martes, 5 de julio de 2016

Amor y odio a la misma vez

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 Amor y odio a la misma vez

     La tía Carolina caminaba despacio, apoyándose sobre un bastón de madera muy delgado. Mujer de mucha sabiduría y experiencia, y casi la única que no cesaba de recordar y contar sobre la existencia de los tranvías.
     Ella ocupaba el último ambiente de los tres que conformaba el bloque de habitaciones, donde vivía Victoriano. Por ser de la misma estructura, las calaminas y el tumbadillo eran de alguna forma similares; aunque, por su condición de mujer entrada en años, el techo de ella se veía más cuidado, porque un día, su hijo mayor que vivía en la zona de la ciudad que se veía fantasmal por los grandes edificios, se preocupó por hacerle poner algunas pequeñas tiras de madera, mejorando la apariencia notablemente.
     Su habitación daba miedo. Al momento de estar de pie bajo el dintel de la puerta, se distinguía en la primera mirada y sobre la pared, algunos cuadros de santos extraños con el rostro triste y apesadumbrado. Simplemente, mirarlos provocaba una tristeza compartida y cierta cobardía. Al dar un paso más hacia el interior, se distinguía sobre la pared izquierda más cuadros de diferentes tamaños, y el rostro de Jesús ensangrentado con una mirada suplicante. Mirar hacia la parte derecha, era casi un imposible, porque un biombo adecuadamente dispuesto dividía el ambiente, protegiendo y separando dos camas de todo el conjunto y, al dar dos pasos más, se empezaban a distinguir sobre el mismo lado, otras tres pinturas de gente desconocida.
     Hasta la misma puerta daba miedo, porque una gran aldaba antigua y de metal, servía también para poner otro candado antiquísimo y de color negro. Al mover la puerta,  se escuchaba un crujido endiablado en medio de todos los santos. Verdaderamente, a veces daba la impresión que las bisagras querían huir y con todas sus fuerzas, aún encontrándose adheridos por varios tornillos a los marcos de madera, que hacían imposible todo intento de huida.
     Un reloj antiguo, colocado expresamente sobre el costado derecho de la pared contigua a la puerta, mostraba su presencia con su caminar permanente y con un sonido muy singular por cierto. El tictac constante penetraba el cerebro paulatinamente, y cuando estaba perforado, por decirlo de alguna manera, el reloj pasaba al olvido. Como para recordar a la gente de su existencia, se alistaba animado y con unos tranquilos sonidos iniciales, para dar las campanadas habituales al ritmo del péndulo de bronce. Y el tictac continuaba eterno e infinito. Seguro que, cualquiera no acostumbrado a la ingeniería del reloj, podría haber quedado maravillado o enloquecido del todo. En el silencio, cobraba vida e imponía su presencia. La tía Carolina no reparó en él, y solamente lo hizo, cuando en una oportunidad, dejó de funcionar. Obviamente, algún día tuvo que suceder, y también, los males y la fatiga le vinieron de pronto, no pudiendo caminar a su ritmo acostumbrado por muchos días, quejándose frecuentemente de algunos dolores a las rodillas. Miraba hacia el reloj y se quedaba contemplándolo por muchos e interminables minutos, mientras suspiraba profundamente. Algunas veces hasta le hablaba, y creyó escuchar claramente algunas respuestas. La risa y los ánimos volvieron a ella, cuando nuevamente la máquina inició su marcha y se escuchó la primera campanada. Así y de esa manera, todo volvía a la normalidad habitual.
     Un punto de encuentro para Victoriano y por algún tiempo, fue el hogar de esa mujer que no era su madre, pero que representó mucho de vida, ciertas costumbres y vivencias.
     Por muchas noches y días, sus pasos lo llevaron hacia esa mujer, que mostraba un interior tierno como muchas madres; entre tanto también, mostraba un odio natural hacia otras personas. Una complementación natural, entre la dulzura reflejada en toda mujer y algo oculto que afloraba algunas veces con cierto furor.
     A veces se sentaba junto a ella en un sillón grande, algo viejo como sus años y su rostro. Ambos contemplaban alguna programación en el televisor moderno para la época y que invadía muchas ciudades de América Latina. Quizá, lo que más llamaba la atención de Victoriano, era contemplar lo nuevo de ese aparato mágico, que hacía olvidar el tiempo y la vida por un instante. A veces, la miraba sonreír y él también sonreía. La escuchaba renegar y se preguntaba qué había sucedido realmente para molestarla tanto.
     Durante un tiempo observó que la visitaba un viejito muy simpático, vistiendo un terno oscuro y usando siempre un sombrero negro. Venía trabajando arreglando zapatos por muchos años, y vivía a unas dos cuadras de distancia aproximadamente, dividiendo su único ambiente que servía de sala, comedor, dormitorio y el pequeño taller. La sala y el comedor fueron desapareciendo por el transcurso del tiempo, y sólo quedaron zapatos regados sobre el piso, terminando muchos de ellos en un rincón, en una espera infinita.
