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Una travesura más
Una
noche se vieron en la esquina de la calle principal, por donde hacían su
aparición algunos automóviles después de atravesar el puente. Precisamente del
mismo lugar, partía una pequeña bifurcación a manera de alameda, donde vivía
Eduardo. Aunque algo mayor, se veía de otro mundo porque había preferido otros
amigos, viviendo una vida muy extraña, lleno de ausencias, con rostros
inexpresivos sin aventuras, sin aquellas pequeñas cosas que dan sentido a la
vida.
Nunca
nadie supo de quién partió la idea, de modo que Matías fue uno de los primeros
en acercarse para observar hacia el interior de la casa a través de una ventaja
enrejada. Permaneció largo rato mirando casi insistente y apoyándose sobre el
alfeizar de la ventana, como queriendo escucharlo todo por medio de sus ojos. A
pesar de eso, fue el primero en decir y de manera resuelta, aunque se le
escuchó un cierto temblor en su voz:
– ¡Esos son los autos!
–
¡Qué bien! – respondió Camilo, mientras se frotaba las manos sin darse cuenta y
auscultaba el primer vehículo con ojo avizor.
Nemesio se acercó también lo más que pudo hacia otro automóvil, mientras
miraba a su hermano menor, tratando de ocultarlo.
Era
la casa de Eduardo y vivía con sus padres. Festejaban algo ruidosamente.
Algunos automóviles inertes y sin vida se hallaban estacionados sobre la vereda
angosta de la alameda, contándose hasta tres.
–
¡Esperen un momento! – gritó Matías aunque su voz apenas alcanzó un par de
metros y agregó: – Creo que están saliendo de la fiesta para mirar los autos.
Todos
corrieron casi en estampida y con sus pasos cortos para alcanzar la esquina de
la calle principal. Al instante, salieron dos adolescentes a paso presuroso
pero con cierta calma en el semblante, y atisbando en derredor desde cierta
distancia, encontrando todo en orden aparente. Mientras tanto, Camilo, Matías y
los otros niños miraban disimuladamente hacia otros lugares desde donde
estaban.
La
noche se mostraba más oscura en esa parte donde estaban los vehículos. La gente
bailaba al son de una guitarra, abusando de las bebidas alcohólicas. En el
exterior, los niños se agazapaban de nuevo por la ventana, y el hermano menor
de Nemesio apoyó una de sus mejillas contra la falleba. Ellos no tenían idea
exacta de lo que estaban haciendo.
– ¡No
hay nadie en la calle! – murmuró Matías en voz alta.
– ¡No
lo sé! – respondió Camilo gritando sin entonación, mientras trataba de
esconderse detrás de él.
Algunos vehículos seguían su marcha a través del puente, mientras otras
personas caminaban por las partes oscuras, cual aparecidos en las tinieblas de
la noche. Matías y los demás, no habían reparado absolutamente en ello. De
todas maneras sea lo que fuere, ellos permanecían enfrascados en sus propios
pensamientos, sin saber realmente las posibles consecuencias.
– ¡Yo
iré primero! – volvió a decir Matías ahora en voz baja, sintiéndose seguro de
sus palabras; mientras tanto, todos fijaron la mirada con una especie de
calmada insistencia en el primer auto estacionado y muy cerca.
–
¡Vamos todos! – dijo Nemesio, mientras sostenía fuertemente a su hermano menor
con una de sus manos, permitiéndole caminar con un aspecto sumiso y doblando
ligeramente la espalda, como hacían los demás, para no dejarse ver.
–
¡Sí! – dijo Victoriano asintiendo con la cabeza.
Nemesio avanzaba encorvado junto a Camilo, como en una connivencia de
siempre, aunque no perpetuamente; aunque, la abuela de éste despreciaba y
denigraba a Nemesio, expresándose con las peores palabras y tildándole de hijo
de puta.
Estaban juntos y sin darse cuenta, eran guiados por Matías, quien volvió
a decir insistentemente:
– ¡Yo
seré el primero!
A
toda prisa, se encontraron rodeando el primer automóvil, casi agachados y
curvando las espaldas. Expresivamente, abrieron los ojos al mirar los maletines
deportivos sobre los asientos gamuzados. Al instante, tomaron una posición
genuflexa para acomodarse mejor y mirar a través del cristal de las ventanas.
Alguien lanzó un grito que más parecía un grito de guerra en el silencio,
mientras retorcía sus manos. La misma vehemencia en la mirada inquieta por un
instante del mayor, así como, del que parecía ser el más pequeño del grupo. En
el más grande, despertaba aún más sus instintos innatos de posesión. El hermano
menor de Nemesio y a veces con su cándida expresión, sin quererlo andaba a la
husma.
