36
El
teniente
Al
llegar al pueblo de Langui en medio de la cordillera, lo primero que se
distinguía era la plaza principal con algunos contados árboles descuidados, la
iglesia y el puesto policial. Sobre el dintel de la puerta del puesto, habían
colocado el escudo nacional en una ceremonia de hacía muchos años, donde sólo
habían participado algunos policías. Una bandera nacional flameaba sobre un
asta astillada, exactamente frente a la puerta y a pocos metros, manteniendo
sus colores opacos y deslucidos por el tiempo.
Algunos pobladores recordaban que alguna vez y por mucho tiempo, el
puesto policial había permanecido cerrado, y durante ese tiempo, habían visto
llegar a una persona, con el propósito de cambiar los candados. Era un poco
extraño y los pobladores lo habían advertido. De pronto, los candados brillaban
de nuevos. El color preferido era el amarillo, hasta que poco a poco se cubría
de polvo, volviéndose de un color opaco y herrumbroso.
– ¡Es
la laguna!
Muchas personas habían mencionado sobre eso, y aunque no eran expertos,
alguien argumentó con cierta curiosidad que era la brisa de la madrugada y que
exactamente caía sobre la puerta. Desde ese día, procuraron pasar a lo lejos y
solamente algunos se habían atrevido a mirar de soslayo.
Un
día, el escudo y la bandera nacional aparecieron en la parte posterior del
puesto, por un canchón, y allí quedó por mucho tiempo. La persona que al
comienzo había advertido del hallazgo casi corrió despavorida gritando que
había una gran cantidad de sangre,
porque el color era de un rojo muy intenso. Otros afirmaron que sólo era uno de
los colores de la bandera y que también la brisa había contribuido en la
intensidad del mismo. Algunas veces y desde muy lejos, una mujer entrada en
años se detenía para mirar el sitio, en una contemplación extraña, tomándose
todo el tiempo posible; hasta que, no faltó el murmullo que un día estuvo por
horas, llevándose luego el escudo y la bandera.
Así,
de pronto todo cambió, porque los nuevos tiempos y las noticias que llegaban
sobre el terrorismo habían influenciado para que un puñado de policías lleguen
al pueblo y se acondicionen de nuevo y, exactamente a unos tres metros de la
puerta principal, habían colocado más de una docena de sacos de arena.
Parecía el inicio de una guerra, en donde los preparativos de la guardia
no se dejaron esperar. Los pobladores pasaban y mantenían cierta distancia.
Era
muy usual ver el color negro de sus chompas al despertar al día de cada mañana,
cubriéndoles todo el cuello, y siempre uno y desde muy temprano, hacía guardia
detrás de los sacos de arena y a un costado del mástil de la bandera nacional.
Naturalmente, con la ametralladora dispuesta entre sus brazos y con uno de los
dedos sobre el gatillo.
La
actitud que empezaron a tomar el grupo de siete u ocho policías al mando del
teniente Cadenas, demostraba cierto orgullo y petulancia. Aunque era cierto de
sus bajos ingresos monetarios y el permanente reclamo de otros a nivel
nacional, para conseguir mayor incremento remunerativo. Ellos mantenían una
estructura de dirección y obediencia, lo que imposibilitaba salirse de
inmediato o renunciar, además de que en el país se vivía el problema del
desempleo.
Había
días muy relajados y hasta cierto punto, rutinarios, donde más de uno, se
miraban unos a otros, reían, y se ponían a tomar algunas cervezas dentro del
local o en la puerta principal. Brindaban por ellos, las mujeres, las putas y
por el país. Reían a mandíbula abierta, cuando alguno recordaba a cierta mujer
estúpida, concubina o esposa de algún oficial, que al final, había terminado
acostándose con varios. Las carcajadas iban y venían, así como el vaso. El
teniente Cadenas reía más, hasta cogerse con las manos a la altura del abdomen
e inclinar el cuerpo hacia delante.
La
alegría aumentaba y el brillar de los ojos también, cuando llegaba la esposa o
la enamorada de algún policía y convivía en el mismo puesto policial durante
muchos días.
Cuando se juntaban dos o tres mujeres, parecía una casa singular
dispuesta para varias familias, donde vivían y compartían hasta en la forma de
permanecer detrás de los sacos de arena. Trataban de estar bien peinadas, así y
todo el transcurso de los días, el polvo, las incomodidades y la brisa de la
laguna, las convertía poco a poco en mujeres descuidadas, hasta tal punto que
optaban por retirarse nuevamente.
Dentro de la organización policial, algunas veces se producían cambios
rotativos del personal y, obviamente, primaba un cronograma específico
dispuesto inicialmente desde la capital. Así, cuando alguno de los comandos se
enteraba de su cambio, sentía una alegría inusual.
– Mi
teniente – dijo el comando –, volveré a la ciudad.
–
Felicitaciones, te lo merecías.
–
Gracias mi teniente – contestó el comando –, pero no vaya a pensar que el
pueblo no me gusta, sólo son las incomodidades que sufrimos.
– Por
supuesto – respondió el teniente Cadenas haciendo una mueca –, a mí me vas a
decir, yo que he estado por muchos lugares.
