viernes, 8 de julio de 2016

La muerte de la parturienta


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 La muerte de la parturienta



     A la mañana siguiente y casi con el alba, los alrededores del cementerio se fueron llenando de gente doliente. La pena se reflejaba claramente en el semblante de varias mujeres jóvenes que no cesaban de llorar, y el color negro de sus vestidos raídos y descoloridos, era visible como muestra de la tristeza compartida. Poco a poco también fueron llegando los hombres, manteniendo entre sus manos varias botellas de aguardiente y algunos cigarrillos. Todos ellos mostraban una actitud algo extraña, como si quisieran después armarse de valor frente a la realidad.
     Hacia la izquierda de la puerta principal y en un lugar distante a muchos metros, la gente se juntaba en pequeños grupos. Daba la impresión por la actitud, que volvían a interrogarse unos a otros y de manera insistente, del porqué e increíble de lo acontecido. Algunos decían que era el destino; otros, la vida; mientras otros, procuraban hacer un análisis social, aunque solo eran especulaciones, porque de eso no sabían absolutamente nada. Algunos estaban sentados sobre unas piedras y miraban absortos otras pequeñas sobre la tierra. El bullicio a manera de murmullo se sentía en el grupo donde pasaba la botella de mano en mano. La imagen de la difunta estaba sobre sus cabezas y se preguntaban unos a otros, sobre el destino de la criatura, ahora huérfano.
     El trece de enero se recordaría durante toda la vida como el día santo, unido a la desdicha e infortunio, porque precisamente celebraban el día de la víspera de la fiesta del pueblo, donde veneraban al Señor San Hilario.
     Esa misma noche, a unos cuantos metros de la plaza principal, en una calle estrecha y empedrada, una mujer sollozaba a solas, apoyando su frente sobre sus manos en espera de la partera del pueblo. Alguien había ido muy presto y de prisa a buscarla, porque la parturienta no era capaz de soportar por más tiempo.
     La mujer que sollozaba, a veces entraba y salía de la casa precipitadamente. Algunas veces también, se apoyaba sobre las paredes de adobe, evitando así algún tropiezo. La oscuridad reinaba absolutamente en esas primeras horas de la noche, hasta que y unos minutos después, dos personas llegaron corriendo y agitados, e ingresaron en tropel hacia el interior.
     Dos velas encendidas flameaban al compás de la respiración de la gente, porque, cuando ellos se movían, la llama también se encendía aún más. Sobre una cama acondicionada provisionalmente con cueros de oveja y algunas frazadas confeccionadas con su lana y coloreadas, la parturienta se retorcía de dolor.
     – ¡Abre las piernas! – gritó la mujer recién llegada susurrando, mientras se arrodillaba sobre la tierra para acomodar su cuerpo lo mejor posible.
     – ¡Dios mío! – musitó otra en voz baja, dejando escapar algunas lágrimas diáfanas y transparentes sobre sus mejillas sonrojadas, mientras que, en el mismo instante, se dibujó sobre sus rostro una mueca terrible, aunque no muy fea.
     La mujer se quejaba dolida y lastimeramente, así, y con gran esfuerzo levantó una de sus piernas. Algo brillaba en sus ojos, que reflejaba una dicha singular, voluntad y coraje por soportarlo y estar dispuesta a todo, absolutamente.
     – ¡No puedo ver con claridad! – volvió a gritar la partera excitada, limpiándose la frente con el dorso de la mano izquierda;  agregando luego: – Necesito más luz y por favor, que alguien me alcance algunos trapos.
         El movimiento de varias personas dentro de la habitación se hizo muy notorio, reflejándose suavemente y entremezcladas varias sombras extrañas, alargadas y redondeadas, sobre las paredes de adobe. Si alguien hubiera contemplado minuciosamente las sombras, seguro que habría presagiado algo inexplicable, porque se veían tétricas, y parecía que cobraban vida, tiritando con profusión al compás de la flama incandescente.
     – ¡Puja! ¡Puja! – gritó la partera lo más que pudo, aunque su voz se fue apagando cuando con una de sus manos empezó a tocar los labios vaginales de la parturienta, como tratando de medir el paso de la nueva vida.
     – ¡Intenta nuevamente! – se escuchó una voz muy fuerte y casi suplicante; mientras tanto, el ambiente se fue envolviendo de quejidos continuos y el olor del sudor se tornaba caliente.
     Nadie lo había notado realmente. Había transcurrido más de dos horas, y todos los intentos para dar nacimiento a la nueva vida habían sido en vano, y en cada contracción voluntaria, las fuerzas de la mujer disminuían. La partera incluso, en un instante de tensión, había introducido todos los dedos de una de sus manos en las partes íntimas de la mujer, como tratando de abrir camino. Como si fuera su último recurso, y casi en el extremo de caer en la desesperación, la partera presionó aún más el vientre de la mujer e introdujo su mano suavemente por el conducto vaginal, ayudando a dilatar el espacio. Los presentes quedaron atónitos al presenciar los movimientos suaves y con la mejor precisión, aunque parecieron precipitados. Casi todos y sin tino alguno, movieron la cabeza de izquierda a derecha y viceversa.
