domingo, 26 de junio de 2016

La dulce Irene

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 La dulce Irene

     Irene era un poco mayor que Victoriano, y tenía como unos trece años. Ocupaba la siguiente habitación con su madre. Era de regular estatura y sus ojos claros le daban a su piel una tonalidad muy bonita y atractiva. Además, la esencia de su juventud afloraba esplendorosa y llenaba su alma de dicha y alegría. A pesar que había perdido a su padre en un accidente automovilístico muy de niña, se mantuvo junto a su madre.
     Enseguida, todo fue cambiando para ambas mujeres, porque algo así como de buenas a primeras, la madre fue alimentándose de una energía extraña y maligna, que tiempo después, llegaría a ser el motivo de las desavenencias frecuentes entre las dos. Por más que intentó controlarse en las primeras ocasiones, ya que era su única hija, no fue suficiente para frenar ese odio acumulado que después se manifestaría de la peor manera. Claro que el subconsciente le decía que estaba actuando mal, al permitir ella misma la acumulación de esa energía. Aún así, viendo a su hija en una etapa de la existencia comparada con el florecimiento de un jardín, no soportaba verse a sí misma en una situación en la que paulatinamente su vida entraba en un proceso de decadencia. Mas aún, al sentir la ausencia de quien fue su compañero.
     Irene crecía ajena a los pensamientos de su madre y la luz del día le brindaba la alegría de vivir, aunque, mantenía dentro de su alma, el recuerdo de un padre que, no había gozado plenamente. Aún así, la vida tiene una magia especial. Cuando los seres necesitan de motivación y alegría, buscan a veces y sin darse cuenta, a quien dar esa fuerza acumulada, y ésta fue derivada siempre hacia el corazón de su madre.
     No había nada que pudiera parecer extraño en el corazón de Irene, que la podría apartar de sus pensamientos en cierta forma llenos de inocencia; muy por el contrario, algunas veces su risa contagiaba a las personas y amigos, quienes en ese momento, la veían más bonita, risueña y jovial.
     Sus ojos reflejaban la esencia de ser niña y mujer al mismo tiempo, mostrando sus gestos expresivos, de cierta candidez natural y muy femenina.
     Un día todo empezó de pronto. Su madre la esperó muy temprano parada en la puerta de su habitación y muy cerca de una higuera para gritarle todo lo que quiso y pudiera imaginar. Se enfrentaba a dos situaciones en la que ella no estaba completamente segura, pero sentía en su interior. Imponerse como mujer mayor y aplastar a la hija, o en tal caso, caer vencida frente a lo nuevo que crecía a la vida.
     –  ¿Qué has hecho?
     – Vengo del Colegio – dijo Irene, en cierta forma confundida, porque todos los días trataba de llegar puntual.
     – ¡Qué forma de comportarse! – gritó la mujer, levantando la voz y agregando: – No voy a permitir que me faltes el respeto.
     – No te enojes – dijo Irene.
     – ¿Cómo quieres que esté entonces? ¿Contenta? – dijo, con tono desafiante, demostrando que ella estaba para ejercer su autoridad y su yo particular.
     – Madre, por favor – dijo Irene, tratando de calmarla.
     – ¡Qué ridículo! – gritó la madre, toda furiosa e iracunda, gesticulando notoriamente al compás de las palabras –, aquí se hace lo que yo digo.
     – ¡Cómo! – dijo Irene –, tengo que cambiarme.
     – ¡Mejor pasa y sacas tus cosas! – dijo la madre resuelta y decidida a ser escuchada en su determinación.
     – ¿Cómo así? – interrogó Irene más confundida ahora, porque veía a su madre más alterada de lo que ella había conocido.
     –  No me importa dónde vayas – respondió la madre.
     – No digas esas cosas – dijo Irene.
     – Haces lo que quieres porque tu padre no está – afirmó la madre –, estoy seguro que él te hubiera echado a patadas por tu mal comportamiento.
