viernes, 27 de mayo de 2016

Kuczynski: “Hijo de ratero, es ratero también”


A poco más de una semana de la segunda vuelta electoral en el Perú, el señor Pedro Kuczynski en un mitin de San Miguel en Lima, atacó a Keiko Fujimori según algunos con “golpes bajos”. Sobre eso, el comentario de Jaime Bayly desde Miami en un programa de televisión difundido el 25 de mayo 2016.

Kuczynski dice: “Pedro Pablo es un hombre que no ataca, pero yo si ataco en mi alma, porque yo puedo ver quien es un ratero y quien no lo es. Lo más probable es que un hijo de ratero, es ratero también”


Comentario de Jaime Bayly: “A mí me ha parecido muy feo, muy indigno de un hombre inteligente como Kuczynski, que acuse casi de ratera, o sea de ladrona y en ese lenguaje a la señora Fujimori. No es así como se gana una elección señor Kuczynski, si usted quiere ganarla, ofrezca mejores planes, mejores ideas, una candidatura más esperanzadora, más optimista, y no enlodando de esa manera vil a su adversaria, a mí me parece que se hace usted un flaco favor” 

jueves, 26 de mayo de 2016

El tranvía y el accidente de Josué

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 El tranvía y el accidente de Josué

     El tranvía había dejado de pasar desde hacía unos dos o tres años antes. Algunas madres y abuelas, aún extrañaban su ruido característico desde las primeras horas del alba, porque viajar en él, fue un coloquio permanente para algunas mujeres de edad. Las conversaciones habituales tocaban los problemas del gobierno, la pobreza y la protesta que aumentaba, y algunos síntomas claros de corrupción política.
     La modernidad se imponía a ultranza en todas las ciudades latinoamericanas y sus efectos de comportamiento se hacían más evidentes. Quedaban muchos recuerdos en el tiempo y muchos presentes perennes e imperecederos, que habían calado profundamente en el alma de Josué.
     Una mañana resplandeciente y soleada, y después de una borrachera nocturna, Josué caminaba pesadamente hacia su casa; situada por coincidencia como él mismo afirmaba, en la misma calle principal. Estaba por empezar los estudios secundarios, y ya llegaba a los diecisiete años. Algunos habían dicho, aunque en voz baja, que durante su permanencia en la escuela primaria, los profesores se habían cansado de él; por tal circunstancia, terminaron aprobándole más por hartos y hastiados, y nadie esperaba que continúe estudiando los siguientes años.
      Las secuelas que le había dejado el accidente con el tranvía cuando era niño, le habían transformado, y a veces, según la mayoría de los niños, enloquecía. Execraba contra su suerte de un día lluvioso de hacía muchos años, en la que sintió escapar sus manos de las barandas del tranvía, intentando obviamente y por todos los medios de aferrarse de nuevo, para después, ir cayendo inevitablemente sobre el adoquinado de la calle, mientras sentía el golpe de la máquina en una de sus piernas.
     Josué, recordaría profundamente y por siempre, el primer grito lastimero de ayuda llamando a su madre. El miedo le tuvo aterrorizado en esas circunstancias, por cierto, recordaba también, que veía muy claramente a su madre reír a carcajadas y llorar desconsoladamente en forma simultánea. Reía porque estaba vivo y lloraba a lágrima viva porque ninguna de la ruedas del tranvía había seccionado parte alguna de su cuerpo, y solo afloraban algunas heridas abiertas por debajo de su rodilla derecha y otras muy pequeñas y poco perceptibles en el pie. Su madre estuvo con él en todo momento y desde el primer instante en que le tuvo entre sus brazos.
     Cuando le llevaron al hospital, Josué hubiera querido que toda su vida le cuidaran, que siempre las visitas de su madre fueran por toda la eternidad y nunca salir hacia la calle; porque un día, se sintió cambiado, cuando advirtió apesadumbrado, que no podía mover normalmente la pierna herida; y con mucho esfuerzo inicialmente, parecía arrastrarla en cada paso, sintiendo las miradas curiosas de la gente y la compasión de otras.
     Después de algunos años, no se cansaba de lanzar improperios a la gente y a la vida por cualquier motivo, y muchas fueron las circunstancias en las que tuvo que recurrir al alcohol, para pretender olvidar lo acontecido. Cuando estaba embriagado, entraba en algunos estados singulares de locura explosiva, y gritaba a todos, a diestra y siniestra, con las peores palabras, además soeces; mientras que arrastraba su pierna por las calles. Los más cercanos le miraban, e intentaban hacerle entrar en razón, sin embargo, nunca pudieron lograrlo.
     Había días en que concurría a la escuela secundaria, más por insistencia de su madre que por él mismo, desatando algunos escándalos al enfrentarse a los profesores y a los alumnos, porque pensaba que le trataban mal. Lógicamente, terminaba expulsado.

     Vivía con sus padres, sin embargo, no se había desarrollado una interacción progresiva con su padre, de tal manera que, siempre le sintió muy distante. Más bien, con su madre se había producido una cohesión absoluta por siempre. Ella le demostraba con sus actitudes y su actividad diaria, que había que seguir viviendo.

¡No te juntes con ese niño, es un hijo de puta!

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 ¡No te juntes con ese niño, es un hijo de puta!

