martes, 7 de junio de 2016

Dos mujeres en una misma casa

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 Dos mujeres en una misma casa

     Abraham, en sus pocos años, casi como en el promedio de todos, logró darse cuenta de una diferenciación muy singular entre su verdadera madre y la otra mujer que vivía en su misma casa. Diferencia que trataba de entender a toda luz, intentando preguntarse algunas veces, aunque, sin encontrar por lo menos una respuesta clara. Sin rodeos, advertía ciertas composturas mesuradas, y alguna mirada subrepticia en su entorno. 
     Por los alrededores del puente, las voces de la gente de manera natural y esforzada no se dejaron esperar, y desde hacía mucho tiempo que había pasado de una persona a otra, y en ciertas ocasiones con ligera cautela. De todos modos, sea lo que fuere, la mayoría consideraba estar enterado de la situación.
       No sabía con exactitud toda la historia, pero entendió un día que su madre había sido sirvienta de la casa donde vivía. Precisamente, él había nacido en el mismo lugar. Ahora, no era fácil comprender por qué su madre se interrelacionaba con otra mujer, quien vivía también allí con sus propios hijos, siendo estos algo mayores. Por un momento, parecía una gran familia y muy singular, en la que todos trataban a veces y con gran esfuerzo, de vivir lo mejor posible.
     Abraham había creído que desde siempre y quizá por toda la vida, su madre había desempeñado el mismo papel. El hombre a quien miraba todos los días, era su padre, así había creído siempre; aunque, no le sentía absolutamente suyo. Por el contrario, sintió su presencia muy alejada, y más unido a los otros hijos y a la otra madre.
     No fue fácil descubrir un día y tratar de comprender que, su madre había sido violada por el hombre, y había sido engendrado bajo esas circunstancias. Ahora simplemente, le tocaba representar el papel que ocupaba en la casa: ser hijo ilegal, ser hijo bastardo.
     Claro, es por ello que prefería caminar en dirección a su hogar y llegar a estrecharse en los brazos de su madre. Eso sí tenía sentido.
     Cuando Abraham se encontraba con algunos niños, su sonrisa mostraba una mueca muy singular. Parecía forzada al mostrar casi todos los dientes y por cierto, se veían ligeramente deformados. Definitivamente, se convirtió en la expresión natural del primer saludo, unido a la forma en que, las mandíbulas y mucho más la inferior, salían hacia adelante, como queriendo extender el rostro para alargarlo un poco más. La gente se había acostumbrado a esa forma de su rostro, y con el pasar del tiempo, conservaría aún más la misma inclinación y la posición de los dientes.
     Su cuerpo mostraba a veces un aspecto cadavérico y cuando usaba algunas camisas y polos de mangas cortas, los huesos de los codos sobresalían sobre la piel y los huesos de sus muñecas daban la impresión de reventar.
     Los otros niños que vivían en su misma casa, dos hombres y una mujer, se veían mayores y eran también los hijos de quien creía su padre; a pesar de eso, parecía que vivía en una completa soledad con relación a ellos y solo sentía la cercanía de su verdadera madre.
     Así y todo, como un ser especial, aunque no lo era en realidad, fue dotado de una capacidad de comprensión que ni él mismo entendería a través de todos los años de su vida. Pero, estaba presente en sus ojos saltones como para ver su realidad y en cada pensamiento suyo, aunque nadie lo advertía abiertamente.
    En algunas oportunidades, algunos niños lo veían pasar muy tranquilo junto a su madre y una sonrisa brotaba natural de sus labios. En ese momento, se sentía el ser más importante sobre la tierra. Claro, con su madre y junto a ella en medio del camino, se llenaba de toda  la energía necesaria.
     Aunque podría parecer insólito, la madre de Abraham caminaba con el rostro muy sereno y con amplia magnificencia, y cualquiera, al mirarla, se daría cuenta del orgullo de su hijo. Ella también reflejaba a través de sus ojos claros, la alegría de ser madre y poco le importaban los comentarios entre dientes de algunas personas poco conocidas.

     Abraham y su madre ocupaban conjuntamente una habitación, mientras que el hombre a quien a veces llamaba de padre, vivía en una habitación anexa con sus propios hijos y otra madre. Las cosas se habían desarrollado de tal manera que, en cualquier momento, fluía un diálogo formal y acostumbrado entre las damas. Abraham muchas veces se interrogó sobre cada cosa extraña que llegaba a sus ojos, así, los fue abriendo mucho más y con el tiempo los sintió reventarse.

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