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Sintiendo
a Irene
La
habitación de Irene era la siguiente de Victoriano. Ocupaba con su madre un
espacio más que servía como cocina. Una noche de un domingo, Victoriano se vio
en esa habitación rústica. Exactamente en el centro, había una mesa muy
pequeñita. Simplemente estaba sentado frente a ella, dispuesto a disfrutar del
primer sorbo de un café caliente.
La
vio serena al momento de escucharla y sus líneas de expresión dibujaban a una
niña que se convertía en mujer. El movimiento de la llama del candil, hacía más
refulgente la luz por fracciones de segundo y el rostro de ella se iluminaba
más. Sus ojos expresaban la vida, distinguiéndose con suma facilidad unos
contornos claros y preciosos en sus pupilas. Era una de las partes más
expresivas y vivaces de todo su cuerpo. Un color inusual en sus ojos, le daba
una apariencia juvenil, diáfana y candorosa.
Victoriano preguntaba muchas cosas y por toda respuesta encontró su
compañía natural. Ese día no necesitó más. El hecho de compartir junto a ella
le llenó de vida también. ¿Qué tenía ella? ¿Cuál era esa energía desconocida
para muchos? Por un momento, creyó imaginar ser parte de ella, como un hermano
menor, aunque, pensar en esa posibilidad, se convirtió en algo absurdo. Claro,
no podía ser su hermano, pero, había algo imperceptible para los ojos de la
gente, y creyó darse cuenta.
Cuando la sombra de su perfil se proyectaba sobre la pared y la
habitación se hacía más oscura, el brillo de sus pupilas se iluminaba más, como
queriendo atraer la luz del candil a través de sus ojos.
Había
algo indescriptible y velado entre ambos, en la que ninguno quería incidir con
mayor profundidad. Estaba presente y se respiraba.
Por
primera vez, Victoriano había considerado que despertaba una confianza entre
ambos, muy sutil; además, la atmósfera reflejada en el ambiente tenía un aroma
de mujer, que no se repetiría jamás.
De
pronto y en medio de la noche, se escuchó un grito destemplado, llamándole:
–
¡Victoriano!
Y se
volvió a escuchar como si la voz viniera del averno:
–
¡Victoriano!
El
silencio, la llama del candil y, hasta las mismas paredes rústicas se
estremecieron. No había duda. ¿Quién había osado en llamarle en esos momentos
de total contemplación?
El
eco de la voz siguió escuchándose varias veces más, como si atravesara el
espacio infinito, y cayera con mayor fuerza sobre la cabeza de ambos. Saltó por
primera vez de su asiento y sus ojos se cegaron al recibir un nuevo destello de
luz, al reflejarse sobre una vasija de metal que se encontraba sobre un
caprichoso y singular estante.
Victoriano reconoció la voz de la señora Carolina, al igual que Irene.
Sintió necesidad de contestar el llamado de esa persona, quien a veces llamaba
tía. Además, para eso estaban los grandes, para cuidar de los menores.
¿Cuidarlos? ¿Realmente lo hacían? ¿De qué? Qué necesidad tenía Victoriano de
ser cuidado, y por una persona a la que solo había aprendido a llamarla de
forma muy familiar. Nadie le había explicado con certeza absoluta, de que forma
la señora era su tía. No tenían apellidos semejantes, y más parecían alejados
de toda relación familiar.
Claro, esa noche contestó más por un cumplido que por otra cosa, y por
única respuesta logró escuchar algo como un murmullo que refunfuñaba:
–
¿Qué haces en la cocina?
Y
volvió a escuchar, aunque sin convicción:
– Tu
madre dejó encargado que te vea.
Apenas había empezado la taza de café y tuvo que irse. Irene se puso de
pie, mostrándose muy pensativa, como tratándose de explicar la razón de todo
ello. No encontró sentido a nada, porque todos en la casa vieja necesitaban ser
como una familia, aunque nunca lo habían comprendido de esa manera. Simplemente
miró a Victoriano con algo de tristeza, porque muchas veces, los niños se
buscan sanamente, para acompañarse de la soledad incomprendida.
¿Adónde ir en medio de la noche?
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