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La mujer con piernas de niña
Isabelita se enteró de lo
acontecido en el pueblo, al escuchar de uno de sus hijos y en forma minuciosa
todo el desenlace, aunque, no había comprendido claramente el momento crucial
cuando algunos hombres empezaron a cubrir con tierra el ataúd, porque, según
sus hijos, el cajón no había producido sonido alguno. Ese día, siguió
preguntándose por algunas horas más sobre ciertas dudas e interrogantes,
mientras observaba que la mayoría de la gente dejaba el pueblo, porque la
fiesta había terminado. Algunos probablemente pensaban en la octava, pero no
estaba en la mente de ella tal preocupación.
Estaba en medio de la plaza,
con sus últimos preparativos y al volver suavemente sus ojos pequeños, miró a
sus vástagos con sus sonrisas templadas, dando la impresión que los tres
sonreían a la misma vez, haciendo la misma mueca, lo que resultó algo extraño.
Advirtió también en la
presencia de otra mujer, que hacía un año la había visto en el mismo lugar.
Aquella vez y sin quererlo, había notado en su caminar algo extraño, como
mirando hacia ambos lados en su avance. Le resultó muy natural también, cuando
al dar sus pasos, tomara de su mano a un niño descalzo, tierno y muy sencillo,
como cualquier niño de la zona del campo, de unos cinco o seis años de edad,
quien mostraba unas mejillas preciosas, oscuras y algo curtidas por el frío de
la sierra y la montaña. Acostumbraban a dormir como muchos, casi a la
intemperie alrededor de la plaza, debajo de un rústico toldo y muy pequeño que
ellos mismos levantaban apoyado sobre alguna pared de adobe, casi por debajo de
algunas tejas que formaba un alero sobresaliente. Cuando caía la lluvia en la
madrugada, la madre protegía el saco de sal y las cajas de fósforos, que eran
su negocio, moviendo sus cosas bajo el dintel de alguna puerta. Así, ella
esperaba el pasar de la lluvia con el niño entre sus brazos, cubriéndose con la
misma frazada, que según había dicho, fue de su madre. Estaba claro que era su hijo y la veía muy
alegre cuando él intentaba vender también la sal en pequeñas bolsas, como las
cajas de fósforos que había llevado como mercancía para la fiesta del pueblo.
La vio caminar nuevamente,
junto a su hijo y seguramente el primero. Su piel era suave y marchita a la
misma vez. No estaba muy segura si el frío o el polvo del camino, había curtido
su piel. Al fin y al cabo, observó que su altura solamente llegaba hasta muy
cerca del metro. El cuerpo había desarrollado normalmente, como toda mujer, y
las piernas no. Y al usar sus faldas plisadas y plegadas al cuerpo, mostraba
sus piernas de niña, que al pasar de los años había adquirido una fuerza
singular, con músculos y gemelos muy firmes.
Estaba feliz, porque sus ojos
brillaban con los reflejos del sol que aún se esparcían por todas partes.
Caminaba dichosa, porque vivía y esbozaba una sonrisa de profunda armonía,
llenándose de más amor, al momento de contemplar a su hijo.
Después de conversar con ella
y notar la transparencia en sus pupilas, descubrió a una mujer pura, lo que le
inspiró de forma natural en hacerle una suave reverencia, aunque ella no lo
había notado claramente. Fue la primera vez y supo en este caso en la
profundidad de su espíritu, que el vivir, refleja muchas sensibilidades a veces
poco perceptibles para el ojo humano.
El niño también era dichoso.
Su porte y sus cabellos crespos hacia el viento, inspiraban seguridad; mucho
más, al momento de tomarse las manos. Había como una transmutación permanente
de energía entre ambos, claro que aquí sus almas eran importantes.
La mujer tomaba con una de
sus manos a su niño, mientras levantaba la mirada hacia una de las faldas del
cerro, al costado del pueblo, viéndose imponente, maravillándose del paisaje y
del movimiento de los árboles a consecuencia de una brisa muy suave. Después
distinguió también en la cumbre, a una persona levantando sus brazos y moviendo
sus manos en actitud de saludo y despedida a la vez.
No había duda alguna, ella
disfrutaba en su totalidad de la naturaleza, porque todo tiene su lugar en el
momento preciso, al igual que su hijo.
Fue la última vez que la vio,
porque al siguiente año no vino más; y su lugar en la plaza permaneció vacío
por mucho tiempo, como en una espera infinita. Así, se enteraría por algunas
voces de la muerte de la mujer; y, la imaginaba dentro del ataúd, cubierta con
la misma expresión sobre su rostro. No supo nunca nada de su hijo, aunque si
recordó que la mujer habló de un hombre, como alguien muy lejano, quien fue su
padre y que un día simplemente les dejó.
Los años que volvió Isabelita y sus hijos para
la fiesta del señor San Hilario, recordaría siempre al niño de cabellos
crespos, con la cara redonda, ojos tiernos, y sus mejillas curtidas al frío.
Imaginaba viéndole en el mismo lugar, acomodando las pequeñas cajas de fósforos
como jugando con casas diminutas, en medio de la brisa y las gotas de lluvia.
¿Seguirá vendiendo la misma sal que su madre vendía? ¿Quién se hizo cargo de
él? No lo supo nunca, aunque llevaba dentro de su memoria, la candidez e inocencia
de su mirada y la sonrisa del niño.
Volvió sus ojos también y por
una vez más hacia sus propios hijos y encontró en ellos la alegría de vivir.
Eso creía en la profundidad de su corazón.
No pudo creerlo que, en el
mismo momento del entierro del día anterior, ellos estuvieran caminando por la
lomada del pueblo. ¿Qué fuerza los había llevado a ese lugar? ¿Qué necesidad
mundana los había empujado ese día?
Aunque estaba por partir nuevamente
hacia su pueblo, suspiró profundamente al sentir a los tres muy cerca de ella,
y distinguir como en sus ojos se reflejaba una luz, al momento de contemplarse
y mirarse unos a los otros.
Isabelita había observado
todo eso en pocos segundos y ahora que se marchaba sobre un camión, le pareció
una maravilla desbordante.
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