     Don Víctor llegaba con sus pasos cortos, el sombrero negro y la piel flaca que parecía juntarse con sus huesos. Hablaba y sonreía, mostrando sus pocos dientes y resaltando uno de los incisivos. La tía Carolina también sonreía, y a veces, acomodaba su dentadura postiza con prontitud, al momento de sentirla cayéndose de la boca. Pero no importaba. La vejez contempla y soporta todo, porque a veces, es lo único que llevan diariamente. La tía Carolina era gruesa, de carnes gordas; y don Víctor, delgado y esquelético.
     Don Víctor caminaba agachado totalmente, mostrando una joroba inmensa para su cuerpo. Nadie sabía si había nacido de esa manera, o los años en el taller, habían determinado esa misma posición por el arreglo del calzado. El cuerpo había provocado y de manera natural, la deformación de la columna. A veces, venía apoyado sobre un bastón negro y unos zapatos del mismo color terminados en punta, y por tanto agacharse a causa de la joroba, siempre miraba hacia el piso. El saco negro que usaba, colgaba por inercia, y daba la impresión de querer tocar el suelo muy suavemente. Así llegaba, con la sonrisa de siempre y el cabello corto envuelto en muchas canas, quedándose horas y mirando la misma programación que la tía Carolina. A veces, más parecía que dormían y cada uno en su respectivo lugar. Posiblemente de cansados, vejez, felicidad, o de cualquier cosa.
     En algunas ocasiones, algún comercial muy bullicioso les despertaba y ambos a la misma vez abrían los ojos. Cuando el reloj tocaba exactamente seis o siete campanadas, a la primera de ellas, despertaban de su letargo, para volver a vivir por un instante más.
     No fueron necesarias las palabras para disfrutar de la existencia, así, la presencia de ambos, uno junto al otro, les llenó de vida en esa parte del tiempo.
     Simplemente un día, don Víctor dejó de venir con esa frecuencia acostumbrada. Probablemente, quiso encontrar algo más en la soledad cotidiana. A veces, solo uno sabe lo que anda buscando hasta su último día.
     Un tiempo después, alguien dijo que don Víctor ya había muerto. Cuando Victoriano pasaba frente a la puerta principal de su taller, ésta se encontraba cerrada. El viejo batiente y la puerta empezaron a llenarse de polvo y de basura. Por muchos años permanecería cerrada, guardando posiblemente las pocas herramientas, los zapatos envejecidos y empolvados, en espera de las manos de don Víctor, para volver a tomar nueva vida. Victoriano recordaba las veces en que se había sentado frente al viejo, para llevarle seguro, algún mensaje de la tía Carolina. Contemplaba sus manos firmes y a veces temblorosas, trabajando sobre lo mismo, doblado, pegando la quijada sobre su pecho.
     Mucho tiempo después que don Víctor recibiera la extrema unción, algunos familiares llevaron a la tía Carolina hacia la capital, y siempre decían que estaba bien. Transcurría la vida, los años, y volvían a decir que se encontraba un poco enferma, pero vivía. Hasta que todos se perdieron en el tiempo y ella seguía viviendo, como eternamente.
     Victoriano alguna vez tuvo la suerte de quedarse al cuidado de la tía Carolina, porque su padre, así lo había determinado en algunas ocasiones por algunos viajes que hacía. No fueron muchos los días en los que tuvo que dormir a los pies de su cama, quizá tres o cuatro días, porque después, al volver su padre, de nuevo volvía a su habitación acostumbrada.
     La primera noche que pasó en la misma cama de la tía, sintió una curiosidad muy extraña. Claro, estaba en nueva cama y en compañía de lo que consideraba una persona algo desconocida y del sexo femenino. Las siguientes no despertaron la misma curiosidad, por el contrario, fue el despertar por algunas cosas singulares.
     Durante toda la noche y frente al cuadro de una virgencita, permanecía una luz muy débil y de un color rojizo. La luz iluminaba suavemente el ambiente, dando la impresión que los demás cuadros e imágenes también necesitaban de mayor claridad. A veces, todos se veían tétricos. El compás del péndulo del reloj, complementaba la noche; y el tictac, hacía del sueño un vaivén de idas y venidas permanentes. Las campanadas de las doce de la noche, obviamente que eran las más largas y parecían no tener fin. La primera campanada de la una de la madrugada, se sentía lejana, pero estaba allí, como preámbulo de lo que acontecería.
     La tía Carolina guardaba un cráneo dentro de un pequeño cajón de madera, a quien llamaba “almita”, e invadía el contexto de sensaciones cadavéricas y de hechicería. Victoriano tenía su esqueleto y con mayor cantidad de huesos, y nunca necesitó encenderle una vela semanal frente al rostro huesudo. Algo más que observó, fue ver a la tía, cuando a duras penas lograba levantarse hacia la media noche o en las primeras horas de la madrugada, para tomar la bacinilla que expresamente se encontraba debajo de la cama y meaba con profusión. A veces, los orines se almacenaban por varios días debajo de la cama y los olores eran los que indicaban la necesidad de eliminarlos.
