martes, 5 de julio de 2016

Sintiendo a Irene

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 Sintiendo a Irene

     La habitación de Irene era la siguiente de Victoriano. Ocupaba con su madre un espacio más que servía como cocina. Una noche de un domingo, Victoriano se vio en esa habitación rústica. Exactamente en el centro, había una mesa muy pequeñita. Simplemente estaba sentado frente a ella, dispuesto a disfrutar del primer sorbo de un café caliente.
     La vio serena al momento de escucharla y sus líneas de expresión dibujaban a una niña que se convertía en mujer. El movimiento de la llama del candil, hacía más refulgente la luz por fracciones de segundo y el rostro de ella se iluminaba más. Sus ojos expresaban la vida, distinguiéndose con suma facilidad unos contornos claros y preciosos en sus pupilas. Era una de las partes más expresivas y vivaces de todo su cuerpo. Un color inusual en sus ojos, le daba una apariencia juvenil, diáfana y candorosa.
     Victoriano preguntaba muchas cosas y por toda respuesta encontró su compañía natural. Ese día no necesitó más. El hecho de compartir junto a ella le llenó de vida también. ¿Qué tenía ella? ¿Cuál era esa energía desconocida para muchos? Por un momento, creyó imaginar ser parte de ella, como un hermano menor, aunque, pensar en esa posibilidad, se convirtió en algo absurdo. Claro, no podía ser su hermano, pero, había algo imperceptible para los ojos de la gente, y creyó darse cuenta.
     Cuando la sombra de su perfil se proyectaba sobre la pared y la habitación se hacía más oscura, el brillo de sus pupilas se iluminaba más, como queriendo atraer la luz del candil a través de sus ojos.
     Había algo indescriptible y velado entre ambos, en la que ninguno quería incidir con mayor profundidad. Estaba presente y se respiraba.
     Por primera vez, Victoriano había considerado que despertaba una confianza entre ambos, muy sutil; además, la atmósfera reflejada en el ambiente tenía un aroma de mujer, que no se repetiría jamás.
     De pronto y en medio de la noche, se escuchó un grito destemplado, llamándole:
     – ¡Victoriano!
     Y se volvió a escuchar como si la voz viniera del averno:
     – ¡Victoriano!
     El silencio, la llama del candil y, hasta las mismas paredes rústicas se estremecieron. No había duda. ¿Quién había osado en llamarle en esos momentos de total contemplación?
     El eco de la voz siguió escuchándose varias veces más, como si atravesara el espacio infinito, y cayera con mayor fuerza sobre la cabeza de ambos. Saltó por primera vez de su asiento y sus ojos se cegaron al recibir un nuevo destello de luz, al reflejarse sobre una vasija de metal que se encontraba sobre un caprichoso y singular estante.
     Victoriano reconoció la voz de la señora Carolina, al igual que Irene. Sintió necesidad de contestar el llamado de esa persona, quien a veces llamaba tía. Además, para eso estaban los grandes, para cuidar de los menores. ¿Cuidarlos? ¿Realmente lo hacían? ¿De qué? Qué necesidad tenía Victoriano de ser cuidado, y por una persona a la que solo había aprendido a llamarla de forma muy familiar. Nadie le había explicado con certeza absoluta, de que forma la señora era su tía. No tenían apellidos semejantes, y más parecían alejados de toda relación familiar.
     Claro, esa noche contestó más por un cumplido que por otra cosa, y por única respuesta logró escuchar algo como un murmullo que refunfuñaba:
     – ¿Qué haces en la cocina?
     Y volvió a escuchar, aunque sin convicción:
     – Tu madre dejó encargado que te vea.
     Apenas había empezado la taza de café y tuvo que irse. Irene se puso de pie, mostrándose muy pensativa, como tratándose de explicar la razón de todo ello. No encontró sentido a nada, porque todos en la casa vieja necesitaban ser como una familia, aunque nunca lo habían comprendido de esa manera. Simplemente miró a Victoriano con algo de tristeza, porque muchas veces, los niños se buscan sanamente, para acompañarse de la soledad incomprendida.
     ¿Adónde ir en medio de la noche?


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