     Nemesio, había empezado y sin querer a caminar cabizbajo mirando hacia el piso, como pensativo; y, comenzó a darse cuenta que, el policía con la sonrisa a flor de labios que visitaba frecuentemente a su madre, no significaba nada para él. Así y todo, advirtió que su madre se mostraba encantada, contenta y gozosa cuando los dos se encontraban; distinguiendo posteriormente, al mirar sus pómulos salientes y observar detenidamente el color de su piel, el reflejo de una tristeza muy disimulada,
     Cada día y especialmente al despertar, se sentía intensamente afectado por eso; aunque y sin saberlo en realidad, creyó ser una coincidencia y trataba de confirmar a sí mismo sus percepciones. Nunca lo supo, hasta después de alcanzar la mayoría de edad, que su descuidado espíritu había trabajado para crear todos los efectos contrarios a tales sensaciones. Cualquier observador se hubiera dado cuenta del cambio súbito e inmediato.
     Hablaba lo menos posible con las personas mayores que vivían también en la calle principal, porque un día que le pareció diferente a todos los demás, distinguió en la mirada furtiva y no muy discreta por cierto de algunas mujeres, algo así como una mezcla de consuelo y rechazo. Nunca supo desde cuando exactamente, se había iniciado tal comportamiento inusual; lo cierto es que, cuando estaba acompañado y sentía el cariño de su madre, algunas mujeres cercanas a la casa, clavaban sus ojos en el cuerpo de ella. No lo tenía muy formado, pero, constituía para el conjunto social representado en las mujeres, un delito flagrante.
     Nemesio se movía y vivía por ella, sabiendo que era la única y eso le bastaba. Había llegado a soportar las miradas oblicuas, e intencionalmente despreciables algunas veces; aunque también, sentía rabia por eso, cerrando una de sus manos muy fuertemente hasta formar lo que él consideraba un puño poderoso. Así, trataba de esconder siempre una de sus manos en uno de sus bolsillos, mientras sus dedos se cerraban de nuevo y paulatinamente. Algo le impedía comprender plenamente la razón de tales actitudes.
     El policía generalmente llegaba en noches silenciosas, que parecían cautivadoras. Se sentaba cómodamente en una de las pequeñas mesas que tenía su madre, cruzando las piernas y acomodándose el bigote negro y muy poblado. Un día le vio beber solo, hablando entre dientes y sonriendo con una mueca triste. Quiso hacerle señas para que cambie de rostro, y ¿si no lo hacía? ¿qué más decirle? Otro día, vio a su madre sentada junto a él, y le acompañaba bebiendo. Había advertido que, en ciertas ocasiones extremadamente alegres, ella prefería usar trajes oscuros que combinaban muy bien con sus medias negras.
     Se había acostumbrado realmente a observar todo eso con cierto interés, y de la forma en que tenía que vivir ahora y adelante. Sentía martirio cuando le pedía que se quede muy cerca de ella, porque algunas noches, la vio sentirse atemorizada, aunque no sabía exactamente por qué. ¿Temor por encontrarse sola y estar en medio de otros hombres? Había acondicionado en la trastienda y con mucho esmero un par de mesas, inicialmente con la intención de recibir al policía Leoncio; aunque después, alguien se enteró muy maliciosamente de ese lugar, en la que se podía beber un fin de semana y sin inconvenientes. Poco a poco, algunos fueron llegando; no obstante, el lugar se sentía vacío porque ambas mesas parecían solitarias, como destinadas a ocupar el mismo sitio predispuesto. ¿Por qué se sentía allí el ambiente solitario, estando incluso algunos hombres sentados alrededor de una de las mesas? ¿Por qué alguna persona se mostraba risueña, mientras sobre su rostro se dibujaba un gesto desagradable y grotesco? Una noche tranquila y cuando dormitaba de cansancio sobre un colchón en una de las esquinas de la habitación, escuchó una respiración fuerte y algo agitada; acompañada aún, de un murmullo quedo e imperceptible:
     – Señora…
     Abrió los ojos sin esfuerzo desde donde se encontraba y no los sintió cansados. Los tenía muy redondos y despiertos, como escuchando por ellos. Una de sus manos empezó a contraerse, como aumentando en cierta forma su energía, pero simultáneamente la sintió débil, como cayendo en un estado de lasitud.
     – ¡Por favor! – dijo ella, con tono suplicante y casi en silencio, bajando sus ojos suavemente como ocultándolos para no ser descubierta plenamente, mientras mordía con firmeza y acariciaba suavemente uno de sus labios con todos los incisivos superiores.    
     – Un momento más… – insistió el hombre, mientras la rozaba con sus manos.
     – ¡Aún no le conozco, no se sobrepase! – afirmó, mostrándose inquieta.
     – No es eso, yo estoy seguro que usted lo puede hacer conmigo, además, ahora mismo. No hay personas aquí. Puedo quedarme un poco más hasta que el niño se duerma – dijo el hombre.
     – ¡Pronto llegará alguien y prefiero que se retire a su casa! – dijo, ahora sí severa, mientras dejaba la mesa para dirigirse hacia donde se encontraba su hijo.
     Esa noche, así terminó todo y en los siguientes días, la mirada social se hacía presente en las mujeres que vivían muy cerca de la casa. Así, comprendió el significado de las miradas oblicuas y el murmullo de las voces que escuchaba a sus espaldas. Entonces, para no mirar hacia el cielo, como lo había hecho otras veces en busca de algunas respuestas, dirigía la mirada hacia el piso y con frecuencia. De ese modo, intentó dar respuesta clara a muchas interrogantes, y su mente no alcanzó a comprender todas las particularidades de la gente.
     Con el policía Leoncio muchas cosas cambiaron, hasta parecía que la vida misma sobrepasaba los marcos de la felicidad y la desgracia. Es como si estuviera siempre presente la dicha a flor de piel, y en forma simultánea, la formación militar dispuesta a dar el golpe mortal y despiadado. A veces, se presentaba con su vestimenta singular, viéndose gracioso por la barriga prominente, sin embargo, le daba un rango de superioridad y respeto.
     Nemesio no se sentía muy seguro, aunque a veces sí inquieto porque su madre se desbordaba en atenciones muy disimuladas. Había notado también con cierta frecuencia, que otras personas se interesaban en ella, escuchando algunas noches, expresiones llenas de dulzura, ya que su madre sonreía de contenta y ellos se mostraban muy dulces.
     Eso sí le gustaba a Nemesio, y había fijado en su mente ciertos rostros de alguna manera familiares que le complacían y mantenían tranquilo.
     Cuando creía estar dispuesto a dormir, aunque sin proponérselo realmente, ingresaba a una de las habitaciones interiores de la casa, y sabiendo que dejaba a la mujer de sus días con alguna persona a quien creía conocer muy bien, se imaginaba durante largos minutos el murmullo de la noche, y los diálogos imaginarios en medio del silencio apacible. Se tocaba la frente, los ojos, y sonreía al recordar las últimas risas espontáneas de la noche anterior. De pronto fruncía el ceño, y creía escuchar a lo lejos muy claramente una voz, considerándola luego de poca importancia. Cualquier persona hubiera advertido el movimiento suave de las córneas bajo sus párpados; no obstante, seguía despierto, como la última vez en que escuchó:
     – La mayoría del congreso esta contra el presidente y creo que la única salida que tuvo en las últimas reuniones, fue el convocar a nuevas elecciones municipales – afirmó el policía Leoncio conocedor de la problemática social, mientras apoyaba el codo derecho sobre una de las mesas, en actitud reflexiva.
     – Seguramente habrá mayor participación – dijo ella.
    – Considero que solo es una manera de controlar la efervescencia social, ya que el gobierno se había desprestigiado aún más en los últimos meses, por someterse al capital internacional – sentenció Leoncio, con la mayor seriedad posible, dejando la mesa para apoyarse ahora en el respaldo de la silla; mientras ella le contemplaba minuciosamente.
     – Pero, deja esa seriedad para otro tipo de reuniones, ahora estamos los dos solos – dijo suavemente y con una mirada extraña, que más parecía sensual.
     – Tienes razón, ahora nosotros somos importantes.
     – Claro amorcito – dijo ella, tragando saliva y mirándole a los ojos.
     La madre de Nemesio tenía algunas necesidades apremiantes y urgentes, porque algunas deudas anteriores la habían abrumado ostensiblemente, así, pensando que era una salida momentánea se embarcó en el negocio. Al inicio, nunca pensó que ella podría ser parte de la atracción; siendo así, siempre procuró conservar la mejor postura frente a las pocas personas que concurrían diariamente a su casa, teniendo la esperanza de formalizar un día su relación con Leoncio, para hacerla más seria y duradera.
     Nemesio aunque menor, se dio cuenta de la manera en que le trataban algunos niños, e intentó comparar sus rostros y expresiones, cuando les miraba de frente.
      Ellos se reían de la ocurrencia.
      A veces era tratado despectivamente, y ni qué decir de las mujeres que le miraban con desprecio. Una tarde escuchó a la señora Iguasia, abuela de Camilo diciéndole:
     – ¡No te juntes con ése, es un hijo de puta!