     Esa parte de la casa no tenía un baño independiente, pero había uno que se encontraba al inicio del segundo pasadizo por donde transitaba Victoriano diariamente y que usaban otras personas. Ella nunca usó ese baño y prefería hacer sus necesidades en una casucha provisional y de madera, construida inicialmente como un cuartito cualquiera, que después se fue convirtiendo como el depósito de cosas inservibles y trapos viejos. En ese lugar, se escondía para hacer sus necesidades, y, naturalmente, la edad condicionaba para ello, para después, desecharlo todo en un desaguadero abierto y muy disimulado que se encontraba en una parte de la casa vieja. Victoriano pasó así algunas noches, para posteriormente preferir dormir en su propia cama y comer algo en lugares cercanos.
     La tía Carolina rezaba mucho y casi todos los días. Sintonizaba en una emisora radial un programa especial, donde transmitían los rezos diarios, con peticiones especiales hacia Jesús y la Virgen María. Al momento de empezar con las oraciones, sacaba varios rosarios, para tocarlos y mantenerlos entre sus dedos, mientras cerraba los ojos y a veces movía la boca, repitiendo los rezos. Cuando podía concurría a la iglesia más cercana acompañada de su hija y nieta.
     Su hija había desarrollado el mismo cuerpo. Parecían hermanas por la gordura y la vejez. Ambas parecían tener los mismo años, sin embargo, eran madre e hija.
     Victoriano no sabía exactamente desde cuando vivían juntas, aunque realmente poco importaba. La madre ocupaba la habitación y exactamente a continuación del reloj y casi en el centro de la pared, se hallaba una ventana pequeña de madera, sirviendo de comunicación entre la habitación y el exterior o patio; sin embargo, precisamente allí, se había levantado un cuarto de madera de regular tamaño, muy similar y casi con las mismas características, al cuartito destinado en última instancia como baño particular. Apenas entraba una cama y algunos objetos más de la hija, que incluía también una máquina de coser.
     Realmente resultaba inimaginable que, en ese espacio incómodo, que incluía algunas cajas viejas con algo de ropa, una mesa muy pequeña y algún estante viejo, pudiera vivir su hija y la nieta; una niña de unos doce o trece años de edad, que cursaba sus últimos años de estudios primarios, en una escuela especialmente para señoritas.
    Lo cierto es que el hogar, en general, estaba compuesto por tres mujeres, y la nieta había acomodado expresamente la cama donde dormía con su madre, junto a la ventanita de madera. Desde allí, miraba hacia el televisor, a través de los tres o cuatro centímetros del espacio que dejaba la puerta entreabierta.
     La modernidad había llegado y por los azares del destino, el hijo mayor de la tía Carolina, había empezado a trabajar en una empresa de la Gran Ciudad, distribuyendo casa por casa, ciertos papeles por cobrar. Fue así que, después de muchos años, escogió un televisor como uno de los mejores regalos para su madre.
     Cada noche y a veces en horas de la tarde, la ventanita de madera que unía el ambiente principal con el cuarto provisional, se abría por escasos centímetros. Por ese espacio, atravesaba la mirada de la nieta, de unos ojos ávidos para mirar todo lo que fuera posible de la programación. Entre tanto, mientras la abuela rodeada de santos, escapularios y sus rosarios, rezaba y rezaba; en forma simultánea, maldecía también.
     A veces, rezaba en voz alta, manteniendo con fuerza la Biblia entre sus manos, e incluso, para ser mucho más solemne, se cubría la cabeza con unos velos finamente estampados. Aún así, maldecía a su nieta con las peores palabras entrecortando sus rezos, por el simple hecho de saber que a través de la abertura de la ventana, se filtraba la mirada de una niña que se convertía en mujer. Algunas veces el odio crecía, mucho más de lo que uno pudiera imaginar, y levantaba su bastón cuidadosamente desde el sillón desde donde se encontraba, para empujar muy despacio la ventana de madera, e intentar cerrarla completamente. Después, se veía de nuevo la abertura. A veces, por la cólera, empezaba a llorar de impotencia.
     Victoriano no había tratado de entender de la forma en que vivían esas tres mujeres, aunque intentó comprenderlo a su modo. La nieta, aunque inicialmente no despertara en ella una visión muy clara, estaba obligada a ser parte de los nuevos cambios que imponían las nuevas generaciones.
     Cada día se envolvía sobre la cama como si fuera una boa elástica porque, a veces, parecía enroscarse hasta tratar de poner su cabeza dentro de sus rodillas y sus pies. Así, miraba a través de la abertura, para después quedarse dormida junto a su madre. Cada noche acomodaba su cuerpo, para dormir profundamente. Usaba un apellido paterno, no obstante, nunca se supo de la existencia de su verdadero padre.

     Ellas también vivieron muchos momentos compartidos, con un té caliente, un plato de sopa y algo especial. Cuando Victoriano miraba el dorso de sus manos, todas parecían benditas, aunque entre ellas, se amaban y odiaban a la misma vez. 

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