Nadie
había advertido en realidad quien sería el indicado para abrir el vehículo,
aunque sin pensarlo mucho, todas las manos intentaban abrirlo por todas sus
puertas. Claro, tenía que ser Matías, el primero en conseguir abrir una de las
puertas desde donde se encontraba. Victoriano miraba como Matías se deslizaba
hacia el interior, con movimientos lentos y rápidos al mismo tiempo. Camilo
también procuraba ingresar después de él, e intentaba empujarlo un poco;
mientras desde el otro extremo Nemesio, junto a su hermano menor, hacían
esfuerzos para abrir la otra puerta.
–
¡Aquí tienen uno! – dijo Matías de pronto, casi gritando y meneando la cabeza
enfáticamente, mientras apoyaba sus rodillas sobre el asiento trasero y pasaba
el maletín casi sobre su hombro izquierdo.
– ¡Es mío! – respondió Camilo, sujetándolo
fuertemente y con seguridad; para pasárselo luego a Victoriano, quien se
encontraba a su costado.
–
¡Otro más! – volvió a gritar Matías más despacio que antes, mientras volvía la
mirada brevemente para inspeccionar las demás partes del automóvil.
En
esas circunstancias, todos parecían tener sobre su rostro una expresión
atónita, mezclada extrañamente con una sensación de perplejidad y vacilación,
miedo y coraje.
De
pronto, se escuchó la misma voz gritar, y ahora casi sin entonación:
–
¡Vamos hacia el otro automóvil!
En un
segundo y sin que nadie hubiera podido detenerlos, se acercaron con la mirada
fija. Camilo y Victoriano, sostenían ya los primeros dos maletines,
manteniéndolos fuertemente pegados sobre su pecho. Matías estaba en una de las
puertas parpadeando y mirando a través de una ventana hacia el interior.
Nemesio detrás de él, junto a su hermano menor, a quien cogía con una de sus
manos, aunque daba la impresión que le molestaba. Alguien del grupo logró mirar
en un momento sobre su entorno, divisando a dos personas que transitaban muy
cerca, no importando en absoluto y más bien, mostrando una mueca de incomodidad
hacia ellos y a la distancia. Las personas se miraron mutuamente y sin dilación
menearon sus cabezas, como a un mismo ritmo. Después de todo, uno de ellos se
dio cuenta que uno de los niños contraía uno de sus puños en alto.
– !No
molesten! – volvió a gritar Matías de buenas a primeras al advertir la cercanía
de ellos, con una voz lo más chillona; con todo, les dirigió una mirada
desdeñosa.
– !No
jodan! – respondió Camilo como su eco y con el mejor aplomo, para proseguir con
lo que habían empezado.
La
puerta cedió al forcejeo de Matías, y Victoriano vio cuando guardaba algo así
como un desarmador entre sus bolsillos. De nuevo, otro maletín de diferente
manufactura estaba entre sus manos y se lo entregó a Camilo, quien era el más
próximo.
En
medio de la penumbra de la alameda, se escuchó el correr de los niños sobre el
piso y el murmullo también de varias voces a la vez, al decirse uno al otro
cuál sería el sitio exacto para llevar las cosas. Hasta ese momento, nadie lo
había pensado. Era la primera vez en que empezaban algo juntos. ¿Adónde irían?
¿En qué lugar guardarían lo robado? ¿Robado? No habían advertido la gravedad de
los hechos. Procedían instigados por malas inclinaciones.
Nunca
más supieron de la familia de Eduardo y sus amigos. Posiblemente les hubiera
gustado mucho dejar a uno de ellos muy cerca de donde se produjeron los hechos,
para después saber de las palabras de impresión de los hombres y mujeres
asistentes a la fiesta, tratando de encontrar una explicación.
Matías fue el primero en disfrutar del hecho y, de manera natural,
sintió venírsele algo a la boca. Todo parecía un deleite mientras corría calle
arriba junto a los otros. Nemesio corría en zigzag llevando a su hermanito.
Pegados a la pared y como si se hubieran puesto de acuerdo en la forma
de actuar, se dirigieron hacia la casa de Victoriano. Miraban al portón como
parte de su huida que duraría sólo unos segundos.
Así,
todos ingresaron en tropel por un zaguán hacia el patio de la casa vieja, para
dirigirse por un callejón algo estrecho hacia el segundo patio, donde estaba la
habitación. Casi en penumbras e iluminados por la suave tenue luz de la luna,
el candado se abrió frente a las manos de Victoriano, ingresando aún en
confusión y jadeantes.
La
gata de Victoriano caminaba pegada a las cajas viejas de cartón y aparentando
ser muy meticulosa. Sus ojos vivos se clavaron en los de Victoriano, sintiendo
su mirada profunda.
La puerta había sido cerrada y
asegurada con la barra de metal y los niños se acomodaron alrededor de la mesa,
mientras uno se sentaba, para descubrir de a pocos el botín que no habían
imaginado jamás. Y así, pusieron las cosas frente a ellos y en el centro de la
mesa; mientras Matías, demostrando una maestría con sus brazos, acomodó las
mangas de su camisa, pensando en ser muy cuidadoso con lo que vendría después.
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