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Amor y
odio a la misma vez
La
tía Carolina caminaba despacio, apoyándose sobre un bastón de madera muy
delgado. Mujer de mucha sabiduría y experiencia, y casi la única que no cesaba
de recordar y contar sobre la existencia de los tranvías.
Ella
ocupaba el último ambiente de los tres que conformaba el bloque de
habitaciones, donde vivía Victoriano. Por ser de la misma estructura, las
calaminas y el tumbadillo eran de alguna forma similares; aunque, por su
condición de mujer entrada en años, el techo de ella se veía más cuidado,
porque un día, su hijo mayor que vivía en la zona de la ciudad que se veía
fantasmal por los grandes edificios, se preocupó por hacerle poner algunas
pequeñas tiras de madera, mejorando la apariencia notablemente.
Su
habitación daba miedo. Al momento de estar de pie bajo el dintel de la puerta,
se distinguía en la primera mirada y sobre la pared, algunos cuadros de santos
extraños con el rostro triste y apesadumbrado. Simplemente, mirarlos provocaba
una tristeza compartida y cierta cobardía. Al dar un paso más hacia el
interior, se distinguía sobre la pared izquierda más cuadros de diferentes
tamaños, y el rostro de Jesús ensangrentado con una mirada suplicante. Mirar
hacia la parte derecha, era casi un imposible, porque un biombo adecuadamente dispuesto
dividía el ambiente, protegiendo y separando dos camas de todo el conjunto y,
al dar dos pasos más, se empezaban a distinguir sobre el mismo lado, otras tres
pinturas de gente desconocida.
Hasta
la misma puerta daba miedo, porque una gran aldaba antigua y de metal, servía
también para poner otro candado antiquísimo y de color negro. Al mover la
puerta, se escuchaba un crujido
endiablado en medio de todos los santos. Verdaderamente, a veces daba la
impresión que las bisagras querían huir y con todas sus fuerzas, aún
encontrándose adheridos por varios tornillos a los marcos de madera, que hacían
imposible todo intento de huida.
Un
reloj antiguo, colocado expresamente sobre el costado derecho de la pared
contigua a la puerta, mostraba su presencia con su caminar permanente y con un
sonido muy singular por cierto. El tictac constante penetraba el cerebro
paulatinamente, y cuando estaba perforado, por decirlo de alguna manera, el
reloj pasaba al olvido. Como para recordar a la gente de su existencia, se
alistaba animado y con unos tranquilos sonidos iniciales, para dar las
campanadas habituales al ritmo del péndulo de bronce. Y el tictac continuaba
eterno e infinito. Seguro que, cualquiera no acostumbrado a la ingeniería del
reloj, podría haber quedado maravillado o enloquecido del todo. En el silencio,
cobraba vida e imponía su presencia. La tía Carolina no reparó en él, y
solamente lo hizo, cuando en una oportunidad, dejó de funcionar. Obviamente,
algún día tuvo que suceder, y también, los males y la fatiga le vinieron de
pronto, no pudiendo caminar a su ritmo acostumbrado por muchos días, quejándose
frecuentemente de algunos dolores a las rodillas. Miraba hacia el reloj y se
quedaba contemplándolo por muchos e interminables minutos, mientras suspiraba
profundamente. Algunas veces hasta le hablaba, y creyó escuchar claramente
algunas respuestas. La risa y los ánimos volvieron a ella, cuando nuevamente la
máquina inició su marcha y se escuchó la primera campanada. Así y de esa
manera, todo volvía a la normalidad habitual.
Un
punto de encuentro para Victoriano y por algún tiempo, fue el hogar de esa
mujer que no era su madre, pero que representó mucho de vida, ciertas
costumbres y vivencias.
Por
muchas noches y días, sus pasos lo llevaron hacia esa mujer, que mostraba un
interior tierno como muchas madres; entre tanto también, mostraba un odio
natural hacia otras personas. Una complementación natural, entre la dulzura
reflejada en toda mujer y algo oculto que afloraba algunas veces con cierto
furor.
A
veces se sentaba junto a ella en un sillón grande, algo viejo como sus años y
su rostro. Ambos contemplaban alguna programación en el televisor moderno para
la época y que invadía muchas ciudades de América Latina. Quizá, lo que más
llamaba la atención de Victoriano, era contemplar lo nuevo de ese aparato
mágico, que hacía olvidar el tiempo y la vida por un instante. A veces, la
miraba sonreír y él también sonreía. La escuchaba renegar y se preguntaba qué
había sucedido realmente para molestarla tanto.
Durante un tiempo observó que la visitaba un viejito muy simpático,
vistiendo un terno oscuro y usando siempre un sombrero negro. Venía trabajando
arreglando zapatos por muchos años, y vivía a unas dos cuadras de distancia
aproximadamente, dividiendo su único ambiente que servía de sala, comedor,
dormitorio y el pequeño taller. La sala y el comedor fueron desapareciendo por
el transcurso del tiempo, y sólo quedaron zapatos regados sobre el piso,
terminando muchos de ellos en un rincón, en una espera infinita.