     El hermano menor de Nemesio, de unos siete años, prefería ocultarse de los ojos de la gente. Cuando estaba con su madre, algunas veces rabiaba, porque había empezado a percibir cierta energía que le ponía de mal humor. Entraba al dormitorio de su madre y permanecía allí por horas.

Los castigos del profesor

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 Los castigos del profesor

     Durante los estudios elementales y primarios, funcionaron dos aulas, desde jardín hasta el último grado de primaria. Isidro y Justino habían empezado sus estudios con un profesor que actuaba también como tutor. Prácticamente, era el último año. Los niños que se encontraban estudiando con el profesor, percibían la masculinidad y el carácter del varón; en una palabra, creían sentirse comprendidos de hombre a hombre, aún con algunos abusos de por medio. Mientras que, en la otra sección, una profesora representaba la figura materna; sin embargo, los alumnos la odiaban con todas sus fuerzas, con miedo y en silencio; porque, cuando llamaba a los niños al orden, sus gritos histéricos y destemplados retumbaban estruendosamente por toda la escuela. Terminando los niños más asustados que estando en sus casas.
     El profesor Basílides, era conocido como un hombre derecho, cabal y conocedor de la realidad de la época, interesado en que sus alumnos aprendan y se relacionen con la realidad. Cada mañana, algunos estudiantes leían las noticias del periódico que él mismo traía y escogía. Resultaba emocionante cuando esperaban su turno, Algunos niños temblaban nerviosamente y poco a poco creían llenarse de coraje. Las primeras noticias estaban relacionadas con la política y los movimientos sociales, en su lucha reivindicativa contra el gobierno de turno. La página relacionada con los problemas y movimientos internacionales, emocionaba mucho al profesor. Incluso una mañana, dejó una tarea sobre la Revolución Cubana y Fidel. Todos se preocuparon en hacerla. Bastaba una hoja para mostrar el interés sobre el tema.
     El profesor gozaba con los niños porque los tenía bajo su dominio, y al parecer mucho más lo disfrutaba, cuando se trataba de los castigos. Obviamente, Isidro y Justino reiterativamente fueron castigados hasta el cansancio, como también otros niños y no se salvaron Maníal ni Rubén.
     Algunas veces y cuando alguien no cumplía con las tareas, o sin darse cuenta estaba desatento a ciertas explicaciones, el profesor sufría una transformación. Como poseído de una fuerza extraña, diabólica y endemoniada, arrancaba la correa precipitadamente y con dificultad de la cintura de su pantalón, abriendo los ojos desmesuradamente y tornándose de un color rojo intenso como el fuego del infierno. De esa manera, se acercaba a determinadas carpetas con la mirada fija y casi de puntillas, con los brazos ligeramente levantados y blandiendo el arma mortal con la mayor destreza posible en una de sus manos, como queriendo dar el urgonazo final. Así, llegaba arrebatado y con el rostro encendido hasta el alumno, a quien miraba con furia desmedida y vehemente, sacando las mayores fuerzas para descargar el arma varias veces, como si fueran cuchilladas sobre la espalda, e imaginando abrirse esta.
     Los niños que estaban muy cerca, dibujaban con cuidado sobre su rostro una mueca de horror, cogiéndose temerosos las mejillas sonrojadas con manos temblorosas; para luego, tratar de cubrirse presurosos sus cabezas, haciendo los mayores esfuerzos por evitar algunos golpes. Algunos levantaban sus brazos y estiraban sus dedos en señal de pavor y terror. No les quedaba más remedio que deslizarse sigilosamente y con prontitud hacia la parte baja de la carpeta para esconderse, y si fuera posible desaparecer debajo del tablero; y aún de ese modo, el profesor siempre hallaba la forma de asestar un golpe más y preciso sobre sus cabezas con iracunda furia. Los sollozos lastimeros y los gritos apagados invadían el salón de clases.
     Los que parecían estar muy lejos y a salvo, no alcanzaban a cubrirse el rostro, quedándose petrificados y con las manos a la altura de su pecho, absortos y sin atinar a decir alguna palabra balbuceante. Cualquiera de los niños estaba muy próximo al espanto de horror, pero más era el miedo y la punzada que sentían en sus cuerpos.
     Después de algunos minutos de silencio y de incertidumbre, en la que paraban los golpes, los niños lo iban olvidando todo, paulatinamente; aunque, sintiéndose aún la respiración agitada y convulsionada del profesor y su último murmullo entre dientes:
      – ¡Bastardos de mierda! 
     El campaneo les transportaba y volvían risueños a las carreras y a la contemplación extasiada de la hija del director. Hasta otro día incierto o afortunado, en que volvían los castigos acostumbrados o la lectura de los periódicos. Nadie recordaba con exactitud de alguna queja posterior y cada día, la mayoría asimilaba la energía del educador.
     Gamarra fue uno de los niños más pequeños del aula, casi diminuto, llevando unas pecas casi imperceptibles y muy graciosas sobre sus mejillas. No había duda que había sacado el corazón de su madre. En algunos paseos anuales por el día del estudiante, todos los niños desbordando de alegría, se ausentaban de la Gran Ciudad; para dirigirse entusiasmados y guiados por sus maestros hacia las zonas libres del campo, con muchos árboles y abundante vegetación. Cada uno y muy emocionado, cargaba como el éxodo, con sus bolsas de plástico y de papel, llevando también algunos maletines que parecían pesar mucho, por la fiambrera olorosa, los refrescos coloridos y las frutas frescas a la luz de la mañana. Cómo se movían los ojos de los niños, inquietos por partir, y más despiertos aún por las nuevas cosas por descubrir en la nueva aventura. Durante todo el camino se sentían acompañados por una sonrisa amplia sobre su rostro, de lo contento y felices que estaban.

     Gamarra fue muy singular, porque cuando los niños se hallaban a campo traviesa y a la hora del almuerzo, colocaba un mantel sobre la hierba, casi a la sombra de un árbol y que parecía inmenso; luego, extraía con esmero muchos platos, cubiertos, y servilletas de un bolso grande, y la infaltable vasija despidiendo el aroma de unos riquísimos y jugosos tallarines. Llamaba a todo aquel que quería disfrutar del exquisito potaje, sentándose en un círculo casi perfecto, aunque más parecía tomar diversas formas. Nunca lo dijo abiertamente y no fue necesario, porque de su rostro brotaba un resplandor natural y fulgurante. Nadie olvidaría su expresión y la alegría de sus ojos, al momento de contemplar a cada uno saboreando lo que su madre había preparado.  