Tenían que llegar las cervezas para brindar por la despedida, y el mismo
comando las compraba en la tienda del pueblo, introduciéndolas en una bolsa de
plástica negra. Aunque verdaderamente no servía la bolsa, porque después
continuaban libando en la misma puerta, mientras uno de ellos, intentaba seguir
de pie junto a los sacos de arena con la ametralladora entre sus brazos y con
los ojos rojizos por la bebida.
–
Aunque mi teniente – dijo el comando con signos de borrachera –, me hubiera
gustado tirármela a la María.
– ¡No
digas eso carajo! – respondió el teniente Cadenas.
–
¡Claro pues mi teniente! – afirmó el comando, casi gritando y en voz baja –,
esa chola es muy buena y se maneja las mejores piernas del pueblo.
– ¡Carajo! – gritó el teniente meditabundo –,
olvida eso, a veces hay que…
No
terminó la expresión y hasta creyó que lo dijo sin pensar. Miró hacia el vacío
y recordó la oportunidad en que se impuso a María por la fuerza estando en su
casa a solas y logró violarla. El pueblo no había conseguido perdonarle, a
pesar de algunas explicaciones de un posible enamoramiento. Nunca reconoció su
culpa y como una salida hábil, había logrado su cambio hacia otro lugar y
consiguió alejarse por un tiempo; hasta que, años después, la presencia del
terrorismo, su experiencia por esos lugares, le hicieron volver, aunque no lo
hubiera deseado realmente.
–
¡Oh, claro mi teniente! – respondió el comando, mientras trastabillaba entre
sus propios pies e intentaba sostenerse en otro compañero.
–
¡Cuidado! – advirtió el teniente –, puedes caerte en cualquier momento.
Volvió a mirar hacia el vacío y se volvió a dibujar sobre su rostro una
mueca a manera de risa. Una vez más estaban frente a la puerta del puesto, mostrándose
con toda naturalidad y sintiéndose importantes. El teniente Cadenas, como
siempre, lo había hecho en alguna situación parecida. Trató de ponerse en
posición de firmes, aunque con poco disimulo. Volvió su rostro hacia la laguna
y abrió sus labios mucho más por la parte del canino derecho, para mostrar la
brillantez de uno de sus dientes de oro. Algunas veces y casi por coincidencia,
el sol se reflejaba exactamente como si fuera un espejo. Volvió a mostrar sus
dientes y más de uno sonrió.
– No
es para tanto mi teniente – contestó el comando mirándole con otra mueca sobre
el rostro, mientras sostenía el vaso entre sus manos y perdía el control del
equilibrio –, es la emoción, nada más que la emoción, ¡Salud! mi teniente.
Algunos lugareños les miraban a lo lejos, e incluso la madre de María se
sentía incómoda en su pequeña tienda, al recordar los acontecimientos de hacía
algunos años, cuando ella había viajado llevando azúcar a una feria ganadera.
Ella miraba y trataba de calmarse, cuando algún agente policial volvía a
comprar más botellas de cerveza. Otros preferían quedarse en sus casas y ser
indiferentes a las escenas callejeras, porque nadie sabía lo que podía
acontecer después.
–
¡Salud! – volvió a decir el comando.
–
¡Salud! – respondió el teniente y al unísono los otros.
La
tarde caía y el crepúsculo se apreciaba con la aparición paulatina de una
tímida luna, intentando brillar a lo lejos. Así, los ánimos se encendieron y
como si se hubieran puesto de acuerdo, entre palabras entrecortadas y
murmullos, el teniente ayudaba a sostener al comando, mientras lo conducía
hacia la tienda en busca de María, solo para despedirse.
Y
entre más risas, palabrotas, jaloneos y trastabilladas, lograron llegar a la
tienda, mostrando la mejor sonrisa con olor a trago y tabaco.
–
¡Vámonos carajo! – afirmó el teniente malhumorado y casi en posición de firmes,
dándose cuenta de su error, mientras mostraba la abertura de sus labios por uno
de sus caninos.
– Un
momento nada más – insistió el comando en voz baja, mientras arrastraba las
palabras que parecían entremezclarse con la saliva blanquecina que caía por una
de sus comisuras. De modo que, y casi perdiendo el control sobre sí mismo, se
encontró con la madre de María, quien intentaba cerrar la puerta e impedirles
el paso.
–
¡Vámonos carajo! – volvió a gritar el teniente, entre tanto el comando perdía
el equilibrio y caía sentado hacia atrás, para luego caer sobre el piso,
recostándose sobre una mejilla.
–
¡Puta Madre! – gritó el comando.
–
¡Cuidado!
A
duras penas le ayudaron a ponerse de pie y con la ayuda de otro. Refunfuñando,
gritando, limpiándose la saliva y la tierra de las mejillas, volvieron hacia el
puesto policial para recostarse sobre un catre de fierro oxidado y de muchas
noches cotidianas.
Una
hora después de lo acontecido, la oscuridad era total en el pueblo y una tienda
permanecía abierta en la plaza, alumbrada por la tenue luz de una vela. Luego,
llegaron dos hombres apuestos en sus caballos y después de pagar por una
botella de aguardiente, uno de ellos se dispuso a tocar sobre una guitarra,
empezando a cantar los mejores huaynos y
entonar las mejores letras de amor, al compás del sonido de las cuerdas.
Quedan pocos minutos para
retirarnos
Adiós mamita, ya, ya me voy
Adiós papito, ya, ya me
voy.
Con este borracho ladrón de
amor.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario