martes, 5 de julio de 2016

En la cordillera

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En la cordillera
    
     – ¡Camina, carajo! – dijo el oficial balbuceante, mientras sujetaba fuertemente al hombre por el brazo izquierdo.
     – ¡Es un abuso! – alguien se atrevió a gritar en el tumulto de la gente.
     Las personas que concurrían a la feria de Pampamarca, se fueron arremolinando por el camino. Algunos corrían desde una esquina de la plaza, lentamente pero con prisa, porque el barullo les había excitado.
     El oficial era seguido por otro, dando trancos. Mostraban una actitud desafiante al tocar cada uno con sus dedos y al parecer con firmeza, sus armas de reglamento. El detenido había sangrado profusamente por su mejilla izquierda, dejándose llevar casi en vilo y desfalleciente, con la mirada perdida e inclinada hacia el piso.
     La noche anterior, exactamente en la víspera de la fiesta, había llovido torrencialmente y hasta había caído una granizada ruidosa, convirtiendo así las cuatro calles que rodeaban la plaza en un lodazal casi intransitable. Después, amaneció soleado.
     Julio Cesar miraba con sus ojos negros, mientras algo de saliva caía a través de una comisura de sus labios. Instintivamente limpió parte de su rostro y sus fosas nasales. Una frazada muy pequeña y de bayeta envolvía su cintura a manera de falda, y al tratar de ponerse de pie, tambaleante, buscó apoyo en uno de los hombros de su madre, quien se encontraba sentada encima de un trozo de plástico bien dispuesto sobre el piso. Julio Cesar apoyó sus pies descalzos sobre la tierra húmeda y fría, mientras el lodo fresco cubrió sus pies.
     – ¡Camina, carajo! – volvió a decir el oficial y el hombre sangrante tragó saliva, levantando el rostro para mirar en derredor, mientras se iba protegiendo los ojos con una de sus manos a manera de visera, a causa del sol.
     – ¡Es un abuso!  – respondió otra mujer del conjunto, como eco. 
     De pronto, el murmullo de la gente y su tímida protesta se mezclaron con la sonrisa apacible de Julio Cesar, quien giraba su rostro hacia la izquierda, para mirar los mismos rostros de siempre. Allí estaba su hermana Epicha de unos nueve años, con las mejillas expuestas al tiempo y sus ojos brillosos de alegría. Héctor, el mayor, miraba serenamente, aunque más parecía estar atento al vocerío de la gente.
     Julio Cesar no sabía exactamente lo que era un hermano, pero eran los mismos rostros de todos los días; aquellos que miraba cada mañana, cuando su madre le acurrucaba contra su pecho para darle de lactar.
     – ¡Vamos! – dijo una voz chillona, mientras sintió las manos de Epicha, sobre las suyas.
     – ¡Oh! – balbuceó Julio Cesar, y al instante intentó dar unos pasos firmes y seguros.
     Héctor miraba con la mejor sonrisa dibujada en sus labios, y con sus pocos años de niño. No tenía aún ninguna pregunta al mundo, aunque alguna vez y con miedo se interrogó sobre algunas cosas que había visto. Al instante, aumentó la confusión por los alrededores de la plaza del pueblo.
     Mucha gente se había juntado muy cerca del camino por donde era llevado el detenido, mientras se escuchaba improperios de parte de uno de los  policías.
     Era el inicio de un nuevo gobierno y algunos decían que sus principios descansaban en un modelo reformista; aunque otros lo habían sentenciado de revolucionario; aún así, la metodología vinculada a la guardia nacional era la misma. Los objetivos de la política económica parecían ser coyunturales, mientras tanto en el entorno gubernamental, se mostraba una decisión muy firme para iniciar nuevas reformas estructurales. Sin embargo, las raíces y formas culturales se mantenían, y algunos sectores sociales exhibían la misma forma de expresión, como lo habían hecho por muchos años.      
     Julio Cesar se alegraba conjuntamente con sus hermanos, a pesar de todo. El mundo sencillamente era de tal manera que había que mirarlo y contemplarlo. De alguna forma, estaban atentos a los acontecimientos y veían pasar casi con espanto, aunque no lo era en realidad, al hombre ensangrentado. Solo miraban, como lo hacían otros.
     – ¡No es posible! – volvieron a gritar algunos, aunque las voces se perdían en un eco silencioso.
     Julio Cesar, sin darse cuenta, estaba envuelto en el tumulto, avanzando junto a sus hermanos, casi sigilosamente y sin notarlo hacia el puesto policial. Habían observado muy de cerca y sin querer, cómo el detenido era introducido a empujones hacia una pequeña habitación, anexa al puesto, rústica y con piso de tierra, de aproximadamente cuatro metros cuadrados. Alguien había dicho que era el calabozo, aunque más parecía una habitación como cualquiera, con una puerta de madera hacia la calle, vieja por el tiempo, casi hecha astillas. Por alguna parte de sus tablones, se veían varias hendiduras, siendo posible pasar algunos dedos.

     Después que todo volvió a la calma o a la misma costumbre de soportarlo, los niños aún permanecieron mirando a cierta distancia. Más pudo la curiosidad y los tres se acercaron sobre la madera vieja y por medio de las resquebrajaduras acomodaron sus ojos para mirar nuevamente al hombre que trataba de limpiarse el rostro, mientras dirigía su mirada apesadumbrada hacia el piso húmedo.