Los “niños especiales”

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 Los “niños especiales”

     Isidro y Justino trataban de estar siempre juntos en la escuela y, en el momento de los recreos, se habían acostumbrado a jugar simulando una carrera; dibujando para ello sobre el piso, la ruta de la competencia.
     – ¿Puedo continuar ahora? – preguntó Isidro resuelto, sosteniendo nerviosamente entre sus manos el viejo juguete y sin ruedas, para posteriormente lanzarlo y avanzar unos centímetros más.
     – ¡Pero esta vez ganaré! – gritó Justino levantando la voz, mientras se preparaba abriendo y cerrando los dedos de una de sus manos, para lanzar el suyo.
     – ¡Oh!  ¡Estás fuera de la línea! – exclamó Isidro muy complacido, con gran expresión en sus ojos, agregando luego: – Tendrás que volver al mismo lugar.
     – ¡No te creo! – dijo Rubén, extendiendo los brazos y levantándolos suavemente con los dedos separados entre sí, agregando: – No ha salido fuera de la línea.
      – ¿Por qué te entrometes? – gritó Isidro, frunciendo el seño y mirándole de frente.
     Varios muchachos se habían juntado desordenadamente alrededor de ellos, porque el final, estaba cerca. Precisamente, habían trazado una línea blanca sobre el piso y muy cerca de una puerta de madera, que servía de ingreso al departamento del director, quien vivía en el colegio.
     Cuando se disponían a reanudar el lanzamiento de los autos, hizo su aparición e ingresó por la puerta principal de la escuela, la hija del director. Todos voltearon en el acto desde donde estaban, olvidándose de la gran carrera, para quedarse extasiados, mirándola, mientras la seguían con los ojos iluminados, paso a paso, tratando de descubrir algo más de ella. ¿Qué más tenía ella que les transportaba hacia otros sentidos? ¿Qué descubrían al mirarla?
     Ella estudiaba y tenía unos once años de edad, y por alguna razón, había llegado temprano ese día. Algunos la veían más mujer que niña, con una expresión natural sobre sus ojos, diáfana y muy dulce, acompañada de unos labios carnosos y que se tornaban de mujer. Los niños ya se habían dado cuenta que ella también les miraba, inquieta; aunque, sin decir una palabra y haciendo un ademán de saludo se apresuraba y se abría entre ellos, para ingresar hacia el departamento. 
     El sonido persistente y a lo lejos de la campana dispersó a todos, y Rubén fue el primero y muy solícito en formarse, como siempre. Muy obediente a todas las reglas e indicaciones del profesor. Sus compañeros le miraban y observaban frecuentemente con inusitada curiosidad, porque se fue manifestando algo muy singular y especial en sus expresiones y comportamiento diario. Años antes no lo habían advertido, aunque ahora, cada vez era más evidente la suavidad de su trato y sus movimientos afeminados. Nadie se explicaba la razón de su cambio, ni tampoco lo intentaron.
     En el mismo salón de clases, otro niño llamado Maníal apareció de pronto con singulares poses. Ya eran dos los que se manifestaban abiertamente y aunque al comienzo todo no pasó de ser una simple broma, poco a poco, inquietó a otros, quienes estaban deseosos de acercarse a ellos. De los dos, a Rubén se le veía más delicado por lo delgado de su cuerpo y las facciones de su rostro que se tornaban más espigados. En cambio Maníal, por ser de mayor estatura, se le veía algo tosco, porque sobre su rostro se reflejaban algunas verrugas de alguna enfermedad anterior, viéndose así más repulsivo, aunque más dispuesto a todo.
     Realmente y aunque nadie lo había esperado, algunos compañeros de la escuela, los más despiertos y de diversos grados, se sintieron atraídos hacia ellos y parecía muy extraño porque, aprovechando algunos minutos destinados al recreo escolar, armaban un gran barullo frente a los baños, tratando de disimularlo con el juego de los más pequeños; aunque, en realidad, era más evidente de lo que habían imaginado.
     Especialmente en esas circunstancias, y en lo que parecía ser una gran confusión de personas, Maníal se las arreglaba muy bien para ingresar junto a un muchacho y casi de la misma edad, hacia uno de los baños. Luego de contados minutos, que más parecían infinitos, salían con las mejillas encendidas, como si se hubieran aplicado un maquillaje especial. Nadie sabía desde cuándo habían empezado con todo esto, y algunos se sorprendían; mientras otros trataban de disimular ante lo evidente. Ellos creían que pasaban inadvertidos, sin embargo, incluso los de menor grado, levantaban la mirada desde sus lugares. ¿Maníal manifestaba su naturalidad? ¿Otros niños eran los que presionaban para un encuentro fortuito? Sin embargo, desde entonces, Rubén y Maníal fueron tratados de una manera singular y no faltó de parte de alguno, una demostración intencional de afecto o una palmada disimulada sobre sus nalgas, que despertaba una vez más lo lujurioso del momento.
     La hija de director mostraba una sensación muy diferente y la atracción se fue haciendo algo sexual para algunos, y para muchos obviamente algo desconocido. Ella nunca se juntó con los niños, aunque saludaba a uno o dos cuando llegaba a veces a la hora del recreo, y en esto, Isidro y Justino se sintieron muy afortunados.


Isidro y Justino en la casa que parecía inmensa

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 Isidro y Justino en la casa que parecía inmensa

