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La muerte de la parturienta
A la mañana siguiente y casi
con el alba, los alrededores del cementerio se fueron llenando de gente
doliente. La pena se reflejaba claramente en el semblante de varias mujeres
jóvenes que no cesaban de llorar, y el color negro de sus vestidos raídos y
descoloridos, era visible como muestra de la tristeza compartida. Poco a poco
también fueron llegando los hombres, manteniendo entre sus manos varias
botellas de aguardiente y algunos cigarrillos. Todos ellos mostraban una
actitud algo extraña, como si quisieran después armarse de valor frente a la
realidad.
Hacia la izquierda de la
puerta principal y en un lugar distante a muchos metros, la gente se juntaba en
pequeños grupos. Daba la impresión por la actitud, que volvían a interrogarse
unos a otros y de manera insistente, del porqué e increíble de lo acontecido.
Algunos decían que era el destino; otros, la vida; mientras otros, procuraban
hacer un análisis social, aunque solo eran especulaciones, porque de eso no
sabían absolutamente nada. Algunos estaban sentados sobre unas piedras y
miraban absortos otras pequeñas sobre la tierra. El bullicio a manera de
murmullo se sentía en el grupo donde pasaba la botella de mano en mano. La
imagen de la difunta estaba sobre sus cabezas y se preguntaban unos a otros,
sobre el destino de la criatura, ahora huérfano.
El trece de enero se
recordaría durante toda la vida como el día santo, unido a la desdicha e
infortunio, porque precisamente celebraban el día de la víspera de la fiesta
del pueblo, donde veneraban al Señor San Hilario.
Esa misma noche, a unos
cuantos metros de la plaza principal, en una calle estrecha y empedrada, una
mujer sollozaba a solas, apoyando su frente sobre sus manos en espera de la
partera del pueblo. Alguien había ido muy presto y de prisa a buscarla, porque
la parturienta no era capaz de soportar por más tiempo.
La mujer que sollozaba, a
veces entraba y salía de la casa precipitadamente. Algunas veces también, se
apoyaba sobre las paredes de adobe, evitando así algún tropiezo. La oscuridad
reinaba absolutamente en esas primeras horas de la noche, hasta que y unos
minutos después, dos personas llegaron corriendo y agitados, e ingresaron en
tropel hacia el interior.
Dos velas encendidas
flameaban al compás de la respiración de la gente, porque, cuando ellos se
movían, la llama también se encendía aún más. Sobre una cama acondicionada
provisionalmente con cueros de oveja y algunas frazadas confeccionadas con su
lana y coloreadas, la parturienta se retorcía de dolor.
– ¡Abre las piernas! – gritó
la mujer recién llegada susurrando, mientras se arrodillaba sobre la tierra
para acomodar su cuerpo lo mejor posible.
– ¡Dios mío! – musitó otra en
voz baja, dejando escapar algunas lágrimas diáfanas y transparentes sobre sus
mejillas sonrojadas, mientras que, en el mismo instante, se dibujó sobre sus
rostro una mueca terrible, aunque no muy fea.
La mujer se quejaba dolida y
lastimeramente, así, y con gran esfuerzo levantó una de sus piernas. Algo
brillaba en sus ojos, que reflejaba una dicha singular, voluntad y coraje por
soportarlo y estar dispuesta a todo, absolutamente.
– ¡No puedo ver con claridad!
– volvió a gritar la partera excitada, limpiándose la frente con el dorso de la
mano izquierda; agregando luego: –
Necesito más luz y por favor, que alguien me alcance algunos trapos.
El movimiento de varias
personas dentro de la habitación se hizo muy notorio, reflejándose suavemente y
entremezcladas varias sombras extrañas, alargadas y redondeadas, sobre las
paredes de adobe. Si alguien hubiera contemplado minuciosamente las sombras,
seguro que habría presagiado algo inexplicable, porque se veían tétricas, y
parecía que cobraban vida, tiritando con profusión al compás de la flama
incandescente.
– ¡Puja! ¡Puja! – gritó la
partera lo más que pudo, aunque su voz se fue apagando cuando con una de sus
manos empezó a tocar los labios vaginales de la parturienta, como tratando de
medir el paso de la nueva vida.
– ¡Intenta nuevamente! – se
escuchó una voz muy fuerte y casi suplicante; mientras tanto, el ambiente se
fue envolviendo de quejidos continuos y el olor del sudor se tornaba caliente.
Nadie lo había notado
realmente. Había transcurrido más de dos horas, y todos los intentos para dar
nacimiento a la nueva vida habían sido en vano, y en cada contracción
voluntaria, las fuerzas de la mujer disminuían. La partera incluso, en un
instante de tensión, había introducido todos los dedos de una de sus manos en
las partes íntimas de la mujer, como tratando de abrir camino. Como si fuera su
último recurso, y casi en el extremo de caer en la desesperación, la partera
presionó aún más el vientre de la mujer e introdujo su mano suavemente por el
conducto vaginal, ayudando a dilatar el espacio. Los presentes quedaron
atónitos al presenciar los movimientos suaves y con la mejor precisión, aunque
parecieron precipitados. Casi todos y sin tino alguno, movieron la cabeza de
izquierda a derecha y viceversa.