Amor y odio a la misma vez

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 Amor y odio a la misma vez

     La tía Carolina caminaba despacio, apoyándose sobre un bastón de madera muy delgado. Mujer de mucha sabiduría y experiencia, y casi la única que no cesaba de recordar y contar sobre la existencia de los tranvías.
     Ella ocupaba el último ambiente de los tres que conformaba el bloque de habitaciones, donde vivía Victoriano. Por ser de la misma estructura, las calaminas y el tumbadillo eran de alguna forma similares; aunque, por su condición de mujer entrada en años, el techo de ella se veía más cuidado, porque un día, su hijo mayor que vivía en la zona de la ciudad que se veía fantasmal por los grandes edificios, se preocupó por hacerle poner algunas pequeñas tiras de madera, mejorando la apariencia notablemente.
     Su habitación daba miedo. Al momento de estar de pie bajo el dintel de la puerta, se distinguía en la primera mirada y sobre la pared, algunos cuadros de santos extraños con el rostro triste y apesadumbrado. Simplemente, mirarlos provocaba una tristeza compartida y cierta cobardía. Al dar un paso más hacia el interior, se distinguía sobre la pared izquierda más cuadros de diferentes tamaños, y el rostro de Jesús ensangrentado con una mirada suplicante. Mirar hacia la parte derecha, era casi un imposible, porque un biombo adecuadamente dispuesto dividía el ambiente, protegiendo y separando dos camas de todo el conjunto y, al dar dos pasos más, se empezaban a distinguir sobre el mismo lado, otras tres pinturas de gente desconocida.
     Hasta la misma puerta daba miedo, porque una gran aldaba antigua y de metal, servía también para poner otro candado antiquísimo y de color negro. Al mover la puerta,  se escuchaba un crujido endiablado en medio de todos los santos. Verdaderamente, a veces daba la impresión que las bisagras querían huir y con todas sus fuerzas, aún encontrándose adheridos por varios tornillos a los marcos de madera, que hacían imposible todo intento de huida.
     Un reloj antiguo, colocado expresamente sobre el costado derecho de la pared contigua a la puerta, mostraba su presencia con su caminar permanente y con un sonido muy singular por cierto. El tictac constante penetraba el cerebro paulatinamente, y cuando estaba perforado, por decirlo de alguna manera, el reloj pasaba al olvido. Como para recordar a la gente de su existencia, se alistaba animado y con unos tranquilos sonidos iniciales, para dar las campanadas habituales al ritmo del péndulo de bronce. Y el tictac continuaba eterno e infinito. Seguro que, cualquiera no acostumbrado a la ingeniería del reloj, podría haber quedado maravillado o enloquecido del todo. En el silencio, cobraba vida e imponía su presencia. La tía Carolina no reparó en él, y solamente lo hizo, cuando en una oportunidad, dejó de funcionar. Obviamente, algún día tuvo que suceder, y también, los males y la fatiga le vinieron de pronto, no pudiendo caminar a su ritmo acostumbrado por muchos días, quejándose frecuentemente de algunos dolores a las rodillas. Miraba hacia el reloj y se quedaba contemplándolo por muchos e interminables minutos, mientras suspiraba profundamente. Algunas veces hasta le hablaba, y creyó escuchar claramente algunas respuestas. La risa y los ánimos volvieron a ella, cuando nuevamente la máquina inició su marcha y se escuchó la primera campanada. Así y de esa manera, todo volvía a la normalidad habitual.
     Un punto de encuentro para Victoriano y por algún tiempo, fue el hogar de esa mujer que no era su madre, pero que representó mucho de vida, ciertas costumbres y vivencias.
     Por muchas noches y días, sus pasos lo llevaron hacia esa mujer, que mostraba un interior tierno como muchas madres; entre tanto también, mostraba un odio natural hacia otras personas. Una complementación natural, entre la dulzura reflejada en toda mujer y algo oculto que afloraba algunas veces con cierto furor.
     A veces se sentaba junto a ella en un sillón grande, algo viejo como sus años y su rostro. Ambos contemplaban alguna programación en el televisor moderno para la época y que invadía muchas ciudades de América Latina. Quizá, lo que más llamaba la atención de Victoriano, era contemplar lo nuevo de ese aparato mágico, que hacía olvidar el tiempo y la vida por un instante. A veces, la miraba sonreír y él también sonreía. La escuchaba renegar y se preguntaba qué había sucedido realmente para molestarla tanto.
     Durante un tiempo observó que la visitaba un viejito muy simpático, vistiendo un terno oscuro y usando siempre un sombrero negro. Venía trabajando arreglando zapatos por muchos años, y vivía a unas dos cuadras de distancia aproximadamente, dividiendo su único ambiente que servía de sala, comedor, dormitorio y el pequeño taller. La sala y el comedor fueron desapareciendo por el transcurso del tiempo, y sólo quedaron zapatos regados sobre el piso, terminando muchos de ellos en un rincón, en una espera infinita.
     Don Víctor llegaba con sus pasos cortos, el sombrero negro y la piel flaca que parecía juntarse con sus huesos. Hablaba y sonreía, mostrando sus pocos dientes y resaltando uno de los incisivos. La tía Carolina también sonreía, y a veces, acomodaba su dentadura postiza con prontitud, al momento de sentirla cayéndose de la boca. Pero no importaba. La vejez contempla y soporta todo, porque a veces, es lo único que llevan diariamente. La tía Carolina era gruesa, de carnes gordas; y don Víctor, delgado y esquelético.
     Don Víctor caminaba agachado totalmente, mostrando una joroba inmensa para su cuerpo. Nadie sabía si había nacido de esa manera, o los años en el taller, habían determinado esa misma posición por el arreglo del calzado. El cuerpo había provocado y de manera natural, la deformación de la columna. A veces, venía apoyado sobre un bastón negro y unos zapatos del mismo color terminados en punta, y por tanto agacharse a causa de la joroba, siempre miraba hacia el piso. El saco negro que usaba, colgaba por inercia, y daba la impresión de querer tocar el suelo muy suavemente. Así llegaba, con la sonrisa de siempre y el cabello corto envuelto en muchas canas, quedándose horas y mirando la misma programación que la tía Carolina. A veces, más parecía que dormían y cada uno en su respectivo lugar. Posiblemente de cansados, vejez, felicidad, o de cualquier cosa.
     En algunas ocasiones, algún comercial muy bullicioso les despertaba y ambos a la misma vez abrían los ojos. Cuando el reloj tocaba exactamente seis o siete campanadas, a la primera de ellas, despertaban de su letargo, para volver a vivir por un instante más.
     No fueron necesarias las palabras para disfrutar de la existencia, así, la presencia de ambos, uno junto al otro, les llenó de vida en esa parte del tiempo.
     Simplemente un día, don Víctor dejó de venir con esa frecuencia acostumbrada. Probablemente, quiso encontrar algo más en la soledad cotidiana. A veces, solo uno sabe lo que anda buscando hasta su último día.
     Un tiempo después, alguien dijo que don Víctor ya había muerto. Cuando Victoriano pasaba frente a la puerta principal de su taller, ésta se encontraba cerrada. El viejo batiente y la puerta empezaron a llenarse de polvo y de basura. Por muchos años permanecería cerrada, guardando posiblemente las pocas herramientas, los zapatos envejecidos y empolvados, en espera de las manos de don Víctor, para volver a tomar nueva vida. Victoriano recordaba las veces en que se había sentado frente al viejo, para llevarle seguro, algún mensaje de la tía Carolina. Contemplaba sus manos firmes y a veces temblorosas, trabajando sobre lo mismo, doblado, pegando la quijada sobre su pecho.
