contemplación por encima del tejado
de las casas, y veía el sol deslizarse como un suave movimiento sobre las aguas
de un naciente río. No obstante, algo en la mirada de Héctor reflejaba cierta
incertidumbre. A su edad, había empezado a pensar en los destinos de su
familia. No podía expresarlo en forma espontánea, porque no encontraba las
palabras adecuadas, pero el alma le anunciaba algo sobre sus percepciones
naturales.
Su
padre dejó de venir por mucho tiempo y no recordaba el día en que le había
visto por última vez. A veces, el tiempo daba la impresión de ser solamente un
año y, otras veces, parecía una eternidad.
Trataba de comprender el momento que estaba atravesando, junto a su
madre y hermanos, obligándoles a trasladarse de un lugar a otro, en una
búsqueda incansable de un lugar para vivir.
Al
mirar hacia el horizonte, había empezado a experimentar una sensación de
extrañeza, porque comprendía que, poco a poco el destino era diferente. Ahora y
con calma, el mundo se abría a sus ojos y a la mente también. Había lo
desconocido aún presente, como gotas de rocío permanentes en un amanecer.
Un
impulso intrínseco lo trataba de mover, aunque la esencia de su interior lo
mantenía contemplativo, con los pensamientos encadenados uno al otro, aunque,
cada eslabón parecía muy diferenciado.
Así,
cada mañana y antes del amanecer, veía a su madre preparar la comida para la
venta, pelando con el pulgar de la mano derecha las incontables papas y el
chuño, de tal manera que el tiempo y la vida habían dibujado como un canal
negro debajo de la uña, penetrando disimuladamente hasta la profundidad de la
piel.
Desde
la escuela, también miraba el horizonte y a veces sus pies, viéndose descalzo a
pesar de su edad, al igual que su madre y hermanos. Se habían acostumbrado a
pisar la tierra seca y húmeda a causa de la lluvia. Un buen día, se sintió muy
afortunado, porque su madre le había regalado unos zapatos usados y más
grandes.
Una
tarde, alguien conocido de su madre se interesó por él, para llevárselo hacia
otros destinos y enseñarle cosas nuevas; sin embargo, dicen que el destino está
escrito y no fue posible. Pero, estaba su madre y la sentía más orgullosa cada
día, por el hijo precioso que había traído al mundo, en medio del campo, la
cordillera, las llamas y el ganado.
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