     – ¡Oh! – musitó la partera, sintiendo en una de sus manos el calor de la vida, advirtiendo como su muñeca se cubría de sangre.
     – ¡Papacito lindo! – alguien dijo con otra voz, mientras los sollozos aumentaban.
          Se había dañado a la mujer.
     – ¡Es necesario buscar un automóvil o un camión! – gritó en el acto la partera, mientras se ponía de pie y limpiaba con cuidado sus manos ensangrentadas agregando: – Tenemos que llevarla a un hospital.
     – Pero, el más cercano está en el pueblo de Sicuani, a unas dos horas de viaje y… – alguien dijo, sin terminar la expresión.
    – ¡Lo sé! – afirmó la partera interrumpiendo, y agregó: – Vamos, tenemos que encontrar alguna persona que nos ayude, hay algunos que han llegado en sus vehículos para la fiesta del pueblo.
     En medio de la penumbra de la noche, varias personas se vieron corriendo como si fueran sombras con vida, tratando de encontrar ayuda en el contorno de la plaza. Nunca supieron exactamente cuánto tiempo buscaron, y varias veces se encontraron nuevamente en la puerta principal de la casa, para preguntarse unos a otros, si habían tenido éxito. Después, volvían sobre el contorno de la plaza una vez más, para volver a preguntar a las mismas personas si alguien podía ayudar. Cuando algunos creyeron que todo estaba perdido, precisamente llegaba un pequeño camión y muy antiguo, llevando sobre la tolva unas cuantas ovejas, y con dirección exactamente hacia el pueblo donde estaba el hospital.
     La alegría inicial y esperanza fueron compartidas y siguieron muchos movimientos rápidos en medio de la noche como sombras, para acomodar a la mujer lo mejor posible sobre unos cueros de lana, acompañada de un familiar más. Así, partió el pequeño camión en medio de una algarabía silenciosa, donde participaron muy pocos, perdiéndose en el horizonte sobre el camino oscuro de la noche, divisándose a lo lejos y por pocos minutos, la luz de los faros encendidos.
     Después de más de dos horas de viaje sobre el camino afirmado, el camión llegaba al hospital haciendo alboroto, con el cuerpo ensangrentado y moribundo de la mujer. Al ingresar por la puerta, pusieron con cuidado y con esmero otro trapo limpio entre las piernas, porque al anterior estaba totalmente húmedo y enrojecido. Prácticamente, el cuerpo se miraba desfallecido y con gran esfuerzo la acomodaron rápidamente sobre una camilla, llevándola de urgencia hacia una sala principal. Definitivamente, el practicante y médico de turno de esa noche, conjuntamente con una auxiliar que hacía de enfermera, se encargarían de todo. Dos personas esperarían afuera, la hermana de la mujer y el chofer que había conducido el camión. Después de más de una hora, el médico salió para decir:
     – Lo siento, es un varoncito que ha nacido por cesárea, pero su madre ha muerto, lo siento mucho.
     La hermana no pudo soportar la noticia y entró en sollozos, cayendo lágrimas frías al inicio de ese amanecer, sobre sus hinchadas y preocupadas mejillas. El hombre que miraba por sus ovejas, también sintió una pena muy grande.
     Así, esperaban ahora, alrededor del cementerio y algunos recordaban apesadumbrados lo acontecido.
     Fue apareciendo el ataúd negro y frágil sobre la lomada principal del pueblo y las miradas se clavaron directamente hacia el conjunto que lo llevaba entre sus hombros. Atravesaron la puerta y, a poco menos de veinte metros, lo pusieron sobre la tierra, muy cerca de una fosa abierta especialmente. Después de la plegaria y las oraciones del cura extranjero, de cabello rubio, que había llegado al pueblo especialmente para la fiesta, bajaron el cajón lentamente hacia el fondo de la fosa, en medio de los últimos sollozos, miradas y gritos lastimeros.
     Alguien se atrevió a preguntar en voz baja:
     – ¿Por qué tenemos un cura extranjero?
     No había más que hacer. Algunos se quedaron aún por los alrededores para tomar el aguardiente y recobrar las fuerzas. Alguien aconsejó pedir a los acompañantes una ayuda monetaria, y uno de los familiares más cercanos pasó una lampa de labranza, como si fuera una bandeja, y se fueron recolectando algunas monedas y billetes.

     Algunos empezaron a comentar sobre el destino del niño. La hermana de la difunta dijo que se quedaría con él, porque sabía que el verdadero padre no estaba interesado. Algunos comerciantes que habían llegado para la fiesta del pueblo, se interesaron en llevarse a la criatura, aunque todo pasó de ser, solamente comentarios bien intencionados. No habían definido la situación del niño realmente, aunque estaba claro que, una de las mujeres o pariente más cercano, se quedaría con él. Alguien sugirió llamarlo Hilario. 

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