     Al subir por el lado izquierdo de la calle principal, siempre daba la impresión que era el final del camino, porque después de la primera cuadra y precisamente allí, una casa que parecía inmensa se imponía en el paisaje; no por la extensión o la estructura en general, sino por la cantidad de familias que albergaba. Vivían más de una docena de familias y aparentemente muy cómodas; aunque a veces, alguien muy juicioso había afirmado que eran más de veinte.  
     Cada una de ellas, ocupaba con indescriptible alegría e imaginación una habitación rústica y techada con calamina. No era fácil imaginar, cómo hacían las familias de siete o diez personas, para vivir diariamente, comer juntos y dormir cada noche dentro de una habitación. Resultaba admirable desde todo punto de vista, mucho más todavía, si considerábamos la diferenciación de sexos.
     Así, cada uno de ellos, desde el más niño y engreído, hasta el más anciano y bonachón, transitaban diariamente por el único callejón, que parecía muy largo, y que terminaba en una pendiente muy suave, para luego ganar la calle a través de unas gradas construidas de piedra; y que por el tiempo, y probablemente también por el descuido de los dueños, había llegado a deteriorarse peligrosamente.
     Lo mismo sucedía con las paredes, y cada día, un poco de cal y arena que alguna vez se usaron a manera de estuque, se desprendía para caer sobre las piedras de las nueve gradas conocidas. Cuando alguien subía o bajaba, miraba y con el mayor cuidado posible donde poner el primer pie, porque todo estaba destrozado y una cantidad de huecos se abrían cada día entre las piedras diminutas y grandes; además, la altura de cada una de las gradas eran muy diferenciadas, y para franquearlas, era necesario levantar la pierna lo más posible en algunos casos y, en otros, casi parecía un juego, porque bastaba unos centímetros.
     Para los párvulos, pasar por el ingreso principal había constituido todo una experiencia inolvidable y a veces infructuosa; obviamente, cuando fueron muy pequeños, más de uno había terminado rodando sobre las gradas, incluido golpes, algunas heridas, llanto y gritos de sus madres que salían corriendo para socorrerlos. Después, por alguna particularidad especial, todos reían y festejaban el nuevo descubrimiento de los niños. Para la siguiente vez, se les veía midiendo sus pasos con mucha cautela y apoyándose con ambas manos sobre las paredes, distinguiéndose muy claramente sobre ellas la forma de sus dedos y de diferentes tamaños; como también, una mancha oscura, permanente y grasienta de tanto apoyarse.  Los más pequeños, habían aprendido a trepar por lo que parecía ser unas gradas inaccesibles, ayudándose con los pies y las manos, de una a una, como si fuera una escalinata que les mostraba el destino.
     Los más grandes y por la experiencia, sabían perfectamente qué piedras eran las más fuertes y dónde colocaban el primer paso y con qué intensidad; así y todo, subían y bajaban apresurados por el mismo lugar y sin tocar las paredes, como haciendo equilibrio con sus brazos y usando alguna parte de su cuerpo para no caerse, cual malabaristas de circo y muy experimentados.
     Primero y al momento de bajar, miraban la piedra exacta y con una precisión increíble apoyaban con firmeza el pie derecho, para luego, apoyarse con el izquierdo sobre otra piedra más pequeña y con el menor peso posible, y después, dar un salto hacia otra que se encontraba a mayor distancia y mucho más abajo de las dos anteriores, y así, para después y en pocos segundos, terminar sobre la calle. Para los más ancianos, el camino se había tornado algo difícil y más de uno había terminado en el hospital con alguna fractura; por tal motivo, preferían quedarse dentro de sus habitaciones y por pocos días, porque después y con la ayuda de otros vecinos, emprendían lo que consideraban a veces una marcha forzada. En el caso de las mujeres, ellas sí se tomaban todo el tiempo posible y cada paso también era muy calculado.
     Sin embargo y a pesar de todo, cada mañana niños y adultos salían con la cabellera mojada y bien peinada, mostrando la mejor sonrisa al viento. Por la tarde y cuando volvían, la comisura de sus labios se mostraba siempre risueña, como si fuera lo más importante para ellos.
     Hacia el fondo del callejón principal de la casa, se distinguía un baño a manera de silo, el cual era usado por todos; y hacía mucho tiempo que la única puerta estaba hecha astillas y se venía cayendo a pedazos. Alguno de los vecinos, había clavado un pedazo de tocuyo sobre la puerta y con mucho esmero, para cubrir todas las rendijas que se habían abierto, como si fueran heridas abiertas por el tiempo y otro apuntaló la puerta con un madero, para hacerla aún más fuerte. Cada mañana y desde muy temprano, generalmente los mayores y los jóvenes, desfilaban hacia el baño con las ganas y los pasos apresurados, para después usar también el único caño de la casa y que goteaba todo el tiempo, dando la sensación de un compás armónico y permanente, como marcando los pasos a un solo ritmo. Muchos habían sido los intentos por arreglarlo, pero siempre goteaba y algunos se atrevieron a decir que el caño estaba embrujado, mientras otros se reían de la ocurrencia y no le daban mucha importancia.
     El verano llegaba también con la lluvia, y cuando esta era intensa, el sonido de las gotas sobre las calaminas era estruendoso. Muchos ya conocían el lugar exacto por donde pasaría el agua hacia dentro de las habitaciones, y provistos de unos baldes de metal, los ubicaban sobre el piso de tierra; y otros, que se sentían más afortunados, los ubicaban sobre el piso de ladrillo, precisamente por debajo de algunas goteras. Para tratar de prevenir y protegerse de la humedad, algunos de los vecinos habían cubierto con anticipación los huecos de las calaminas con un poco de brea, aunque no duraría mucho tiempo, al menos les aliviaba. Realmente disfrutaban de la lluvia, porque cuando era intensa, se paraban bajo el umbral de la puerta de sus habitaciones, y veían el correr del agua a través del callejón, volcándose sobre las gradas como pequeñas cascadas, para después, juntarse con el agua de la calle que parecía un río.
     Isidro y Justino, algunas veces, se paraban también en sus respectivas puertas, situadas una frente a la otra, para contemplar la lluvia y para hacer muchos barquitos de papel de diferentes tamaños. Ellos creían que sus padres habían vivido en esa casa por toda la vida, y que sus abuelos también la habían habitado, así como sus tatarabuelos, y toda su familia anterior. El padre de Isidro tenía un bigote muy pequeño que daba risa, porque se le veía feliz y saltaba también risueño a través de las gradas de la casa, a veces saludando con una de sus manos a alguna persona que pasaba muy cerca; de contextura delgada, aunque algunos decían que más parecía un esqueleto, por los huesos que se podían contar sobre sus hombros y sobre su pecho; a veces trabajaba como albañil. Isidro era el segundo de los hermanos, siendo ocho en total, cuatro mujeres y cuatro hombres.

     Isidro y Justino estudiaban en la misma escuela e incluso en el mismo grado. Justino vivía con su madre, una mujer de buen porte, robusta, de mediana edad; algunos habían afirmado que descendía de una cultura muy antigua y nativa, por su serenidad, por la forma de peinarse y el lacio de sus cabellos negros. Un medio hermano mayor, les acompañó por poco tiempo, ya que decidió marcharse del lugar, en busca de una nueva vida, así decían. Los cabellos de Justino eran muy diferentes a los de su madre y daba la impresión de estar siempre parados y tiesos.

lunes, 23 de mayo de 2016

Debate Fujimori – Kuczynski

Debate Fujimori – Kuczynski

Aparte de propuestas que cada candidato ha mostrado en su exposición, de su visión particular y en los bloques programáticos, ambos han tenido la oportunidad de ser claros y aprovechar la ocasión para demostrarle al pueblo que son los mejores candidatos.

K. Fujimori se ha desenvuelto con más soltura, siendo clara en sus intervenciones y haciendo las preguntas que Kuczynski no las contestaba, como de “la entrega del gas a los extranjeros y  a  dedo”, y su “no visita a Bagua”, donde fallecieron más de una treintena de personas y desaparecidos, y si realmente “conoce el Perú profundo” entre otras preguntas. Definitivamente el espectador ha podido captar por las palabras de Keiko Fujimori, que el candidato Kuczynski tiene una visión elitista y defiende a los empresarios. Definitivamente tiene más historia.

Por su parte Pedro Kuczynski no ha sido convincente a pesar que mencionó sobre la corrupción del padre de Keiko Fujimori. Naturalmente como sabemos hay planteamientos que se hacen siempre en campaña electoral y ambos han procedido así.

Personalmente no comulgo con ningún candidato. Creo que en el ambiente queda esa imagen de Keiko Fujimori aprovechando para enrostrarle a su oponente que tiene su historia de vida unida a ciertos intereses particulares y de ciertos grupos de poder.


Las encuestas también van señalando cierta tendencia del electorado, dándole ventaja a Keiko Fujimori hasta el 20 de mayo con 52.6 por ciento de votos válidos, frente al 47.6 por ciento de Pedro Kuczynski.

