Los primeros muertos
Víctor y José María, estuvieron juntos una tarde, cuando el último rayo
del sol iluminaba aún el último sendero. Minutos antes, habían terminado una
labor muy sencilla; aunque como siempre, algunas veces pensaban de la misma
forma y sin comprender cómo lo hacían. Se miraban entre ellos con cierto
disimulo y encontraban sobre las facciones de cada uno, un rictus muy sutil. El
perfil de cada uno de ellos dibujaba el inicio de ciertas líneas
imperceptibles, que a la larga, probablemente se convertirían en surcos de
arruga corporal.
Sin
darse cuenta, creyeron caer en la contemplación de ellos mismos y se
estremecieron agitada y súbitamente, al contemplar el paso de un vehículo por
la avenida principal del pueblo. El polvo cubrió sus ojos por un momento e
instintivamente escupieron hacia el piso, casi al mismo tiempo. Pero, algo
percibieron entre los asientos y junto al chofer. Sí, lo habían notado en una
fracción de segundo. Todos eran militares y descubrieron en uno de ellos la
sonrisa sarcástica y petulante. El vehículo siguió raudo, levantando más polvo
a medida que se alejaba y se perdía en el horizonte.
Lo
habían visto varias veces, aunque ahora, la imagen y el movimiento de los
labios de un uniformado, había quedado en el subconsciente de ellos.
Desde
hacía muy poco, habían escuchado de varios muertos por los alrededores. Algunos
viajeros, confirmaron de otros asesinatos de gente humilde en lugares mucho más
alejados. A Víctor le comenzó a llamar la atención, porque un día escuchó una
conversación de un pariente con su madre, a quien decía tío, sobre un amigo muy
cercano y que le habían encontrado muerto bajo un puente. Recordaba toda la
conversación:
– Al
amanecer del pasado ocho de diciembre, bajo el puente principal de Ñuñoa,
encontraron el cuerpo de un hombre. Estaba muy cerca de la orilla del río y se
veían los bolsillos del pantalón, como si hubieran buscado algo
desesperadamente. El hombre estaba tendido con el rostro hacia la tierra, con
su chullo e inerte. Era mi amigo Melesio.
–
¿Melesio? – interrogó la madre, casi gritando al escuchar su nombre.
– Sí,
era él – dijo el hombre, mientras su labio inferior se mostraba estremecido, al
no poder continuar.
– No
me contaste antes – replicó la mujer, con una voz temblorosa.
Víctor les miró y por primera vez comprendió el dolor que llevaban en el
alma. Percibió que había algo muy profundo en ellos y en su lucha por vivir.
Observó claramente, como las partes de las órbitas de los ojos de su madre, se
inflamaban por el estupor y el color se hacía imperceptiblemente oscuro. Se
miró en el rostro de ellos percibiendo algo y con cierto temor levantó sus
manos para observarlas. Creyó ver crecer sus venas a pesar de su edad, como si
hubiera dado un salto vertiginosamente peligroso; y, sus años de niño le
transformaban en hombre. Miró también el lunar que tenía sobre su muñeca
izquierda y le pareció crecer, mientras siguió escuchando a su tío decir:
–
Estaba muy bien, por los días del doce de octubre pasado. ¿Recuerdas que viajé llevando cerámica?
–
Recuerdo muy bien – dijo la mujer algo confundida y con los ojos algo
desvariados, mientras dirigía la mirada hacia el vacío, sin foco claro.
– Fue
la primera vez – dijo el hombre –, y después de muchos años, que me alojó en su
casa y dormí en la trastienda. Tomamos varios vasos de ponche de haba, que unas
mujeres del Cuzco habían llevado para preparar y vender en los días del
aniversario. Recuerdo que comentaba sonriendo de gusto, sobre un hacendado que
había viajado a los Estados Unidos, y al volver había dicho que toda la zona
que rodeaba al pueblo, se parecía a Texas. Es por eso que un día, alguien
decidió escribir con pintura blanca sobre una piedra de contornos caprichosos y
muy cerca de la entrada principal: “Ñuñoa Texas”. Ahora, Melesio está muerto.
Fue mi compadre espiritual, porque estuvimos juntos también en un Rutuchi. No
pude creerlo cuando le reconocí. Sus zapatos y medias estaban perfectamente
colocados como en línea, a un metro de distancia de sus pies. Los zapatos se
veían nuevos y parecían mudos testigos presenciales. No pude quedarme más
tiempo y creo que después el personal del consejo y la policía del puesto, se
encargarían de hacer algunas averiguaciones. Escuché que algunos decían que
habían sido los terroristas, mientras otros, decían que había sido la policía,
porque Melesio estaba marcado desde hacía mucho tiempo. Cuando estaba por
volver del pueblo y el camión estaba con el motor encendido, observé a un
hombre de lentes, obviamente foráneo, conversando con un profesor de frente muy
amplia y algo embriagado, que decía:
– En
este pueblo y en otros, hay que caminar con cuidado, porque ya son varios los
muertos.
Víctor
recordó toda la conversación y volvió sus ojos sobre el rostro de José María,
encontrándole limpiándose el polvo de una de sus mejillas. De una casa de
enfrente, una mujer entrada en años les miraba a través de una ventana del
segundo piso. Creyó ver en el semblante de José María y con mucha claridad una
interrogante, porque había observado en cada uno de los movimientos de los
músculos de su cuello, como una tensión muscular al contemplar el vehículo de
los uniformados, que había pasado como un bólido. Recobró de inmediato la
cordura al escuchar la bocina de un camión, acercándose lentamente con su
pesada carga de hombres y de bultos. Viajaban aproximadamente unas cuarenta
personas, advirtiendo en cada uno de ellos, la sed dibujada sobre sus labios
secos.
Volvió sobre su mente y sin querer, sobre la sonrisa sarcástica que había
visto, sí, y también el brillo de un diente de oro. Por supuesto que ese brillo
lo recordaría después por mucho tiempo.
–
¿Llevaremos algo de comida para el perro?, preguntó José María.
Víctor, al escucharlo, dio unos pasos en silencio, recordando ahora que
habían sido cinco los hombres viajando en el automóvil.
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