sábado, 16 de julio de 2016

Los primeros muertos

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Los primeros muertos

     Víctor y José María, estuvieron juntos una tarde, cuando el último rayo del sol iluminaba aún el último sendero. Minutos antes, habían terminado una labor muy sencilla; aunque como siempre, algunas veces pensaban de la misma forma y sin comprender cómo lo hacían. Se miraban entre ellos con cierto disimulo y encontraban sobre las facciones de cada uno, un rictus muy sutil. El perfil de cada uno de ellos dibujaba el inicio de ciertas líneas imperceptibles, que a la larga, probablemente se convertirían en surcos de arruga corporal.
     Sin darse cuenta, creyeron caer en la contemplación de ellos mismos y se estremecieron agitada y súbitamente, al contemplar el paso de un vehículo por la avenida principal del pueblo. El polvo cubrió sus ojos por un momento e instintivamente escupieron hacia el piso, casi al mismo tiempo. Pero, algo percibieron entre los asientos y junto al chofer. Sí, lo habían notado en una fracción de segundo. Todos eran militares y descubrieron en uno de ellos la sonrisa sarcástica y petulante. El vehículo siguió raudo, levantando más polvo a medida que se alejaba y se perdía en el horizonte.
     Lo habían visto varias veces, aunque ahora, la imagen y el movimiento de los labios de un uniformado, había quedado en el subconsciente de ellos.
     Desde hacía muy poco, habían escuchado de varios muertos por los alrededores. Algunos viajeros, confirmaron de otros asesinatos de gente humilde en lugares mucho más alejados. A Víctor le comenzó a llamar la atención, porque un día escuchó una conversación de un pariente con su madre, a quien decía tío, sobre un amigo muy cercano y que le habían encontrado muerto bajo un puente. Recordaba toda la conversación:
     – Al amanecer del pasado ocho de diciembre, bajo el puente principal de Ñuñoa, encontraron el cuerpo de un hombre. Estaba muy cerca de la orilla del río y se veían los bolsillos del pantalón, como si hubieran buscado algo desesperadamente. El hombre estaba tendido con el rostro hacia la tierra, con su chullo e inerte. Era mi amigo Melesio.
     – ¿Melesio? – interrogó la madre, casi gritando al escuchar su nombre.
     – Sí, era él – dijo el hombre, mientras su labio inferior se mostraba estremecido, al no poder continuar.
      – No me contaste antes – replicó la mujer, con una voz temblorosa.
     Víctor les miró y por primera vez comprendió el dolor que llevaban en el alma. Percibió que había algo muy profundo en ellos y en su lucha por vivir. Observó claramente, como las partes de las órbitas de los ojos de su madre, se inflamaban por el estupor y el color se hacía imperceptiblemente oscuro. Se miró en el rostro de ellos percibiendo algo y con cierto temor levantó sus manos para observarlas. Creyó ver crecer sus venas a pesar de su edad, como si hubiera dado un salto vertiginosamente peligroso; y, sus años de niño le transformaban en hombre. Miró también el lunar que tenía sobre su muñeca izquierda y le pareció crecer, mientras siguió escuchando a su tío decir:
     – Estaba muy bien, por los días del doce de octubre pasado. ¿Recuerdas que  viajé llevando cerámica?
     – Recuerdo muy bien – dijo la mujer algo confundida y con los ojos algo desvariados, mientras dirigía la mirada hacia el vacío, sin foco claro.
     – Fue la primera vez – dijo el hombre –, y después de muchos años, que me alojó en su casa y dormí en la trastienda. Tomamos varios vasos de ponche de haba, que unas mujeres del Cuzco habían llevado para preparar y vender en los días del aniversario. Recuerdo que comentaba sonriendo de gusto, sobre un hacendado que había viajado a los Estados Unidos, y al volver había dicho que toda la zona que rodeaba al pueblo, se parecía a Texas. Es por eso que un día, alguien decidió escribir con pintura blanca sobre una piedra de contornos caprichosos y muy cerca de la entrada principal: “Ñuñoa Texas”. Ahora, Melesio está muerto. Fue mi compadre espiritual, porque estuvimos juntos también en un Rutuchi. No pude creerlo cuando le reconocí. Sus zapatos y medias estaban perfectamente colocados como en línea, a un metro de distancia de sus pies. Los zapatos se veían nuevos y parecían mudos testigos presenciales. No pude quedarme más tiempo y creo que después el personal del consejo y la policía del puesto, se encargarían de hacer algunas averiguaciones. Escuché que algunos decían que habían sido los terroristas, mientras otros, decían que había sido la policía, porque Melesio estaba marcado desde hacía mucho tiempo. Cuando estaba por volver del pueblo y el camión estaba con el motor encendido, observé a un hombre de lentes, obviamente foráneo, conversando con un profesor de frente muy amplia y algo embriagado, que decía:
     – En este pueblo y en otros, hay que caminar con cuidado, porque ya son varios los muertos.
    Víctor recordó toda la conversación y volvió sus ojos sobre el rostro de José María, encontrándole limpiándose el polvo de una de sus mejillas. De una casa de enfrente, una mujer entrada en años les miraba a través de una ventana del segundo piso. Creyó ver en el semblante de José María y con mucha claridad una interrogante, porque había observado en cada uno de los movimientos de los músculos de su cuello, como una tensión muscular al contemplar el vehículo de los uniformados, que había pasado como un bólido. Recobró de inmediato la cordura al escuchar la bocina de un camión, acercándose lentamente con su pesada carga de hombres y de bultos. Viajaban aproximadamente unas cuarenta personas, advirtiendo en cada uno de ellos, la sed dibujada sobre sus labios secos.
     Volvió sobre su mente y sin querer, sobre la sonrisa sarcástica que había visto, sí, y también el brillo de un diente de oro. Por supuesto que ese brillo lo recordaría después por mucho tiempo.
     – ¿Llevaremos algo de comida para el perro?, preguntó José María.

     Víctor, al escucharlo, dio unos pasos en silencio, recordando ahora que habían sido cinco los hombres viajando en el automóvil.

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