     – Creo que exageras – respondió Irene, sollozando por lo inconcebible en que se presentaban las cosas.
     – ¿Así? ¿No estás llegando tarde? – dijo la madre.
     – Por favor – volvió a musitar Irene, tratando de limpiar algunas lágrimas que empezaron a caer sobre sus mejillas.
     – ¡Ya! – gritó la madre, como una loca.
     – Cálmate, por favor – volvió a decir Irene muy sentida.
     – ¡Ya! – volvió a gritar la madre, mostrando sus ojos más oscuros por la rabia demostrada en sus palabras –, de una vez, saca tus cosas, puedes largarte.
     Irene ingresó a la habitación y atinó a pararse muy cerca de una caja de cartón donde guardaba parte de su ropa, advirtiendo una vez más la furia que desataba su madre. Así, sintió muy cerca de sus pies, el golpe seco de una maleta usada al estrellarse contra el piso.
     – ¡Puedes llevar tus cosas! – dijo la mujer toda iracunda, señalando con uno de sus dedos la maleta.
     – ¡Cómo! – logró balbucear Irene, mientras tomaba algunas prendas de vestir, tratando de guardarlas.
     – ¡No me importa! – gritó.
     – ¿Por qué yo? – preguntó Irene llorosa, mientras seguía metiendo en la maleta algunas cosas más.   
     – ¡Es tu problema! – afirmó la madre toda resuelta.
     – ¡No seas mala! – dijo Irene sosteniendo la maleta con una de sus manos y sintiéndose empujada hacia fuera de la habitación, hacia el callejón por donde se salía hacia un patio y luego hacia la calle principal.
     – ¡Vete! – gritaba la madre, con mayor frenesí.
     – ¿Adónde quieres que vaya? – volvió a decir Irene llorando desconsoladamente y parándose en el callejón, mientras algunas prendas mal colocadas se veían salir por un costado de la maleta.
    – ¡Yo no sé! ¡Vete! – volvió a decir, casi con locura.
     Irene lloraba balbuceando, tratando de sujetar con fuerza sus cosas; y la madre se mostraba desafiante y hasta cierto punto orgullosa por lo que había iniciado.
     Algunas veces más se repitieron tales escenas, y le bastó una vez a Victoriano ver a Irene en tal situación, para tratar de comprender el dolor que llevaba dentro del alma. Muy poco podía hacer para intentar calmarla.
     Algo le decía en sus pensamientos que en la próxima vez, la miraría con más dulzura. Tenía dentro de su ser la esencia de la vida, la paz de una joven cuando empieza a descubrir nuevos rumbos. Su mirar era claro, como sus ojos; y se mostraba al mundo, con toda la inocencia de niña y mujer.
     Irene había aprendido a crecer tomando todo lo bueno de la existencia y sin saberlo con certeza, asimilaba la alegría y dicha de existir. Qué hermosura era despertar cada mañana. Qué maravilloso se convertía el día, cuando ella dirigía sus pensamientos y sus sueños hacia un porvenir obviamente lleno de esperanzas.
     A pesar que algo habría podido influenciar regresivamente en su forma de pensar, sentir y de actuar; ella, mantenía un corazón lleno de pureza, de tranquilidad, para encarar con todo lo bueno dentro de sí, todas las cosas buenas de la vida.
     Su voz era como el canto suave de las aves, con un tono perceptiblemente angelical, claro y dulcemente vibrante. A veces, parecía el canto de las sirenas que encandilaban a los niños y a los hombres. Cuando alguna persona la escuchaba por primera vez, descubría en ella la naturalidad espontánea de la vida, la sonrisa sincera, la amistad fraterna, bondad y el amor que florecía natural. Todo ello, marcaría por muchos años su vida, aunque algunas veces, necesitó también de mucho amor; mucho más, de lo que ella acostumbraba a entregarlo.

     Nunca supo del corazón de su madre, y lo comprendió ese día, al verla alterada y pidiéndole dejar la casa. Nunca antes se había comportado así. Bueno, eso era lo que le decía su esencia. Aunque en el fondo de su corazón, siempre tuvo los mejores ojos para ella.

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