sábado, 21 de mayo de 2016

La primera travesura

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 La primera travesura

     Una noche, Victoriano estaba a un costado de la puerta principal de la casa, mirando hacia el puente por un largo rato. El puente parecía mágico, porque a través de él, se llegaba y descubría muchos sitios importantes. Victoriano se apoyaba muy tranquilo a un antiguo poste de madera que servía para el alumbrado público. Las últimas personas transitaban y algunos automóviles se desplazaban pesadamente por la calle, al tener una ligera pendiente.
     Como algo inusual, observó que Matías salía de la casa de enfrente y encaminó sus pasos hacia él, diciéndole con una mirada sospechosa:
     – Tenemos que hacer algo.
     Percibió algo extraño en el tono de sus palabras y en el brillo de sus ojos por unos instantes y luego lo olvidó, ya que él volvió a comentar sobre Lucía como lo hizo un día empleando las peores palabras. Era execrable. Sus particularidades de niño afloraban como tomando vida, en actitudes, lenguaje, gestos y formas de ser. De esa manera, Matías tenía formada parte de su esencia.        
     Matías parecía más inquieto por alguna incertidumbre. Dirigía la mirada hacia arriba y hacia abajo, girando la cabeza con incomprensible obstinación. El resplandor de las bombillas eléctricas de la calle era visible, aunque pálidamente. Matías, al parecer, trataba de escrutar dos o tres automóviles que se encontraban estacionados hacia el costado derecho de la calle. Luego, fijó sus ojos en uno de ellos, diciendo:
     – Imagino que habrá algunas herramientas y la gata del vehículo.
     – ¡Oh! – atinó a exclamar Victoriano, no estando seguro de lo que escuchaba.
     – Tengo un desarmador y un pedazo de alambre – dijo Matías, mientras tanto los mostraba con cuidado.
     – ¿Abrirás la maletera? – interrogó Victoriano.
     – Exacto – contestó Matías con cierta expresión enconada –, me tienes que ayudar y podemos vender después las cosas a un buen precio. Conozco a uno que le puede interesar.
     – Algunas personas aún caminan por la calle – afirmó Victoriano, señalando disimuladamente en diferentes direcciones.
     – A ellos, no les interesa – sentenció Matías, no estando dispuesto de advertir tales sutilezas, y manteniendo la seguridad en el tono de su voz; aunque al mismo tiempo, sentía mucha vacilación.
     De la puerta principal, desde donde se encontraban, subieron aproximadamente diez metros más y trataron de ocultarse bajo el dintel de una puerta cerrada. Los dos se encontraban frente a una fechoría, sin poder percibir las consecuencias inmediatas. Todo resultaba más decisivo aún, a esas horas de la noche. Uno de ellos contaba con unos cuantos años más; con todo, la edad no le daba plena capacidad de raciocinio sobre sus actos.
     Victoriano sintió la necesidad de acompañarle, aunque no sabiendo exactamente por qué. Tenía que hacerlo, aún perdiendo toda previsión. En esas circunstancias, al volver a escucharlo, se sintió persuadido y finalmente seducido sobre sus intenciones. Pero, aún así, quiso huir y desistir de su propósito, probablemente librarse y clamar esforzadamente. Sin embargo, sonrió y tembló de coraje, permaneciendo junto a él, sacando fuerzas de flaqueza, para asumir una nueva actitud. Así, se sintió llevado en volandas, con inusitada y excitada alegría. Principalmente, esto último le había disuadido de su miedo, transformándose en vital osadía.
     Victoriano percibió todas las facciones de Matías en un segundo y tomó de esa energía el valor que necesitaba. De pronto y sin haberlo pensado más, cruzaron la calle en dirección de un automóvil moderno y se agazaparon detrás de él. Algunos autos aún subían provenientes del otro extremo de la Gran Ciudad, y a lo lejos se percibía el movimiento de una persona. Matías, que daba muestras de su destreza, introdujo con cuidado un desarmador por la cerradura de la maletera y la forzó suavemente; entre tanto, levantaba los ojos para ver la cercanía de alguien, mientras le dirigía también, una mirada amistosa a Victoriano. A él, le pareció espantosa e hizo alguna mueca de incredulidad, sintiéndose partícipe de algo desconocido y emocionante a la vez. No era capaz de describir fácilmente todas las sensaciones que envolvieron su mente, al ver a Matías, manipulando hábilmente la herramienta con sus dedos. Resultó mucho más fuerte, cuando la maletera cedió a los intentos y el contenido de su interior se mostró a los ojos ávidos de deseo por el robo y la curiosidad de lo nuevo.
     La llave de ruedas y la gata, fue lo primero que buscó Matías en medio de unos sacos viejos. La habilidad con sus manos le hizo diestro también en esa búsqueda. Sin haberlo sospechado, Victoriano advirtió que Matías le alcanzaba la gata y no tuvo más remedio que recibirlo en una de sus manos, sintiendo ligeramente su peso. Al mismo tiempo, hizo un esfuerzo por mirarle claramente, y se aterrorizó al verle removiéndolo todo y sujetando entre sus manos varias cosas más.
     Tenían el botín entre sus manos y varios trapos viejos cayeron sobre el piso, dando la impresión de un gran barullo. Un automóvil pasó junto a ellos, sonando como un silbido, y ambos permanecieron contemplándolo, vacilantes todavía, mientras se perdía en el otro extremo de la calle. Matías logró juntar la puerta con la mayor rapidez posible, asimismo, empujaba los trapos debajo del automóvil con uno de sus pies, presuroso. Ambos dieron el primer paso para correr atropelladamente, aunque, sintieron que lo hacían lentamente, al darse cuenta que una persona que transitaba por el lugar, movía suavemente la cabeza con pesar.
     ¿Hacia dónde corrían? Victoriano no recordaba si habían conversado sobre eso. Es que, ¿Matías ya lo sabía?
     Simplemente, bajaron unos metros en estampida y los dos se vieron ingresando hacia la casa vieja, como si lo hubieran acordado antes. Atravesaron ruidosamente la puerta principal hasta el primer patio, pasando muy cerca de las habitaciones de la señorita Anselma, que aún eran alumbradas externamente por el resplandor de una tenue luz; dirigiéndose luego, hacia un callejón angosto y empedrado, que llegaba hasta la puerta de la habitación de Victoriano. Buscó las llaves con esmero entre sus bolsillos, y retrocedió un paso, incrédulo, al fijar sobre su mente la imagen de Gerónima. Después de atravesar el umbral, y aún reprimiendo un gesto, los dos se vieron juntos, en complicidad, con todas las cosas entre sus manos.
     Nadie lo había previsto, sin embargo, terminaron viéndose los ojos saltones y buscando instintivamente algún lugar para seguir escondiendo lo robado. Encontrando luego, el mejor sitio, junto a las cajas de cartón y unos papeles, que se encontraban casi en una esquina de la habitación.
     – Mañana veremos a quién vendemos estas cosas – afirmó Matías, entre tanto, se despedía casi presuroso, como queriéndose librar de todo ello.
     ¿Por qué habían corrido en dirección de su casa? ¿Por qué se quedaban las cosas robadas con él? Victoriano no encontró respuesta alguna a tales interrogantes, y a otras que, afloraron de su mente. Llegó incluso a no comprender lo que había pasado y se dijo a sí mismo, que hubiera sigo mejor llevar todas las cosas hacia donde vivía Matías, allí tenían un gran depósito y muchísimos lugares, hasta para esconderse uno mismo.
     Por un momento, apartó sus ojos y su pensamiento de todo eso, cuando la vio a ella; y, recobró su sonrisa al contemplarla por largos minutos, acariciándola suavemente, mientras le decía:
     – Minina, mininita…
     Parecía que los días pasaron presurosamente y las herramientas continuaban como esperando, en medio de cartones y papeles. Ya para ese entonces, Victoriano había olvidado por completo esa circunstancia. Una mañana y en su puerta, apareció Matías aparentando estar de prisa, aunque por la vocalización de sus palabras y por su mirada, más daba la impresión de estar desesperado, mientras decía casi en voz baja y atropelladamente, moviendo el labio inferior nerviosamente:
     – Un conocido quiere comprar la gata y la llave de ruedas. Está esperando desde ayer y con el dinero en la mano. Necesito urgente ese dinero para entregarle a…
     – ¿En este momento? – interrumpió Victoriano.
     – Sí, sí, – respondió Matías, mientras pasaba una de sus manos con los dedos abiertos por su frente, y musitaba con la mirada perdida hacia el vacío: es para ella.
     – Muy bien – asintió Victoriano –, aquí deben estar.
     – Pediré un buen billete… – afirmó Matías, volviendo a pasar ahora ambas manos por su frente, agregando luego y balbuceante: – Creo que es todo lo que necesito, además estoy seguro que es un buen precio.
     Victoriano no supo que responder, ni tenía la menor idea aproximada de lo que podría costar la gata, ni estaba interesado en conocer alguna estimación.
     – Le dije que la tenía guardada en tu casa – afirmó Matías más inquieto y mirando hacia todos los rincones –, y creo que se sorprendió un poco. Lo bueno es que no me hizo preguntas estúpidas; aunque, su mirada fue muy especial.
      Salieron de la habitación en silencio y Matías sostenía la bolsa. Sus primeros pasos por el pasillo fueron tranquilos. Entre tanto, Victoriano trató de imaginarse todas las palabras que probablemente habría empleado Matías para contar y justificar plenamente la posesión de la gata. Aunque creía no tener nada que temer, algunos pensamientos comenzaron a invadir su alma y por un momento se sintió formando parte de algo incorrecto, cuestionándose en el acto e interrogándose repetidamente. ¿Tendré el valor de acompañar a Matías hasta donde se encuentra el hombre? ¿Podré mirarle la cara sin sentir culpa alguna? ¿Estoy demostrando mi complicidad?
     Al salir de la casa, Matías cruzó la pista resuelto con la bolsa negra entre sus manos. Victoriano, simplemente no pudo hacerlo. Se quedó sobre la vereda, inmóvil y junto al poste de madera, mientras ladeaba su cabeza.
      El hombre esperaba con una impaciencia perceptible y sus ojos se abrieron mientras retorcía sus manos vigorosamente. Expresaba codicia en el brillo de sus ojos y en la forma de la comisura de los labios, al querer sonreír frente a un imaginado y supuesto botín. ¿Lo sabía? ¿El ser adulto le daba la capacidad de entenderlo de esa manera?
     Victoriano volvió sobre sus pasos, no sin antes ver la alegría de Matías al entregar la bolsa y recibir también una expresión de complicidad, conjuntamente con un billete maltratado por el tiempo.



martes, 17 de mayo de 2016

La familia perfecta

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La familia perfecta

     Las dos niñas siempre caminaban muy esbeltas al transitar por la calle principal, y muchas personas ya se habían dado cuenta de ellas, creyendo con absoluta certeza y sin lugar a dudas, que eran mellizas. Ambas llevaban un mechón de sus cabellos, que caía suavemente sobre sus hombros, dándoles una apariencia femenina y muy cuidada. El color castaño de sus cabellos, resaltaba y brillaba a la luz del sol; aunque por las noches, se veía que adquirían una tonalidad de un color cenizo y oscuro. Parece que la forma del peinado sobre la sien, el pelo lacio y algo especial para el cabello, les daba y creaba una luminosidad brillante durante el día, y un resplandor oscuro y mágico en horas de la noche.
     Cuando estaban acompañadas de su madre, parecían en conjunto más bonitas; como sí el rostro de cada una de ellas, se llenase del aroma que brotaba de la otra. Según lo decían y obviamente por que habían tratado con ella, casi todos estaban seguros que la señora Dorita había sido formada muy bien y con esmero, en muy buenas familias y por efecto, sus dos hijas también. Ellas recibían a plenitud los mismos cuidados y enseñanzas, que su madre había asimilado con alegría en el transcurso de su vida. Ahora, la señora Dorita, quien era una madre ejemplar para algunos, aunque un poco soberbia y orgullosa para otros, las guiaba con todo el amor profundo para que sus hijas sean en el futuro, mujeres buenas y excelentes madres.
     El único hijo varón y engreído de la familia, ocupaba cronológicamente la edad intermedia entre las dos, no obstante, parecía el menor. No era fácil para alguien que no les conocía o frecuentaba, saber con precisión quien de los tres había nacido primero, porque se les veía de la misma edad y entre cada uno de ellos existía un poco más de nueve meses de diferencia, de tal manera que, según decían algunos, habían venido al mundo muy bendecidos y uno a continuación del otro.
     La mayor estaba por cumplir los nueve años de edad y los menores también se preparaban para festejar los siguientes onomásticos. Nikola era el varón, y muy poco acompañaba a sus hermanas cuando salían, porque a veces las sentía distantes, ya que no hablaban con nadie y ni siquiera le dirigían la mirada o tomaban en cuenta cuando estaban los tres juntos sobre alguna calle. Es por eso que, prefería quedarse y compartir con su padre, conversando y recordando el momento en que hacía algunos años habían incursionado con mucho esfuerzo y empeño en una pequeña empresa, logrando así instalar una gran bodega, siendo después muy concurrida por la gente. Naturalmente, ya había pasado ese tiempo, y la experiencia y los orígenes del señor Zhefarovich le impulsaba a buscar un porvenir y mejores oportunidades. Así, ya tenía en perspectiva otro empleo y bien remunerado, donde tendría que hacerse cargo de una sucursal exportadora de lana en la zona andina de la república. Nikola escuchaba con gran satisfacción a su padre, cuando se refería a los nuevos planes de la familia y al deseo profundo de hacer todo lo posible para que todos sean un día mejores profesionales.
     Las hermanas de Nikola, nunca se juntaron con los niños de la calle principal; y, aunque vivían en el mismo vecindario, tampoco les miraban. Ellas pasaban bien peinadas, mirando siempre hacia adelante y en dirección al puente, llevando trajes muy hermosos, limpios y con muchos colores refulgentes. Era visible que su madre se desvivía en todos los cuidados y ellas estaban felices de vivir en una familia armoniosa. El hermano, por su naturaleza masculina, fue algo diferente y tuvo muchos encuentros inolvidables con muchos amigos, aunque en algunas ocasiones con cierta reserva.
     Un saludo al parecer pensado y muy cordial, era todo lo que tenía la señora Dorita con algunas vecinas más cercanas. Al pasar entre ellas, la miraban con cierta curiosidad femenina desde el ángulo más preferido, sonriendo al contemplarla por un costado y advertir el movimiento ondulante de sus piernas, especialmente a la altura de las rodillas; claro, ellas parecían frágiles y alguna vez pensaron que podían quebrarse con cualquier movimiento brusco. Se preguntaban con mucha curiosidad cómo y de qué forma había concebido tres hijos, y habían tratado de imaginarse por las circunstancias que habría pasado para parirlos. No solo daba la impresión de ser muy frágil, realmente lo era desde cualquier ángulo, y alguna vez alguien pensó que todavía podía ser virgen. Obviamente, era la imaginación y el sentir de otras mujeres al verla delicada, suave y delgada, con la mirada a veces de niña y con la dulzura puesta entre sus labios. Otras la miraban con cuidado, creyendo percibir una apariencia algo extraña y muy calculada, aunque probablemente era simplemente su forma de mujer.
     Cuando caminaba junto a su esposo, se manifestaba un contraste muy singular. Ella, de regular estatura y con aires de culta; mientras el hombre, con la gracia y el porte europeo. Incluso al parecer, el color de su piel había sufrido una metamorfosis. Así decían algunas, quienes lo habían advertido, aunque ligeramente. El color de las mejillas de la señora Dorita, poco a poco había adquirido la misma tonalidad de la piel de su esposo. Era increíble y no había una explicación valedera. No faltó alguien argumentando en todas sus explicaciones, que todo era  parte del amor profundo, inconfundiblemente; despertando en los esposos y sin ninguna duda, algo que otros se atrevieron a llamarlo como mágico. La magia de sentirse toda una vida amado y corresponder absolutamente con la misma medida e intensidad. El amor, la comprensión y la buena voluntad eran tan fuertes que los colores se habían tornado similares.
     El señor Zhefarovich, oriundo de Yugoslavia, había traído otra cultura y lo demostraba en su trato y don de gente, expresándose amablemente, con atención y naturalidad. Había conseguido aprender el español con mucho esfuerzo, aunque muy rápidamente, mostrándose cortés con todos sus amigos y conocidos, principalmente con Novak, amigo de infancia.
     Zhefarovich y Novak habían nacido en dos pueblos muy cercanos en la parte sur de Yugoslavia. La niñez los juntó con inusitada alegría. Los estudios elementales y secundarios los juntó también; y un día, la guerra los puso a los dos en el frente de batalla en defensa de los alemanes. Nunca llegaron a comprender, por qué se pusieron en defensa de un país que no era el suyo; aunque, preferían olvidar esos episodios y la forma en que habían escapado de las persecuciones al finalizar la guerra. Se vieron una mañana, antes de zarpar de un puerto europeo, con la mayor disyuntiva que las circunstancias y la vida, les había prodigado. Quedarse en algún país europeo y seguir escapando indeterminadamente de las represalias, o intentar una nueva vida en América del Sur. Ellos ya habían escuchado que previamente algunos compatriotas habían fugado a diferentes partes del mundo, y ahora les tocaba decidir. Con la esperanza de todo hombre por empezar de nuevo, estaban casi seguros que, en cualquier lugar podrían intentar ser felices a su manera.
     No se habían equivocado. Al llegar a Sudamérica, la vida, la preciosa vida, les había dado la oportunidad de vivir en el mismo lugar y de conocer a dos damas encantadoras. Sus vidas se llenaron de un inmenso amor y dicha incomparable. A pesar que cada uno formó una familia, muchos encuentros se dieron con frecuencia, y el pasar de los años, les trajo unos hijos preciosos, lo que incrementó la amistad y alegría por compartir.
     Muchas de las personas que conocieron a Zhefarovich, resaltaron siempre su gran caballerosidad, sus palabras de afecto y su amistad natural en un apretón de manos; conjuntamente con la sinceridad de su sonrisa y la energía de un ser, pleno de paz y de armonía por vivir. De la misma manera, su esposa Dorita se sintió muy afortunada, por tener un hombre cariñoso, honrado, fiel y dedicado completamente a la familia. Sus hijos pasaron a  ser el motivo de su existencia.