     Mucho tiempo después que don Víctor recibiera la extrema unción, algunos familiares llevaron a la tía Carolina hacia la capital, y siempre decían que estaba bien. Transcurría la vida, los años, y volvían a decir que se encontraba un poco enferma, pero vivía. Hasta que todos se perdieron en el tiempo y ella seguía viviendo, como eternamente.
     Victoriano alguna vez tuvo la suerte de quedarse al cuidado de la tía Carolina, porque su padre, así lo había determinado en algunas ocasiones por algunos viajes que hacía. No fueron muchos los días en los que tuvo que dormir a los pies de su cama, quizá tres o cuatro días, porque después, al volver su padre, de nuevo volvía a su habitación acostumbrada.
     La primera noche que pasó en la misma cama de la tía, sintió una curiosidad muy extraña. Claro, estaba en nueva cama y en compañía de lo que consideraba una persona algo desconocida y del sexo femenino. Las siguientes no despertaron la misma curiosidad, por el contrario, fue el despertar por algunas cosas singulares.
     Durante toda la noche y frente al cuadro de una virgencita, permanecía una luz muy débil y de un color rojizo. La luz iluminaba suavemente el ambiente, dando la impresión que los demás cuadros e imágenes también necesitaban de mayor claridad. A veces, todos se veían tétricos. El compás del péndulo del reloj, complementaba la noche; y el tictac, hacía del sueño un vaivén de idas y venidas permanentes. Las campanadas de las doce de la noche, obviamente que eran las más largas y parecían no tener fin. La primera campanada de la una de la madrugada, se sentía lejana, pero estaba allí, como preámbulo de lo que acontecería.
     La tía Carolina guardaba un cráneo dentro de un pequeño cajón de madera, a quien llamaba “almita”, e invadía el contexto de sensaciones cadavéricas y de hechicería. Victoriano tenía su esqueleto y con mayor cantidad de huesos, y nunca necesitó encenderle una vela semanal frente al rostro huesudo. Algo más que observó, fue ver a la tía, cuando a duras penas lograba levantarse hacia la media noche o en las primeras horas de la madrugada, para tomar la bacinilla que expresamente se encontraba debajo de la cama y meaba con profusión. A veces, los orines se almacenaban por varios días debajo de la cama y los olores eran los que indicaban la necesidad de eliminarlos.
     Esa parte de la casa no tenía un baño independiente, pero había uno que se encontraba al inicio del segundo pasadizo por donde transitaba Victoriano diariamente y que usaban otras personas. Ella nunca usó ese baño y prefería hacer sus necesidades en una casucha provisional y de madera, construida inicialmente como un cuartito cualquiera, que después se fue convirtiendo como el depósito de cosas inservibles y trapos viejos. En ese lugar, se escondía para hacer sus necesidades, y, naturalmente, la edad condicionaba para ello, para después, desecharlo todo en un desaguadero abierto y muy disimulado que se encontraba en una parte de la casa vieja. Victoriano pasó así algunas noches, para posteriormente preferir dormir en su propia cama y comer algo en lugares cercanos.
     La tía Carolina rezaba mucho y casi todos los días. Sintonizaba en una emisora radial un programa especial, donde transmitían los rezos diarios, con peticiones especiales hacia Jesús y la Virgen María. Al momento de empezar con las oraciones, sacaba varios rosarios, para tocarlos y mantenerlos entre sus dedos, mientras cerraba los ojos y a veces movía la boca, repitiendo los rezos. Cuando podía concurría a la iglesia más cercana acompañada de su hija y nieta.
     Su hija había desarrollado el mismo cuerpo. Parecían hermanas por la gordura y la vejez. Ambas parecían tener los mismo años, sin embargo, eran madre e hija.
     Victoriano no sabía exactamente desde cuando vivían juntas, aunque realmente poco importaba. La madre ocupaba la habitación y exactamente a continuación del reloj y casi en el centro de la pared, se hallaba una ventana pequeña de madera, sirviendo de comunicación entre la habitación y el exterior o patio; sin embargo, precisamente allí, se había levantado un cuarto de madera de regular tamaño, muy similar y casi con las mismas características, al cuartito destinado en última instancia como baño particular. Apenas entraba una cama y algunos objetos más de la hija, que incluía también una máquina de coser.
     Realmente resultaba inimaginable que, en ese espacio incómodo, que incluía algunas cajas viejas con algo de ropa, una mesa muy pequeña y algún estante viejo, pudiera vivir su hija y la nieta; una niña de unos doce o trece años de edad, que cursaba sus últimos años de estudios primarios, en una escuela especialmente para señoritas.
    Lo cierto es que el hogar, en general, estaba compuesto por tres mujeres, y la nieta había acomodado expresamente la cama donde dormía con su madre, junto a la ventanita de madera. Desde allí, miraba hacia el televisor, a través de los tres o cuatro centímetros del espacio que dejaba la puerta entreabierta.
     La modernidad había llegado y por los azares del destino, el hijo mayor de la tía Carolina, había empezado a trabajar en una empresa de la Gran Ciudad, distribuyendo casa por casa, ciertos papeles por cobrar. Fue así que, después de muchos años, escogió un televisor como uno de los mejores regalos para su madre.
     Cada noche y a veces en horas de la tarde, la ventanita de madera que unía el ambiente principal con el cuarto provisional, se abría por escasos centímetros. Por ese espacio, atravesaba la mirada de la nieta, de unos ojos ávidos para mirar todo lo que fuera posible de la programación. Entre tanto, mientras la abuela rodeada de santos, escapularios y sus rosarios, rezaba y rezaba; en forma simultánea, maldecía también.
     A veces, rezaba en voz alta, manteniendo con fuerza la Biblia entre sus manos, e incluso, para ser mucho más solemne, se cubría la cabeza con unos velos finamente estampados. Aún así, maldecía a su nieta con las peores palabras entrecortando sus rezos, por el simple hecho de saber que a través de la abertura de la ventana, se filtraba la mirada de una niña que se convertía en mujer. Algunas veces el odio crecía, mucho más de lo que uno pudiera imaginar, y levantaba su bastón cuidadosamente desde el sillón desde donde se encontraba, para empujar muy despacio la ventana de madera, e intentar cerrarla completamente. Después, se veía de nuevo la abertura. A veces, por la cólera, empezaba a llorar de impotencia.
     Victoriano no había tratado de entender de la forma en que vivían esas tres mujeres, aunque intentó comprenderlo a su modo. La nieta, aunque inicialmente no despertara en ella una visión muy clara, estaba obligada a ser parte de los nuevos cambios que imponían las nuevas generaciones.
     Cada día se envolvía sobre la cama como si fuera una boa elástica porque, a veces, parecía enroscarse hasta tratar de poner su cabeza dentro de sus rodillas y sus pies. Así, miraba a través de la abertura, para después quedarse dormida junto a su madre. Cada noche acomodaba su cuerpo, para dormir profundamente. Usaba un apellido paterno, no obstante, nunca se supo de la existencia de su verdadero padre.

     Ellas también vivieron muchos momentos compartidos, con un té caliente, un plato de sopa y algo especial. Cuando Victoriano miraba el dorso de sus manos, todas parecían benditas, aunque entre ellas, se amaban y odiaban a la misma vez. 

Sintiendo a Irene

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 Sintiendo a Irene

     La habitación de Irene era la siguiente de Victoriano. Ocupaba con su madre un espacio más que servía como cocina. Una noche de un domingo, Victoriano se vio en esa habitación rústica. Exactamente en el centro, había una mesa muy pequeñita. Simplemente estaba sentado frente a ella, dispuesto a disfrutar del primer sorbo de un café caliente.
     La vio serena al momento de escucharla y sus líneas de expresión dibujaban a una niña que se convertía en mujer. El movimiento de la llama del candil, hacía más refulgente la luz por fracciones de segundo y el rostro de ella se iluminaba más. Sus ojos expresaban la vida, distinguiéndose con suma facilidad unos contornos claros y preciosos en sus pupilas. Era una de las partes más expresivas y vivaces de todo su cuerpo. Un color inusual en sus ojos, le daba una apariencia juvenil, diáfana y candorosa.
     Victoriano preguntaba muchas cosas y por toda respuesta encontró su compañía natural. Ese día no necesitó más. El hecho de compartir junto a ella le llenó de vida también. ¿Qué tenía ella? ¿Cuál era esa energía desconocida para muchos? Por un momento, creyó imaginar ser parte de ella, como un hermano menor, aunque, pensar en esa posibilidad, se convirtió en algo absurdo. Claro, no podía ser su hermano, pero, había algo imperceptible para los ojos de la gente, y creyó darse cuenta.
     Cuando la sombra de su perfil se proyectaba sobre la pared y la habitación se hacía más oscura, el brillo de sus pupilas se iluminaba más, como queriendo atraer la luz del candil a través de sus ojos.
     Había algo indescriptible y velado entre ambos, en la que ninguno quería incidir con mayor profundidad. Estaba presente y se respiraba.
     Por primera vez, Victoriano había considerado que despertaba una confianza entre ambos, muy sutil; además, la atmósfera reflejada en el ambiente tenía un aroma de mujer, que no se repetiría jamás.
     De pronto y en medio de la noche, se escuchó un grito destemplado, llamándole:
     – ¡Victoriano!
     Y se volvió a escuchar como si la voz viniera del averno:
     – ¡Victoriano!
     El silencio, la llama del candil y, hasta las mismas paredes rústicas se estremecieron. No había duda. ¿Quién había osado en llamarle en esos momentos de total contemplación?
     El eco de la voz siguió escuchándose varias veces más, como si atravesara el espacio infinito, y cayera con mayor fuerza sobre la cabeza de ambos. Saltó por primera vez de su asiento y sus ojos se cegaron al recibir un nuevo destello de luz, al reflejarse sobre una vasija de metal que se encontraba sobre un caprichoso y singular estante.
     Victoriano reconoció la voz de la señora Carolina, al igual que Irene. Sintió necesidad de contestar el llamado de esa persona, quien a veces llamaba tía. Además, para eso estaban los grandes, para cuidar de los menores. ¿Cuidarlos? ¿Realmente lo hacían? ¿De qué? Qué necesidad tenía Victoriano de ser cuidado, y por una persona a la que solo había aprendido a llamarla de forma muy familiar. Nadie le había explicado con certeza absoluta, de que forma la señora era su tía. No tenían apellidos semejantes, y más parecían alejados de toda relación familiar.
     Claro, esa noche contestó más por un cumplido que por otra cosa, y por única respuesta logró escuchar algo como un murmullo que refunfuñaba:
     – ¿Qué haces en la cocina?
     Y volvió a escuchar, aunque sin convicción:
     – Tu madre dejó encargado que te vea.
     Apenas había empezado la taza de café y tuvo que irse. Irene se puso de pie, mostrándose muy pensativa, como tratándose de explicar la razón de todo ello. No encontró sentido a nada, porque todos en la casa vieja necesitaban ser como una familia, aunque nunca lo habían comprendido de esa manera. Simplemente miró a Victoriano con algo de tristeza, porque muchas veces, los niños se buscan sanamente, para acompañarse de la soledad incomprendida.
     ¿Adónde ir en medio de la noche?


La mano misteriosa

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 La mano misteriosa

          Apenas se escondió el sol, Matías alcanzó a treparse tranquilamente por la baranda de un camión que se encontraba estacionado. Estaba cubierto con una lona muy grande y había sido amarrada por diversos extremos, dándole seguridad. A Victoriano le pareció muy fácil verle subir y tomarse todo el tiempo para desatar una de las cuerdas. Realmente le vio con una cara de atrevimiento, aunque más de osadía, como si estuviera diciendo por medio del semblante, que nada le detendría.
     Claro, Victoriano también siguió y vio que Matías tomaba una caja de tomates con mucha dificultad, mientras le pedía ayuda para sostenerlo. Así, con cuidado bajaron la caja, dejándola sobre la vereda. Matías volvió a subir por un segundo cajón a pesar que algunas personas transitaban y no le importó realmente ser visto.
     El segundo cajón lo sintieron más pesado y, al momento de bajarlo muy pegado a la baranda, se les escapó de las manos y cayó sobre el piso, quebrándose ligeramente por uno de sus vértices.
     Ambos se miraron asustados, mientras algunos vehículos parecían subir pesadamente por la calle para proseguir su marcha. Tres personas miraron inquietas y uno trató de decir algo; en seguida, prefirió alejarse del lugar cogiéndose la cabeza con la diestra y frunciendo el ceño.
     La noche se sentía fresca y los dos saltaron hacia la vereda a la misma vez desde donde se encontraban, para volverse a mirar una vez más. Tenían una caja llena y otra que había caído volteada sobre la vereda con algo de hierba como si fuera pasto, rodando algunos tomates sobre la calle y estrellándose otros contra el piso.
     Estaban por huir en ese instante y con todas sus fuerzas, y se detuvieron ambos en el primer intento, cruzando sus miradas por enésima vez. Se sintieron confiados de actuar conjuntamente, mostrando Matías el temple y el carácter para continuar con la faena.
     Ambos volvieron a auscultar el terreno en diferentes direcciones. Matías fue de la idea de tomar el primer cajón y esconderlo en la habitación de Victoriano. Lo tomaron con resolución y haciendo un gran esfuerzo por el peso, cruzaron la calle hacia el primer patio de la casa vieja, y luego, hacia el segundo.
     Volvieron rápidamente con la respiración agitada hacia la calle, permaneciendo por unos segundos junto a la puerta principal. Al mirar hacia la derecha y después hacia la izquierda, percibieron el contexto casi en penumbras, por el débil alumbrado eléctrico. Prontamente, con mayor decisión, se acercaron hacia el camión y con cierta incomodidad tomaron lo poco que había quedado de la segunda caja.
     Habían llegado a una situación resolutiva, en la que ya no importaba si la gente transitaba cerca de ellos. Naturalmente, estuvieron con suerte al no ser vistos por el dueño de la mercancía, caso contrario y con toda seguridad, se hubiera presentado una situación muy diferente. Tomaron el cajón y volvieron a guardarlo.
     Al volver por tercera vez, observaron la cubierta de lona entreabierta e incluso Matías luego de subirse, se encargó de acomodarla lo mejor posible, dando la impresión que no hubiera sucedido nada; aunque, al mirar con detenimiento, cualquiera conocedor de la carga, se hubiera preguntado y de inmediato, por ciertas irregularidades visibles. De todas maneras, al verse casi libres de responsabilidad y junto al camión, miraron una mancha muy notoria y pegajosa sobre la vereda. Daba la impresión que aumentaba de tamaño, sintiéndose inquietos y comprometidos una vez más.
     Claro que hubiese sido preferible desaparecer del lugar, pero la agilidad mental de Matías no fue eficaz. Levantó una mano y se tocó la cabeza. La volvió a levantar de nuevo y movió el pulgar y el índice, mientras miraba sobre la vereda. Bajó la mano de inmediato al escuchar exactamente frente a él, el cerrar de una ventana de madera. El sonido fue muy fuerte por la cercanía y los dos creyeron sentir sus cabellos crisparse. Ambos volvieron sus ojos sobre la ventana y distinguieron una sombra oscura y en movimiento, precisamente sobre una cortina blanca. Los dos miraron la sombra alejarse y respiraron más calmados, de pronto, la vieron crecer más y se fueron convirtiendo en dos inmensas. Sin darse cuenta, encogieron su cuello lo más rápido posible. La respiración y el pulso aumentaron, cuando vieron la sombra de una mano deslizarse sobre una de las cortinas para abrirla. Observaron claramente la mano y no le encontraron el dedo medio. Prácticamente lo tenía cercenado. ¿Qué vecino tenía una mano igual? ¿Sus sentidos eran engañados? No recordaban de persona alguna con una mano parecida; después, lograron ver la otra mano completa y con sus cinco dedos. Estaban por desistir de más cuestionamientos y preocupaciones para luego abandonar el lugar, y en ese instante sintieron volver el alma al cuerpo, al ver desaparecer las sombras totalmente.
     Se quedaron mirando por un momento más y Matías abrió la boca, más y más, como pasmado y en éxtasis. No podía dejar de mirar las cortinas blancas y Victoriano tuvo que tocarle en uno de sus brazos para hacerle comprender que tenían que irse. No fue así. Todo presuroso, Matías creyó tener la mejor idea de esa noche y corrió hacia el interior de su casa en búsqueda de una manguera para poder limpiar con agua toda la calle, si fuera posible. Así, salió arrastrando una pesada manguera negra y la estiraba más de lo que podía con mucha celeridad. Volvió a ingresar y conectó la manguera a una salida de agua y de pronto se vio regando las llantas del camión, la mancha oscura sobre el piso, la vereda y diez metros más abajo y diez metros más arriba. Algunos caminaban y seguro que se preguntaban al momento de pasar, por lo que estaba sucediendo. Matías seguía con el agua y sobre su rostro se dibujó una sonrisa. Levantó la vista hacia la ventana y todo parecía normal. Victoriano le miraba simplemente, dejándole largos minutos en plena calle.
     Al día siguiente muy temprano, Matías apareció tocando la puerta de Victoriano con toda la palma de la mano para decirle que, por la tarde y después de las labores escolares, irían a vender los tomates en las siguientes cuadras.
     Esa tarde, los dos se vieron cargando la caja y algo más de tomates con mucho esfuerzo; aunque después, luego de la primera visita hacia un vecindario, la pesada carga disminuyó poco a poco, hasta venderlos totalmente.
     Hasta se habían olvidado del camión y al volver hacia la calle principal, esta seguía húmeda y muy limpia; aunque, al pasar por debajo de la ventana, recordaron la sombra una vez más.

     

martes, 28 de junio de 2016

Proclamación del Presidente del Perú

Proclamación del Presidente del Perú

En una ceremonia en la ciudad de Lima, Pedro Pablo Kuczynski fue proclamado por el Jurado Nacional de Elecciones como presidente del Perú, conjuntamente con sus dos vicepresidentes. (Teatro Municipal, 28 de junio 2016)


Recordando los Resultados Finales

La ONPE (Oficina Nacional de Procesos Electorales), el día 14 de junio dio a conocer los resultados del proceso electoral al 100% de las actas.

%
Pedro Kuczynski
50.12
Keiko Fujimori
49.88



  

domingo, 26 de junio de 2016

Soñar con la imaginación contigo

Soñar con la imaginación contigo.
 El azul del cielo y el verde del campo


La dulce Irene

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 La dulce Irene

     Irene era un poco mayor que Victoriano, y tenía como unos trece años. Ocupaba la siguiente habitación con su madre. Era de regular estatura y sus ojos claros le daban a su piel una tonalidad muy bonita y atractiva. Además, la esencia de su juventud afloraba esplendorosa y llenaba su alma de dicha y alegría. A pesar que había perdido a su padre en un accidente automovilístico muy de niña, se mantuvo junto a su madre.
     Enseguida, todo fue cambiando para ambas mujeres, porque algo así como de buenas a primeras, la madre fue alimentándose de una energía extraña y maligna, que tiempo después, llegaría a ser el motivo de las desavenencias frecuentes entre las dos. Por más que intentó controlarse en las primeras ocasiones, ya que era su única hija, no fue suficiente para frenar ese odio acumulado que después se manifestaría de la peor manera. Claro que el subconsciente le decía que estaba actuando mal, al permitir ella misma la acumulación de esa energía. Aún así, viendo a su hija en una etapa de la existencia comparada con el florecimiento de un jardín, no soportaba verse a sí misma en una situación en la que paulatinamente su vida entraba en un proceso de decadencia. Mas aún, al sentir la ausencia de quien fue su compañero.
     Irene crecía ajena a los pensamientos de su madre y la luz del día le brindaba la alegría de vivir, aunque, mantenía dentro de su alma, el recuerdo de un padre que, no había gozado plenamente. Aún así, la vida tiene una magia especial. Cuando los seres necesitan de motivación y alegría, buscan a veces y sin darse cuenta, a quien dar esa fuerza acumulada, y ésta fue derivada siempre hacia el corazón de su madre.
     No había nada que pudiera parecer extraño en el corazón de Irene, que la podría apartar de sus pensamientos en cierta forma llenos de inocencia; muy por el contrario, algunas veces su risa contagiaba a las personas y amigos, quienes en ese momento, la veían más bonita, risueña y jovial.
     Sus ojos reflejaban la esencia de ser niña y mujer al mismo tiempo, mostrando sus gestos expresivos, de cierta candidez natural y muy femenina.
     Un día todo empezó de pronto. Su madre la esperó muy temprano parada en la puerta de su habitación y muy cerca de una higuera para gritarle todo lo que quiso y pudiera imaginar. Se enfrentaba a dos situaciones en la que ella no estaba completamente segura, pero sentía en su interior. Imponerse como mujer mayor y aplastar a la hija, o en tal caso, caer vencida frente a lo nuevo que crecía a la vida.
     –  ¿Qué has hecho?
     – Vengo del Colegio – dijo Irene, en cierta forma confundida, porque todos los días trataba de llegar puntual.
     – ¡Qué forma de comportarse! – gritó la mujer, levantando la voz y agregando: – No voy a permitir que me faltes el respeto.
     – No te enojes – dijo Irene.
     – ¿Cómo quieres que esté entonces? ¿Contenta? – dijo, con tono desafiante, demostrando que ella estaba para ejercer su autoridad y su yo particular.
     – Madre, por favor – dijo Irene, tratando de calmarla.
     – ¡Qué ridículo! – gritó la madre, toda furiosa e iracunda, gesticulando notoriamente al compás de las palabras –, aquí se hace lo que yo digo.
     – ¡Cómo! – dijo Irene –, tengo que cambiarme.
     – ¡Mejor pasa y sacas tus cosas! – dijo la madre resuelta y decidida a ser escuchada en su determinación.
     – ¿Cómo así? – interrogó Irene más confundida ahora, porque veía a su madre más alterada de lo que ella había conocido.
     –  No me importa dónde vayas – respondió la madre.
     – No digas esas cosas – dijo Irene.
     – Haces lo que quieres porque tu padre no está – afirmó la madre –, estoy seguro que él te hubiera echado a patadas por tu mal comportamiento.
     – Creo que exageras – respondió Irene, sollozando por lo inconcebible en que se presentaban las cosas.
     – ¿Así? ¿No estás llegando tarde? – dijo la madre.
     – Por favor – volvió a musitar Irene, tratando de limpiar algunas lágrimas que empezaron a caer sobre sus mejillas.
     – ¡Ya! – gritó la madre, como una loca.
     – Cálmate, por favor – volvió a decir Irene muy sentida.
     – ¡Ya! – volvió a gritar la madre, mostrando sus ojos más oscuros por la rabia demostrada en sus palabras –, de una vez, saca tus cosas, puedes largarte.
     Irene ingresó a la habitación y atinó a pararse muy cerca de una caja de cartón donde guardaba parte de su ropa, advirtiendo una vez más la furia que desataba su madre. Así, sintió muy cerca de sus pies, el golpe seco de una maleta usada al estrellarse contra el piso.
     – ¡Puedes llevar tus cosas! – dijo la mujer toda iracunda, señalando con uno de sus dedos la maleta.
     – ¡Cómo! – logró balbucear Irene, mientras tomaba algunas prendas de vestir, tratando de guardarlas.
     – ¡No me importa! – gritó.
     – ¿Por qué yo? – preguntó Irene llorosa, mientras seguía metiendo en la maleta algunas cosas más.   
     – ¡Es tu problema! – afirmó la madre toda resuelta.
     – ¡No seas mala! – dijo Irene sosteniendo la maleta con una de sus manos y sintiéndose empujada hacia fuera de la habitación, hacia el callejón por donde se salía hacia un patio y luego hacia la calle principal.
     – ¡Vete! – gritaba la madre, con mayor frenesí.
     – ¿Adónde quieres que vaya? – volvió a decir Irene llorando desconsoladamente y parándose en el callejón, mientras algunas prendas mal colocadas se veían salir por un costado de la maleta.
    – ¡Yo no sé! ¡Vete! – volvió a decir, casi con locura.
     Irene lloraba balbuceando, tratando de sujetar con fuerza sus cosas; y la madre se mostraba desafiante y hasta cierto punto orgullosa por lo que había iniciado.
     Algunas veces más se repitieron tales escenas, y le bastó una vez a Victoriano ver a Irene en tal situación, para tratar de comprender el dolor que llevaba dentro del alma. Muy poco podía hacer para intentar calmarla.
     Algo le decía en sus pensamientos que en la próxima vez, la miraría con más dulzura. Tenía dentro de su ser la esencia de la vida, la paz de una joven cuando empieza a descubrir nuevos rumbos. Su mirar era claro, como sus ojos; y se mostraba al mundo, con toda la inocencia de niña y mujer.
     Irene había aprendido a crecer tomando todo lo bueno de la existencia y sin saberlo con certeza, asimilaba la alegría y dicha de existir. Qué hermosura era despertar cada mañana. Qué maravilloso se convertía el día, cuando ella dirigía sus pensamientos y sus sueños hacia un porvenir obviamente lleno de esperanzas.
     A pesar que algo habría podido influenciar regresivamente en su forma de pensar, sentir y de actuar; ella, mantenía un corazón lleno de pureza, de tranquilidad, para encarar con todo lo bueno dentro de sí, todas las cosas buenas de la vida.
     Su voz era como el canto suave de las aves, con un tono perceptiblemente angelical, claro y dulcemente vibrante. A veces, parecía el canto de las sirenas que encandilaban a los niños y a los hombres. Cuando alguna persona la escuchaba por primera vez, descubría en ella la naturalidad espontánea de la vida, la sonrisa sincera, la amistad fraterna, bondad y el amor que florecía natural. Todo ello, marcaría por muchos años su vida, aunque algunas veces, necesitó también de mucho amor; mucho más, de lo que ella acostumbraba a entregarlo.

     Nunca supo del corazón de su madre, y lo comprendió ese día, al verla alterada y pidiéndole dejar la casa. Nunca antes se había comportado así. Bueno, eso era lo que le decía su esencia. Aunque en el fondo de su corazón, siempre tuvo los mejores ojos para ella.

El esqueleto viviente

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 El esqueleto viviente

     Por las noches, el patio colindante a la habitación de Victoriano era oscuro. No había iluminación alguna porque por muchos años, nadie se había preocupado en hacer alguna instalación eléctrica. Solamente la luz de la luna y algunas veces cuando estaba llena, iluminaba casi todos los rincones.
     En una esquina del patio, se había acondicionado un gran cajón de madera a manera de cocina rústica, y sobre este estaba el “primus”, pintado totalmente de negro por el tizne acumulado por el pasar de los días, meses y años. La calentadora de agua de color azul, se había tornado negra a consecuencia del tizne. Únicamente se distinguía una parte de su color original, por la huella dejada al momento de cogerla con los dedos y estaba exactamente en la tapa.
     Debajo del cajón de madera y no muy disimuladamente, habían puesto otra caja de cartón de regular tamaño, donde se guardaban muchos huesos de un esqueleto casi completo, y, unos cuantos huesos al parecer de otro.
     Al comienzo Victoriano no le dio mucha importancia al esqueleto, aunque por costumbre, se fue convirtiendo en una parte natural de la casa, como si fuera un objeto más. Pero, nadie lo sabía, absolutamente nadie, porque cada noche, cuando todos los vecinos de los alrededores dormían, algo volvía a la vida. Era como un suave viento tenue, o como un suspiro silencioso en medio de la penumbra de la noche. A veces también, se sentía más paz y quietud, y el silencio era más profundo. Algunas veces, se respiraba una fragancia extraña, acompañada de una humedad imperceptible.
     La gata de Victoriano, había sentido lo mismo muchas noches y cuando se acercaba hacia la cama y saltaba encima de ella, daba la impresión de tener un ronronear invadido de una paz duradera en el tiempo y el espacio. ¿Quién sabía exactamente sobre ello? ¿Cómo percibir la quietud del alma? No obstante, estaba ahí por muchas noches.
     Victoriano sintió algo, sin imaginarse por supuesto que todo provenía de un cuerpo tal vez misterioso, o de un ser bien intencionado. Toda la quietud del contexto daba una impresión de paz, en la que él tomaba toda la energía sin saber ni conocerlo. Parece que, entre el patio y la habitación, se daba una comunicación sobrenatural, en la que el cuerpo calcáreo actuaba algunas noches. Despedía algo que era advertido por la gata, y, esta lo había aceptado como parte natural y convencional. Es claro, no podía expresarlo ni comunicarlo. Sólo lo sentía en el contorno de todo su cuerpo y el pelaje; y quizá mucho más, cuando se encendían sus ojos como dos faros en medio de la oscuridad.
     Nadie había imaginado ver un día el esqueleto incorporado y caminando pesadamente, crujiendo sus huesos y avanzando lentamente hasta provocar un pánico sobrehumano. Aquí, por obra y gracia de la misma vida, toda manifestación se hacía concordante con los destinos de un niño; y por sobre todas las cosas, la naturaleza había determinado mantener el contexto en sosiego y tranquilidad.
      Nadie lo había determinado intencionalmente, solo el esqueleto sabía sobre eso. De esa manera, cada noche silenciosa venía acompañada con una quietud callada, donde desde la esquina de la caja de madera, se levantaba la mirada de un rostro joven, que irradiaba su propia luz, mostrando sus mandíbulas entreabiertas. Nunca le creció los terceros molares o muelas del juicio, es por eso que se explayaba hacia el contorno como un niño en la edad de la pubertad, necesitando de otra energía similar capaz de percibirlo.
     A veces, era increíble imaginar que con el transcurso del tiempo, los años nunca pasarían para el esqueleto, dando la impresión de estar vivo y muerto a la misma vez. Toda la vida estaba dispuesto a mostrar su juventud. Allí, se encontraba exactamente el fundamento de su accionar durante las noches marcadas por una paz duradera, el silencio y con otras manifestaciones, más allá de la vida y del entendimiento. Algo se advertía en los alrededores del patio, donde las almas puras y con la misma dimensión pueden sentirlo y comprenderlo.

     Allí estaba Victoriano, abrazado de la gata y sintiendo el latido de un corazón diminuto para el mundo, pero inmenso por las circunstancias de dar más vida. Allí, estaba despertando a veces en las tinieblas de la noche, en la interminable gracia de vivir por siempre y para siempre.  

La noche callada

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La noche callada

     Todas las noches fueron especiales en la habitación de Victoriano. Descubrir la quietud de la soledad. Hablar con la soledad y el silencio. Probablemente llenarse de muchos pensamientos imaginarios y reales también, aunque todos ellos, venían y aparecían envueltos de una claridad transparente y sin malicia. Y la tenue luz. Sí, la tenue luz, emitiendo sus tímidos rayos y cobrando vida poco a poco. La luz resultaba ser la compañía perfecta, porque mostraba la vida en los alrededores cercanos, y parecía que, las cajas de cartón, los papeles diseminados y algunos libros estaban ávidos de ser tocados para despertar de los sueños profundos y placenteros.
     Los pasos de la gata, silenciosos como cada noche, llegaba a través de la puerta con su ronronear y al compás de su respiración. Ella miraba con sus ojos claros y transparentes, directamente hacia los ojos negros de Victoriano, invitándole a mimarla, porque estaba para eso.
     Cada noche se encontraban juntos, como si el destino de la existencia los hubiera puesto el uno para el otro. Ambos amaban a su manera y se dejaban amar; total, para eso estaba hecha la vida, para amar y recibir amor.
     Al momento de dormir, cuando los dos estaban sobre la cama y usando la misma almohada, la respiración parecía una sola.
     Cientos de noches, tal vez miles; los brazos de Victoriano acurrucaron contra su pecho a su fiel compañía, y siempre sintió que su ser se llenaba de algo y a cada instante, en el momento preciso de entrar en un profundo sueño.
     Muchas noches y madrugadas, la luz permaneció encendida para mantener la vida en esa pequeña e insignificante parte del universo.

     La noche esconde mucho algunas veces. Otras, hasta el eco cambia a la lejanía. Una noche, Victoriano escuchó los ladridos de un perro en la lejanía, como si fuera el pedido de un auxilio lastimero. Otras veces también, hasta el correr de las aguas se escuchaban como un susurro, así, el río principal de la Gran Ciudad se sentía cercano y nítido. La paz existe también en la oscuridad, la penumbra, y en medio de las sombras. 

El mimeógrafo

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 El mimeógrafo

     Una tarde y como algo muy vago, Victoriano recordó cuando vivía aún con un hermano. Entró a su habitación y muy grande fue la sorpresa al ver algo así como una máquina y de regular tamaño, colocada adecuadamente sobre dos sillas.
     Algunos amigos de su hermano, trabajaban sobre una mesa y utilizaban también una máquina de escribir. Otros, miraban la calidad de la impresión que el mimeógrafo dejaba sobre muchos papeles, mientras hacían funcionar manualmente la máquina.
     Victoriano estaba impresionado, porque distinguió algo así como la producción de algo importante. Incluso en algún momento de aquellos días, se sintió partícipe al sentir muy de cerca los movimientos de los muchachos en edad universitaria, y al escuchar a veces las palabras más serias y bien pronunciadas.
     Claro, también se miraba muy pequeñito, porque apenas llegaba al nivel de la cintura de todos ellos; sin embargo, las miradas y todas las expresiones hacia él, reflejaban la mejor simpatía.
     El ambiente se llenaba de inteligencia. El sonido de las teclas de la máquina de escribir, unido al mimeógrafo y a la producción de cientos, quizá miles de volantes y revistas algo rústicas, lo decían todo.
     Probablemente, en el primer momento, no lo comprendería totalmente; aún así, miraba con mucha curiosidad el perfil de un niño vietnamita impreso sobre un folleto, distinguiéndole como un hombre mientras sujetaba un Mosin Nagant. El niño llevaba puesto un sombrero en forma de cono, y todo su perfil contrastaba muy bien con el color negro de la tinta, resaltando sobre el papel periódico. En algunas hojas interiores, se podían ver más fotografías y muchas letras.
     Su capacidad mental no le permitía ir más allá de una simple percepción. Los nombres de Vietnam, Laos, Camboya y el llamado a todos los pueblos del mundo por defenderse de la violencia sistemática, penetraba sus sentidos. Simplemente lo sentía así, de esa manera.
     Miles de hojas de papel de todos los tamaños, con nombres, lemas y muchas fotografías, dirigida hacia una campaña electoral que se sentía también cerca,  encontrándose en medio de la propaganda y la protesta.
     Claro que se sintió muy comprometido cuando alguien le enseñó cómo podía ayudar en el reparto de los volantes y manipular el mimeógrafo. Así, en los siguientes días, al caminar por algunos lugares y subir hacia algunos vehículos de transporte público, se sentía partícipe de lo que estaban haciendo los grandes. Al final, quizá era la curiosidad nada más, pero que, llevaba intrínseco algo importante. Además, las personas que recibían los papeles, miraban con cuidado cada hoja, leyendo con mucha atención.
     Y sin darse cuenta llegó la campaña electoral. Claro, tuvo que llegar el día como participante en un mitin, con una pequeña bandera entre sus manos.

      Después de eso, todo volvió a la normalidad. La habitación volvió a su estado habitual y dentro de la quietud formal. Solo que, algo había acontecido. Su hermano y la mayoría de los estudiantes interesados en difundir su posición de lucha, habían terminado detenidos en la cárcel pública de la Gran Ciudad. Algunos días después, fueron liberados.