– ¡Oh! – musitó la partera,
sintiendo en una de sus manos el calor de la vida, advirtiendo como su muñeca
se cubría de sangre.
– ¡Papacito lindo! – alguien
dijo con otra voz, mientras los sollozos aumentaban.
Se había dañado a la mujer.
– ¡Es necesario buscar un
automóvil o un camión! – gritó en el acto la partera, mientras se ponía de pie
y limpiaba con cuidado sus manos ensangrentadas agregando: – Tenemos que
llevarla a un hospital.
– Pero, el más cercano está
en el pueblo de Sicuani, a unas dos horas de viaje y… – alguien dijo, sin
terminar la expresión.
– ¡Lo sé! – afirmó la partera
interrumpiendo, y agregó: – Vamos, tenemos que encontrar alguna persona que nos
ayude, hay algunos que han llegado en sus vehículos para la fiesta del pueblo.
En medio de la penumbra de la
noche, varias personas se vieron corriendo como si fueran sombras con vida,
tratando de encontrar ayuda en el contorno de la plaza. Nunca supieron
exactamente cuánto tiempo buscaron, y varias veces se encontraron nuevamente en
la puerta principal de la casa, para preguntarse unos a otros, si habían tenido
éxito. Después, volvían sobre el contorno de la plaza una vez más, para volver
a preguntar a las mismas personas si alguien podía ayudar. Cuando algunos
creyeron que todo estaba perdido, precisamente llegaba un pequeño camión y muy
antiguo, llevando sobre la tolva unas cuantas ovejas, y con dirección
exactamente hacia el pueblo donde estaba el hospital.
La alegría inicial y
esperanza fueron compartidas y siguieron muchos movimientos rápidos en medio de
la noche como sombras, para acomodar a la mujer lo mejor posible sobre unos
cueros de lana, acompañada de un familiar más. Así, partió el pequeño camión en
medio de una algarabía silenciosa, donde participaron muy pocos, perdiéndose en
el horizonte sobre el camino oscuro de la noche, divisándose a lo lejos y por
pocos minutos, la luz de los faros encendidos.
Después de más de dos horas
de viaje sobre el camino afirmado, el camión llegaba al hospital haciendo
alboroto, con el cuerpo ensangrentado y moribundo de la mujer. Al ingresar por
la puerta, pusieron con cuidado y con esmero otro trapo limpio entre las
piernas, porque al anterior estaba totalmente húmedo y enrojecido.
Prácticamente, el cuerpo se miraba desfallecido y con gran esfuerzo la
acomodaron rápidamente sobre una camilla, llevándola de urgencia hacia una sala
principal. Definitivamente, el practicante y médico de turno de esa noche,
conjuntamente con una auxiliar que hacía de enfermera, se encargarían de todo.
Dos personas esperarían afuera, la hermana de la mujer y el chofer que había
conducido el camión. Después de más de una hora, el médico salió para decir:
– Lo siento, es un varoncito
que ha nacido por cesárea, pero su madre ha muerto, lo siento mucho.
La hermana no pudo soportar
la noticia y entró en sollozos, cayendo lágrimas frías al inicio de ese
amanecer, sobre sus hinchadas y preocupadas mejillas. El hombre que miraba por
sus ovejas, también sintió una pena muy grande.
Así, esperaban ahora,
alrededor del cementerio y algunos recordaban apesadumbrados lo acontecido.
Fue apareciendo el ataúd
negro y frágil sobre la lomada principal del pueblo y las miradas se clavaron
directamente hacia el conjunto que lo llevaba entre sus hombros. Atravesaron la
puerta y, a poco menos de veinte metros, lo pusieron sobre la tierra, muy cerca
de una fosa abierta especialmente. Después de la plegaria y las oraciones del
cura extranjero, de cabello rubio, que había llegado al pueblo especialmente
para la fiesta, bajaron el cajón lentamente hacia el fondo de la fosa, en medio
de los últimos sollozos, miradas y gritos lastimeros.
Alguien se atrevió a
preguntar en voz baja:
– ¿Por qué tenemos un cura
extranjero?
No había más que hacer.
Algunos se quedaron aún por los alrededores para tomar el aguardiente y
recobrar las fuerzas. Alguien aconsejó pedir a los acompañantes una ayuda
monetaria, y uno de los familiares más cercanos pasó una lampa de labranza,
como si fuera una bandeja, y se fueron recolectando algunas monedas y billetes.
Algunos empezaron a comentar
sobre el destino del niño. La hermana de la difunta dijo que se quedaría con
él, porque sabía que el verdadero padre no estaba interesado. Algunos
comerciantes que habían llegado para la fiesta del pueblo, se interesaron en
llevarse a la criatura, aunque todo pasó de ser, solamente comentarios bien
intencionados. No habían definido la situación del niño realmente, aunque
estaba claro que, una de las mujeres o pariente más cercano, se quedaría con
él. Alguien sugirió llamarlo Hilario.
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