martes, 5 de julio de 2016

En la cordillera

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En la cordillera
    
     – ¡Camina, carajo! – dijo el oficial balbuceante, mientras sujetaba fuertemente al hombre por el brazo izquierdo.
     – ¡Es un abuso! – alguien se atrevió a gritar en el tumulto de la gente.
     Las personas que concurrían a la feria de Pampamarca, se fueron arremolinando por el camino. Algunos corrían desde una esquina de la plaza, lentamente pero con prisa, porque el barullo les había excitado.
     El oficial era seguido por otro, dando trancos. Mostraban una actitud desafiante al tocar cada uno con sus dedos y al parecer con firmeza, sus armas de reglamento. El detenido había sangrado profusamente por su mejilla izquierda, dejándose llevar casi en vilo y desfalleciente, con la mirada perdida e inclinada hacia el piso.
     La noche anterior, exactamente en la víspera de la fiesta, había llovido torrencialmente y hasta había caído una granizada ruidosa, convirtiendo así las cuatro calles que rodeaban la plaza en un lodazal casi intransitable. Después, amaneció soleado.
     Julio Cesar miraba con sus ojos negros, mientras algo de saliva caía a través de una comisura de sus labios. Instintivamente limpió parte de su rostro y sus fosas nasales. Una frazada muy pequeña y de bayeta envolvía su cintura a manera de falda, y al tratar de ponerse de pie, tambaleante, buscó apoyo en uno de los hombros de su madre, quien se encontraba sentada encima de un trozo de plástico bien dispuesto sobre el piso. Julio Cesar apoyó sus pies descalzos sobre la tierra húmeda y fría, mientras el lodo fresco cubrió sus pies.
     – ¡Camina, carajo! – volvió a decir el oficial y el hombre sangrante tragó saliva, levantando el rostro para mirar en derredor, mientras se iba protegiendo los ojos con una de sus manos a manera de visera, a causa del sol.
     – ¡Es un abuso!  – respondió otra mujer del conjunto, como eco. 
     De pronto, el murmullo de la gente y su tímida protesta se mezclaron con la sonrisa apacible de Julio Cesar, quien giraba su rostro hacia la izquierda, para mirar los mismos rostros de siempre. Allí estaba su hermana Epicha de unos nueve años, con las mejillas expuestas al tiempo y sus ojos brillosos de alegría. Héctor, el mayor, miraba serenamente, aunque más parecía estar atento al vocerío de la gente.
     Julio Cesar no sabía exactamente lo que era un hermano, pero eran los mismos rostros de todos los días; aquellos que miraba cada mañana, cuando su madre le acurrucaba contra su pecho para darle de lactar.
     – ¡Vamos! – dijo una voz chillona, mientras sintió las manos de Epicha, sobre las suyas.
     – ¡Oh! – balbuceó Julio Cesar, y al instante intentó dar unos pasos firmes y seguros.
     Héctor miraba con la mejor sonrisa dibujada en sus labios, y con sus pocos años de niño. No tenía aún ninguna pregunta al mundo, aunque alguna vez y con miedo se interrogó sobre algunas cosas que había visto. Al instante, aumentó la confusión por los alrededores de la plaza del pueblo.
     Mucha gente se había juntado muy cerca del camino por donde era llevado el detenido, mientras se escuchaba improperios de parte de uno de los  policías.
     Era el inicio de un nuevo gobierno y algunos decían que sus principios descansaban en un modelo reformista; aunque otros lo habían sentenciado de revolucionario; aún así, la metodología vinculada a la guardia nacional era la misma. Los objetivos de la política económica parecían ser coyunturales, mientras tanto en el entorno gubernamental, se mostraba una decisión muy firme para iniciar nuevas reformas estructurales. Sin embargo, las raíces y formas culturales se mantenían, y algunos sectores sociales exhibían la misma forma de expresión, como lo habían hecho por muchos años.      
     Julio Cesar se alegraba conjuntamente con sus hermanos, a pesar de todo. El mundo sencillamente era de tal manera que había que mirarlo y contemplarlo. De alguna forma, estaban atentos a los acontecimientos y veían pasar casi con espanto, aunque no lo era en realidad, al hombre ensangrentado. Solo miraban, como lo hacían otros.
     – ¡No es posible! – volvieron a gritar algunos, aunque las voces se perdían en un eco silencioso.
     Julio Cesar, sin darse cuenta, estaba envuelto en el tumulto, avanzando junto a sus hermanos, casi sigilosamente y sin notarlo hacia el puesto policial. Habían observado muy de cerca y sin querer, cómo el detenido era introducido a empujones hacia una pequeña habitación, anexa al puesto, rústica y con piso de tierra, de aproximadamente cuatro metros cuadrados. Alguien había dicho que era el calabozo, aunque más parecía una habitación como cualquiera, con una puerta de madera hacia la calle, vieja por el tiempo, casi hecha astillas. Por alguna parte de sus tablones, se veían varias hendiduras, siendo posible pasar algunos dedos.

     Después que todo volvió a la calma o a la misma costumbre de soportarlo, los niños aún permanecieron mirando a cierta distancia. Más pudo la curiosidad y los tres se acercaron sobre la madera vieja y por medio de las resquebrajaduras acomodaron sus ojos para mirar nuevamente al hombre que trataba de limpiarse el rostro, mientras dirigía su mirada apesadumbrada hacia el piso húmedo.

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