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Las
verdaderas prostitutas
Otro
día de domingo y nadie se explicaba cómo habían llegado hasta la ribera del
río, aunque solo era debajo del puente que parecía mágico. Allí, se perdían las
casas como cajitas diminutas, y empezaba algo del campo, con algunos sembríos,
árboles, piedras enormes y pequeñas, que fueron lavadas por las aguas diáfanas
durante años.
Algunas veces estuvieron en ese mismo lugar, y jugaban cada uno con el
escudo de armas imaginario, ennobleciéndose al ver el castillo, el león, las
barras y las cadenas. Así, esperaban tener muchos timbres de que blasonar. Se
armaban también, con algunas ramas para convertirlas en un máuser, o en
rémington de largo alcance. Prácticamente, se habían divido en dos grupos como
sediciosos, pero en busca de una acción gloriosa que los ensalcen; y corrían
bordeando el río, ingresando unos metros hasta los sembríos nuevos y las
tierras cosechadas.
De
pronto, las dos facciones que planeaban una rebelión se detuvieron y
distinguieron claramente las cristinas de algunos soldados del ejército,
llevando el uniforme impecable en un día de salida. ¿Por qué cerca del río? ¿No
era mejor la Gran Ciudad? ¿Qué escondía la parte ubicada debajo de los puentes?
Los
dos grupos, en su juego juvenil por los alrededores, decidieron suspender sus
hostilidades y acordar un armisticio. Como si empezaran realmente una
contienda, decidieron unirse y observar juntos el movimiento peculiar de los
uniformados.
–
¡Nos han visto! – dijo Victoriano, levantando la voz.
–
¡Nos han visto! – respondió otro, como eco y gritando.
Se
agazaparon en unos matorrales, casi detrás de un arbusto de lila, y como
perfectos hombres de guerra, estaban preparados para el desarrollo de los
acontecimientos y la acometida final. Poco a poco, fueron descubriendo la
verdad sobre una diversidad de colores, y que flameaba suavemente al viento.
¿Qué era aquello que parecían chozas improvisadas? ¿Por qué usaban plásticos? ¿Por qué los soldaditos que parecían de plomo
murmuraban?
Hasta que, otras voces musitadas
por féminas agraciadas comenzaron a llenar el espacio y el contexto fue
cambiando.
La tensión de espera por lo
nuevo, se fue transformando en algo que causaba curiosidad y asombro, porque se
trataba de un acompañamiento entre hombres y mujeres. Aunque claro, solo se
dejaban ver los varones con cierta reserva, como si todo ello fuera una
comparsa, siendo todos los movimientos con cautela.
El día aún continuaba soleado y
las horas de la tarde transcurrían, mientras la corriente del río rumoreaba por
siempre. Extrañamente se respiraba un brisote cálido y húmedo al mismo tiempo,
envuelto en algo perfumado.
– ¡Hay una mujer! – dijo
alguien, muy expresivo.
– ¡Qué no nos vea! – dijo
Matías, contestando y gritando lo más bajo posible.
– ¡Imposible! – reprochó
Nemesio.
– ¡Viene hacia nosotros! – volvió a gritar Matías, pero más despacio.
Unos cuantos pasos bastaron para
que la mujer se acerque al grupo, blandiendo una caña seca entre sus manos,
diciendo:
– ¡Carajo! ¡Mocosos de mierda!
– ¡Huyamos primero! – alcanzó a
decir alguien más, mientras apuraban sus pasos entre los arbustos y la mala
hierba, bajo la atenta mirada de algunos sorprendidos militares.
Salieron corriendo poniendo los
pies en polvorosa, haciendo todo lo posible para alejarse unos metros que
parecían muchos. Se detuvieron al advertir que la mujer volvía al mismo lugar;
mientras tanto, los hombres miraron la huida y al más bajo, se le escapó la
risa.
Una vez más, volvieron
sigilosamente para estar a la mira desde otras posiciones y con mayor
comodidad. Los acontecimientos y el entorno, envolvían algo de temor, un
perfume de mujer, el aroma del tabaco y el acecho de los hombres.
Por primera vez y en toda su
extensión, fijaron su atención en la choza improvisada y muy pequeña, que había
sido construida con palos fijos sobre la tierra y apoyados en algunas piedras.
A manera de techo, unos cuantos plásticos coloreados y deslucidos por el
tiempo. La mujer volvió a salir de ella atisbando en derredor, llevando sobre
sus rodillas un vestido alto de color rojizo que encandilaba los ojos. Su
cuerpo voluptuoso, mostraba carnes esbeltas y redondeadas alrededor de su
pecho, dejando al descubierto un escote provocador. Mucho más excitante se
mostraba, al intentar coger nuevamente la caña amarillenta que servía para las
acometidas. Las aguas del río transcurrían sin cesar, y su murmullo misterioso,
parecía silenciar las voces tímidas de los hombres y la protesta callada de la
damisela encantadora.
– ¿Qué hacen? – preguntó el
hermano menor de Nemesio, con unos ojos expresivos de curiosidad y temor al
mismo tiempo.
– Baja la voz – le susurró al
oído su hermano.
– ¡Mira, mira! – dijo Matías –,
creo que viene hacia nosotros.
– No se muevan – dijo Camilo,
nerviosamente.
– Sí, tienes razón, parece que
vuelve a su choza – respondió alguien más.
– Pero… – interrumpió el hermano
menor de Nemesio, pretendiendo preguntar sobre lo mismo.
– ¡Es una puta! – afirmó Matías
fríamente.
– ¿Una puta? – interrogó el
hermano menor de Nemesio.
– ¡No te hagas el cojudo! –
sentenció Matías, mirándole oblicuamente y haciendo una mueca de molestia.
El niño quedó callado, mostrando
uno de sus labios caído, como de estupidez.
– ¡Mira, parece que conversan! –
volvió a decir Camilo como gritando pero muy despacio; mientras se escondía
detrás de algunos arbustos.
– Claro – dijo Matías –, seguro
que están hablando de dinero.
– Hay otros que esperan
impacientes– dijo otro niño.
– Sí – dijo Victoriano –, son
tres más.
– !Son unos pendejos! – dijo
Matías –, la mujer nos señala mientras habla con otro
hombre.
– Bajemos más la cabeza –
aconsejó Nemesio, mientras sujetaba a su hermano.
– Ahora ya lo sabes ¿no? – dijo
Matías, dirigiéndose al niño.
– Ya lo sabía – respondió,
mientras se encendían sus mejillas y se tornaban de un color rojizo, como el
fuego.
– ¿Y por qué preguntabas? –
inquirió Matías.
– Solamente preguntaba –
respondió –, nada más.
– Es un pendejo también, ja, ja,
ja, – afirmó Camilo, muy seguro.
– No – murmuró el niño en
silencio.
– ¡Miren! – dijo Camilo una vez
más –, alguien está entrando.
El hombre se puso de rodillas en
la entrada principal, y así, de ese modo fue ingresando a la choza improvisada.
El viento estaba leve y variable como si fuera una ventolina, moviendo el
plástico con esfuerzo. Todos los niños tenían puestos sus ojos sobre la
construcción, advirtiendo luego unas manos diestras con las uñas pintadas que
acomodaban la puerta hecha de plástico agujereado por el tiempo. Un zapato del
hombre comenzó a sobresalir por debajo del plástico, para volverlo a introducir
rápidamente. A lo lejos, algunos rostros inquietos de varios hombres y la
aparición de otros vestidos de civil. Los hombres caminaban en círculos
perfectos, como si estuvieran sobre su presa, esperando el mejor momento para
saciar sus instintos.
Dentro de todo el contexto, las
pequeñas cabezas de los niños se alzaban curiosas entre los matorrales.
De buenas a primeras, salió el
hombre algo despeinado y limpiándose los pantalones con cierta ligereza. Otra
persona se acercaba para iniciar el coloquio amoroso, como si se tratara de un
preámbulo antes de despertar a los instintos. ¿Era necesario un trato
diferente? ¿Conversaciones personalizadas?
Cada uno era un mundo diferente.
Cada uno buscaba su propia respuesta a la vida, mientras sentía la cercanía de
una mujer de mundo. Aunque, otros probablemente y del mismo grupo, la miraban
muy encantadora y probablemente les hubiera gustado tenerla toda una vida.
El entorno social que rodeaba a
esos jóvenes y algunos adultos, valoraba a la mujer de una forma extraña. No se
había profundizado en ese aspecto, y lo poco apreciado, se perdía
irremediablemente. Los niños no estaban hechos para meditaciones profundas, y
solo se escondían para tratar de mirar los hechos consumados.
– De nuevo hacen un trato – dijo
Matías, muy conocedor de sus palabras.
– Creo que nos mira la
mujer – afirmó Nemesio, sonriendo por
una comisura de sus labios.
– ¡Viene hacia nosotros! – gritó
uno de ellos –, creo que viene ahora con un palo.
– !Escapemos! – dijo Nemesio,
mientras era el primero en correr con su hermanito, quien trataba de mirar
hacia atrás sobre sus hombros.
– !Mocosos de mierda! – dijo la
mujer gritando a viva voz, mientras avanzaba con un palo amenazante y tratando
de sostener sus vestidos con una de sus manos.
Todos corrieron levantando polvo
a sus espaldas, mientras los gritos de la mujer se perdían a lo lejos.