sábado, 16 de julio de 2016

El tren y los perros muertos

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 El tren y los perros muertos

     – Llega el tren – dijo José María, inquieto.
     – Sí, tranquilo y con calma – dijo Víctor –, yo hablaré con las personas y si es necesario me apoyas un poco.
    – Bien – respondió José María, mientras sujetaba con cierto temor el cordero degollado.
     El tren llegaba pesadamente como todos los días y a la misma hora. A veces, daba la impresión que la locomotora con los coches aparecían estruendosamente, y hacían temblar todo el piso de la estación, que se encontraba muy cerca del pueblo de Pucará. El tren llegaba con centenares de personas y algunos se encontraban ya de pie y junto a las puertas, dispuestos a bajar de inmediato y comprar en el poco tiempo que disponían.
     Allí estaba José María, sujetando la talega tímidamente, tratando de soportar parte del peso. Podía verse también algunas manchas rojas, siendo notoriamente la expresión de la mejor carne de ese momento. A su costado, su amigo inseparable. Prácticamente como un hermano, desde hacía varios años. Simplemente, la vida cotidiana en el pueblo los había convertido en hermanos. La madre era la misma tierra y el pueblo los había procreado, criaba y hacía vivir.
     Al detenerse la máquina con el chirrido de sus ruedas sobre los rieles y el silbato repentino, las personas bajaban casi apresuradamente a comprar el mejor queso que se vendía por esos lugares, los productos artesanales, los famosos toritos de Pucará y la mejor carne. Muchas estaciones tenían cierta fama en vender algunas cosas. Es obvio que la gente tenía que vivir.
     – ¡Cuánto cuesta la libra! – interrogó uno de los viajeros codeándose con otras personas y casi atropellándose con las palabras, porque el tren debía proseguir su marcha.
     – ¡Cuesta tanto! – dijo Víctor, con el precio exacto.
     – ¿Es carne fresca? – preguntó el comprador.
     – Sí – respondió Víctor –, es fresca y muy reciente.
     – ¡Oh! muy bien. Eso sí realmente es bueno.
     – ¿Tiene otro cordero más? – preguntó otra persona con pocas palabras.
     – No, por el momento no, probablemente más abajo – volvió a contestar Víctor, mientras José María le miraba con sus ojos expresivos y bien abiertos.
     – ¡Mala suerte! – sentenció el cliente apurando sus pasos, porque en ese instante se escuchó la primera campanada del tren.
     Ciertamente, no todos vendían y a la tercera campanada el tren iniciaba su vaivén lentamente. El maquinista trataba de mirar desde la locomotora, a las últimas personas que subían en pleno movimiento. Así, la máquina se alejaba como si estuviese viajando hacia el infinito, mientras tanto las pupilas de Víctor y José María intentaban mirarlo por última vez, para después, volver a pensar en que harían lo mismo. Era una forma de subsistir, tener unas cuantas monedas en las manos, y seguir viviendo.
     Mayormente, el pueblo vivía de la producción de cierta artesanía, y algo de agricultura; aún así, el comercio era incipiente. Se subsistía al paso de los años, y así pasaran cien, probablemente no se notaría el crecimiento.
     Cuando algunas veces pasaban los camiones repletos de gente por la calle principal del pueblo, una vez más algunos lugareños, estaban bien dispuestos en medio del camino, para ofrecer algo y así poder vivir.
     – Necesitamos alimentar otro cordero – dijo Víctor, con una sonrisa sarcástica sobre su rostro.
     – Sí – respondió José María, como por efecto.
     – Yo he visto un animal flaco cerca de la casa – dijo Víctor, pensativo.
     – ¿Hace poco? – interrogó José María, con un poco de miedo.
     – Sí – afirmó Víctor.
     – ¿Cuántos días demorará en engordar? – preguntó José María, tímidamente.
     – Es probable que unos cinco días, tratando que coma los desperdicios que le dan a los chanchos – dijo Víctor, muy seguro de sus palabras.
     –  ¡Oh! – exclamó José María.
     – Seguro, mañana te lo enseñaré.
     Habían escogido un perro negro y flaco para alimentarlo. Les costó un poco hacerse conocidos del animal, hasta que, con un poco de comida lo llevaron hacia la casa de José María y lo amarraron en el patio. Así, pasaron algunos días y hasta compraron más comida. El perro comenzó a tomar cuerpo y muy pronto Víctor se daría cuenta que había llegado el momento de sacrificarlo.