Don
Víctor llegaba con sus pasos cortos, el sombrero negro y la piel flaca que
parecía juntarse con sus huesos. Hablaba y sonreía, mostrando sus pocos dientes
y resaltando uno de los incisivos. La tía Carolina también sonreía, y a veces,
acomodaba su dentadura postiza con prontitud, al momento de sentirla cayéndose
de la boca. Pero no importaba. La vejez contempla y soporta todo, porque a
veces, es lo único que llevan diariamente. La tía Carolina era gruesa, de
carnes gordas; y don Víctor, delgado y esquelético.
Don
Víctor caminaba agachado totalmente, mostrando una joroba inmensa para su
cuerpo. Nadie sabía si había nacido de esa manera, o los años en el taller,
habían determinado esa misma posición por
el arreglo del calzado. El cuerpo había provocado y de manera natural, la
deformación de la columna. A veces, venía apoyado sobre un bastón negro y unos
zapatos del mismo color terminados en punta, y por tanto agacharse a causa de
la joroba, siempre miraba hacia el piso. El saco negro que usaba, colgaba por inercia,
y daba la impresión de querer tocar el suelo muy suavemente. Así llegaba, con
la sonrisa de siempre y el cabello corto envuelto en muchas canas, quedándose
horas y mirando la misma programación que la tía Carolina. A veces, más parecía
que dormían y cada uno en su respectivo lugar. Posiblemente de cansados, vejez,
felicidad, o de cualquier cosa.
En algunas ocasiones, algún comercial muy
bullicioso les despertaba y ambos a la misma vez abrían los ojos. Cuando el
reloj tocaba exactamente seis o siete campanadas, a la primera de ellas,
despertaban de su letargo, para volver a vivir por un instante más.
No fueron necesarias las palabras para
disfrutar de la existencia, así, la presencia de ambos, uno junto al otro, les
llenó de vida en esa parte del tiempo.
Simplemente un día, don Víctor dejó de
venir con esa frecuencia acostumbrada. Probablemente, quiso encontrar algo más
en la soledad cotidiana. A veces, solo uno sabe lo que anda buscando hasta su
último día.
Un tiempo después, alguien dijo que don
Víctor ya había muerto. Cuando Victoriano pasaba frente a la puerta principal
de su taller, ésta se encontraba cerrada. El viejo batiente y la puerta
empezaron a llenarse de polvo y de basura. Por muchos años permanecería
cerrada, guardando posiblemente las pocas herramientas, los zapatos envejecidos
y empolvados, en espera de las manos de don Víctor, para volver a tomar nueva
vida. Victoriano recordaba las veces en que se había sentado frente al viejo,
para llevarle seguro, algún mensaje de la tía Carolina. Contemplaba sus manos
firmes y a veces temblorosas, trabajando sobre lo mismo, doblado, pegando la
quijada sobre su pecho.
Mucho tiempo después que don Víctor
recibiera la extrema unción, algunos familiares llevaron a la tía Carolina hacia
la capital, y siempre decían que estaba bien. Transcurría la vida, los años, y
volvían a decir que se encontraba un poco enferma, pero vivía. Hasta que todos
se perdieron en el tiempo y ella seguía viviendo, como eternamente.
Victoriano alguna vez tuvo la suerte de
quedarse al cuidado de la tía Carolina, porque su padre, así lo había
determinado en algunas ocasiones por algunos viajes que hacía. No fueron muchos
los días en los que tuvo que dormir a los pies de su cama, quizá tres o cuatro
días, porque después, al volver su padre, de nuevo volvía a su habitación
acostumbrada.
La primera noche que pasó en la misma cama
de la tía, sintió una curiosidad muy extraña. Claro, estaba en nueva cama y en
compañía de lo que consideraba una persona algo desconocida y del sexo
femenino. Las siguientes no despertaron la misma curiosidad, por el contrario,
fue el despertar por algunas cosas singulares.
Durante toda la noche y frente al cuadro
de una virgencita, permanecía una luz muy débil y de un color rojizo. La luz
iluminaba suavemente el ambiente, dando la impresión que los demás cuadros e
imágenes también necesitaban de mayor claridad. A veces, todos se veían
tétricos. El compás del péndulo del reloj, complementaba la noche; y el tictac,
hacía del sueño un vaivén de idas y venidas permanentes. Las campanadas de las
doce de la noche, obviamente que eran las más largas y parecían no tener fin.
La primera campanada de la una de la madrugada, se sentía lejana, pero estaba
allí, como preámbulo de lo que acontecería.
La tía Carolina guardaba un cráneo dentro
de un pequeño cajón de madera, a quien llamaba “almita”, e invadía el contexto
de sensaciones cadavéricas y de hechicería. Victoriano tenía su esqueleto y con
mayor cantidad de huesos, y nunca necesitó encenderle una vela semanal frente
al rostro huesudo. Algo más que observó, fue ver a la tía, cuando a duras penas
lograba levantarse hacia la media noche o en las primeras horas de la
madrugada, para tomar la bacinilla que expresamente se encontraba debajo de la
cama y meaba con profusión. A veces, los orines se almacenaban por varios días
debajo de la cama y los olores eran los que indicaban la necesidad de
eliminarlos.