     La madre de José María salía todos los días muy temprano y volvía al entrar la noche. Había notado del animal amarrado desde hacía varios días, porque al momento de salir hacia la calle, parecía querer seguirla. Se había preguntado del por qué lo encontraba amarrado y como única respuesta de su hijo, había escuchado:
     – El perrito es de mi amigo Víctor, y solo estará por unos días.
     Sin embargo, el animal se había acostumbrado a la total libertad y parecía querer morder la soga que lo sujetaba fuertemente, porque los primeros días fueron de mayor lucha.
     Después que su madre dejaba la casa para dirigirse al campo, donde pastaba algunos ganados ajenos, José María miraba el perro y lo hacía con tristeza. José María incluso tenía mucho más cuerpo que Víctor, pero su semblante, ímpetu y energía, se veían muy disminuidos.
     Muchas veces recordaba sueños extraños, donde veía caminos desiertos y silenciosos, contemplándolos en silencio. A veces, tenía la impresión que estaba en el propio escenario, dando saltos intrépidos, acercándose hacia una casa que parecía conocida. También soñaba viendo caer a muchas personas de una casa hacia el vacío. Ellos caían después de hacer movimientos temerarios y aterradores a sus ojos. Los escuchaba gritar muy despacio y gesticulaban los labios al momento de estrellarse contra el piso, estirando los brazos. Percibió que uno de ellos estiraba todos sus dedos. Despertaba a veces inquieto y abría sus ojos, lo más grande que podía; y luego, recordaba simplemente que era un sueño, tocándose a sí mismo para darse cuenta de su existencia sobre los cueros carnerunos.
     Cuando volvía de la escuela, apuraba el paso por el camino de tierra para encontrarse con Víctor, quien le esperaba a una hora indicada, muy cerca de la esquina de su casa. Casi siempre le veía sosteniendo una pequeña bolsa con la comida para el perro, apretando el puño fuertemente, hasta hacerse notar las venas. Le había visto varias veces así, y daba la impresión de que nunca soltaría el paquete. Cuando ese día le encontró de esa manera, le halló también con una mirada perdida en el horizonte, mirando casi extraviado hacia el final del pueblo, que se encontraba a una cuantas cuadras. ¿En qué pensaba Víctor? ¿Por qué miraba a la distancia mordiendo fuertemente sus dientes?
     Por la mente de José María, pasaba las imágenes de sus sueños y después de pocos días los olvidaba por completo. Creyó soñar con un hombre varias veces y le pareció su padre. Su madre le había contado que había partido muy lejos. No sabía si vivía realmente. Sus años y la vida en el pueblo le dieron una actitud algo sumisa, reflejándose al momento de mirar hacia el piso cuando caminaba. Siempre fijaba su mirada en las piedras ásperas del camino, al encontrarlas extrañas, porque creyó ver en algunas el rostro de algún ángel que había visto en los libros de religión de su escuela.
     Cuando José María escuchó que el día había llegado, no supo qué hacer; porque no había imaginado de la forma cómo lo harían. Sabía de la manera cómo los campesinos adultos sacrificaban a sus animales y resultaba muy rápido, claro que siempre abría la boca casi espantado al momento de ver correr la sangre cayendo sobre un depósito. ¿Cómo hacerlo ahora? ¿Qué procedimiento tomar?
     Obviamente, la respuesta no se dejó esperar y de inmediato tuvo la primera al momento de encontrarse con Víctor:
     – He traído una manta grande y un cuchillo.
     – ¿Lo haremos igual que al ganado? – interrogó José María.
     – Creo que sí – afirmó Víctor.
     Los dos ingresaron a la casa y José María percibió las intenciones de Víctor al momento de mirarle directamente a sus ojos. Estaba de pie, observando el perro, como pensando en la mejor manera. Por un instante, los miró a los dos, primero a Víctor y después al animal. Estaban exactamente uno frente al otro. Creyó saber que Víctor tenía puestos todos sus pensamientos en el procedimiento y le imaginó abalanzándose con la manta, para cubrirle la boca y evitar ser mordido; con la otra mano y muy diestramente, debía introducirle el cuchillo de dos filos a la altura del cuello.
     El animal también miraba a Víctor y movía lentamente la cola, ¿descubriría un rasgo de maldad en la frente del muchacho? No lo había movido como en los días anteriores, al saber que sería alimentado; aunque, en el fondo de todo, imaginó una nueva bolsa de comida. La cola empezó a contornearse más.
     José María, reaccionó a sus cavilaciones, al escuchar el cantar de un pájaro negro, volando precisamente  sobre sus cabezas. Levantó la mirada y el canto continuaba con mayor fuerza. Recordó de varios que había visto igual cerca del río, dando vueltas sobre los cadáveres de algunos animales putrefactos. Por un momento se le erizaron los pelos y levantó un brazo, haciendo un ademán para espantarlo. El pájaro se alejaba muchos metros y luego volvía, para alejarse de nuevo. Víctor notó también la presencia del animal y algo dijo entre dientes, porque el perro movió sus orejas nítidamente. Ahora, Víctor volvió a meditar nuevamente, porque en ese momento la perturbación había cambiado sus planes.
     Víctor lanzó cuidadosamente la manta sobre la cabeza del animal y en el acto acometió sobre él. Volteó sus ojos por un instante para mirar a José María y volvió sobre el animal, sujetando el cuerpo con fuerza, de acuerdo con su plan, astucia y precaución. Percibió que, el animal estaba tranquilo y sólo movía la cabeza, como tratando de librarse de la manta. ¿Buscaba respirar? José María, después de sentir la mirada de Víctor, estaba también casi sobre el perro.
     – ¿Y el cuchillo? – preguntó José María tímidamente.
     Después de escucharle, Víctor reparó en el arma. Realmente lo había olvidado al pensar en la reacción del animal. Los dos se encontraban encima del animal y le permitieron asomar su cabeza por una parte de la manta, jadeante, mientras casi todo el cuerpo lo tenía cubierto. El perro quería zafarse infructuosamente de la presión y las manos de ambos, moviendo fuertemente el cuerpo, mientras trataba de mordisquear la manta que rodeaba su cuello. Víctor le pasó el cuchillo a José María por encima de la cabeza del animal y lo sostuvo con una de sus manos, pero recibió sobre sus ojos un rayo de luz reflejado en el metal, que lo cegó por un instante. Sintió caérsele el cuchillo y le tembló la mano.
     Miraba hacia el cuchillo impávido y petrificado. Levantó la cabeza en dirección hacia la casa de un vecino, al sentir el movimiento de una ventana y escuchar el murmullo de varias voces. Nuevamente miró hacia el pájaro, que tenía unos ojos más negros de lo que había imaginado antes. Estaba por ponerse de pie y Víctor cogió el cuchillo de nuevo, en el momento en que el animal lo miró directamente a los ojos, mientras enseñaba sus fauces. Por un momento, imaginó escuchar una voz diciéndole que tenía que ser dos punzadas en el acto. Cuando estaba por mover su brazo, resuelto y de inmediato, sintiendo la mirada del animal sobre él y sabiendo que José María seguía temblando de miedo, dejó caer el cuchillo sobre el piso y no supo que hacer, mientras algo presionaba su cuerpo y su cerebro. Incluso, al sentirse desesperado y turbado, trató de empezar el ahorcamiento con sus dos manos, mientras José María temblaba más; sin embargo, logró escuchar que este le decía balbuceante y con una lágrima cayéndole sobre su mejilla izquierda:
     – Tenemos que sentarnos sobre él.
     Así lo hicieron y no se dieron cuenta exactamente del tiempo que les tomó estar en la misma posición. El cansancio, las adoloridas nalgas y la quietud total del animal, les indicó que habían cumplido su propósito.
      A la mañana siguiente, el animal degollado yacía dentro de la talega, aparentando ser una oveja. Incluso habían pegado sobre el cuerpo con un pegamento muy fuerte, un pedazo muy pequeño del cuero de una oveja verdadera. También habían introducido por el ano del animal, algo de guano, lo que demostraba su originalidad.
     No esperaron mucho y un nuevo camión hizo su aparición con otra cantidad de gente. Una vez más el rostro de José María reflejaba un poco de miedo, mientras Víctor arreglaba el trato.

     Luego de un rato, el negocio había concluido y el camión se alejaba levantando polvareda, envolviendo a la gente. No faltó indudablemente el abrazo de triunfo de ambos con una mueca a manera de sonrisa entre sus labios, mientras sujetaban algunos billetes y monedas. Ahora, tenían que pensar en buscar otro animal para seguir viviendo un poco más. Seguro que lo encontrarían muy pronto, porque los animales también caminaban hambrientos y sedientos.

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