Esa parte de la casa no tenía un baño
independiente, pero había uno que se encontraba al inicio del segundo pasadizo
por donde transitaba Victoriano diariamente y que usaban otras personas. Ella
nunca usó ese baño y prefería hacer sus necesidades en una casucha provisional
y de madera, construida inicialmente como un cuartito cualquiera, que después
se fue convirtiendo como el depósito de cosas inservibles y trapos viejos. En
ese lugar, se escondía para hacer sus necesidades, y, naturalmente, la edad
condicionaba para ello, para después, desecharlo todo en un desaguadero abierto
y muy disimulado que se encontraba en una parte de la casa vieja. Victoriano
pasó así algunas noches, para posteriormente preferir dormir en su propia cama
y comer algo en lugares cercanos.
La tía Carolina rezaba mucho y casi todos
los días. Sintonizaba en una emisora radial un programa especial, donde
transmitían los rezos diarios, con peticiones especiales hacia Jesús y la
Virgen María. Al momento de empezar con las oraciones, sacaba varios rosarios,
para tocarlos y mantenerlos entre sus dedos, mientras cerraba los ojos y a
veces movía la boca, repitiendo los rezos. Cuando podía concurría a la iglesia
más cercana acompañada de su hija y nieta.
Su hija había desarrollado el mismo
cuerpo. Parecían hermanas por la gordura y la vejez. Ambas parecían tener los
mismo años, sin embargo, eran madre e hija.
Victoriano no sabía exactamente desde
cuando vivían juntas, aunque realmente poco importaba. La madre ocupaba la
habitación y exactamente a continuación del reloj y casi en el centro de la
pared, se hallaba una ventana pequeña de madera, sirviendo de comunicación
entre la habitación y el exterior o patio; sin embargo, precisamente allí, se
había levantado un cuarto de madera de regular tamaño, muy similar y casi con
las mismas características, al cuartito destinado en última instancia como baño
particular. Apenas entraba una cama y algunos objetos más de la hija, que
incluía también una máquina de coser.
Realmente resultaba inimaginable que, en
ese espacio incómodo, que incluía algunas cajas viejas con algo de ropa, una
mesa muy pequeña y algún estante viejo, pudiera vivir su hija y la nieta; una
niña de unos doce o trece años de edad, que cursaba sus últimos años de
estudios primarios, en una escuela especialmente para señoritas.
Lo cierto es que el hogar, en general,
estaba compuesto por tres mujeres, y la nieta había acomodado expresamente la
cama donde dormía con su madre, junto a la ventanita de madera. Desde allí,
miraba hacia el televisor, a través de los tres o cuatro centímetros del espacio
que dejaba la puerta entreabierta.
La modernidad había llegado y por los
azares del destino, el hijo mayor de la tía Carolina, había empezado a trabajar
en una empresa de la Gran Ciudad, distribuyendo casa por casa, ciertos papeles
por cobrar. Fue así que, después de muchos años, escogió un televisor como uno
de los mejores regalos para su madre.
Cada noche y a veces en horas de la tarde,
la ventanita de madera que unía el ambiente principal con el cuarto
provisional, se abría por escasos centímetros. Por ese espacio, atravesaba la
mirada de la nieta, de unos ojos ávidos para mirar todo lo que fuera posible de
la programación. Entre tanto, mientras la abuela rodeada de santos,
escapularios y sus rosarios, rezaba y rezaba; en forma simultánea, maldecía
también.
A veces, rezaba en voz alta, manteniendo
con fuerza la Biblia entre sus manos, e incluso, para ser mucho más solemne, se
cubría la cabeza con unos velos finamente estampados. Aún así, maldecía a su
nieta con las peores palabras entrecortando sus rezos, por el simple hecho de
saber que a través de la abertura de la ventana, se filtraba la mirada de una
niña que se convertía en mujer. Algunas veces el odio crecía, mucho más de lo
que uno pudiera imaginar, y levantaba su bastón cuidadosamente desde el sillón
desde donde se encontraba, para empujar muy despacio la ventana de madera, e
intentar cerrarla completamente. Después, se veía de nuevo la abertura. A
veces, por la cólera, empezaba a llorar de impotencia.
Victoriano no había tratado de entender de
la forma en que vivían esas tres mujeres, aunque intentó comprenderlo a su
modo. La nieta, aunque inicialmente no despertara en ella una visión muy clara,
estaba obligada a ser parte de los nuevos cambios que imponían las nuevas generaciones.
Cada día se envolvía sobre la cama como si
fuera una boa elástica porque, a veces, parecía enroscarse hasta tratar de
poner su cabeza dentro de sus rodillas y sus pies. Así, miraba a través de la
abertura, para después quedarse dormida junto a su madre. Cada noche acomodaba
su cuerpo, para dormir profundamente. Usaba un apellido paterno, no obstante,
nunca se supo de la existencia de su verdadero padre.
Ellas también vivieron muchos momentos
compartidos, con un té caliente, un plato de sopa y algo especial. Cuando
Victoriano miraba el dorso de sus manos, todas parecían benditas, aunque entre
ellas, se amaban y odiaban a la misma vez.
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