     Algunos niños como Matías, Camilo, Victoriano, e incluso Lucía, a pesar de sus edades, miraban a Marja y Mirjana Zhefarovich con mucha curiosidad y de alguna forma, extasiados. Las veían pasar y parecía que siempre lo hacían de perfil. Nunca volteaban ni por un instante, aún así, al sentir la cercanía de ellas y el perfume de su madre, era suficiente para saber que pertenecían a ellos también. Bastaba eso y la presencia de su hermano en algunas ocasiones, los llenaba por completo.

Gerónima

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Gerónima
    
     Alrededor del primer patio de la casa vieja donde vivía Victoriano, había algunas habitaciones muy antiguas, donde se distinguía claramente la bóveda en la construcción. Allí vivía la señorita Anselma. Mujer de contextura delgada, de mediana estatura y entrada en años. Victoriano estaba seguro que era la más anciana del barrio. Evidentemente, su aspecto y algunas arrugas sobre su rostro, demostraban su percepción.
     Todos le decían:
     – ¡Señorita Anselma!
     Victoriano se preguntaba curiosamente, por qué la llamaban de esa manera, porque una señorita es una persona muy joven; y lo comprendería después de algunos años, porque nunca había tenido hijos.
     Sin embargo, ella vivía con una sobrina de unos veinticinco años de edad aproximadamente, de nombre Evangelina, madre soltera y con un hijo muy pequeño, de unos tres años, llamado Antonino. La señorita Anselma ocupaba una habitación, Evangelina y su hijo otra, y la tercera estaba destinada para unos familiares.  Con cierta frecuencia, llegaban a la casa de visita y Gerónima también venía.
     Un día y al empezar a sumergirse en la noche, Victoriano dejó su habitación y luego de cruzar por un pasadizo llegó hasta el primer patio, alumbrado por una luz de un foco antiguo, lleno de telarañas y sucio. Por un instante, desde donde se encontraba miró hacia el portón enorme y principal de la casa, y luego, volvió sus ojos hacia la izquierda para fijarlos sobre la puerta de la señorita Anselma, deteniéndose de pronto e interrumpiendo su caminar errátil. De unos cuantos pasos estuvo muy cerca y golpeó muy despacio la puerta de madera, como respetuosamente.
     La señorita Anselma había dividido su habitación en dos ambientes con un biombo y, en uno de ellos, había instalado un televisor moderno. Victoriano algunas veces encontró en él, la posibilidad de dejar que sus ojos y su espíritu, aunque sin saberlo, se deleiten y entren en regocijo. Siempre era bienvenido a la pequeña sala. Cuando la señorita Anselma o Evangelina miraban algún programa en el televisor, Victoriano se sentaba junto a ellas; y, algunas veces, fijaban sobre él sus pupilas dilatadas, de tal forma que su destino parecía ser el niño de siempre. Cuando ellas descansaban lo hacían detrás del biombo, y era el único espectador. A veces, estaba seguro de haber escuchado de alguna de ellas, un ruidito ininterrumpido con los dientes.
     El televisor despedía rayos de luz muy fuertes y con mucha claridad, en contraste con otros grises y muy oscuros. Daba la impresión que las paredes se llenaban de sombras fugaces y móviles. Cuando solo el aparato iluminaba el ambiente, la sensación era muy intensa. A las nueve y treinta de la noche, con la última programación, se retiraba y pasaba por el mismo pasadizo sin mirar en derredor para volver hacia el segundo patio, donde estaba su habitación.
     Después de tocar, esperó por unos instantes más, sintiéndose el silencio en el ambiente. Por un momento distinguió bajos sus pies, su misma sombra proyectada por la tenue luz, viéndola amplia, enormemente extraordinaria e imperfecta. Prontamente, sintió el crujir de la madera al momento de abrirse la puerta, y, Gerónima estaba parada frente a él, con las cejas bien pobladas, sus ojos claros y sus cabellos negros. Ella, siempre venía hacia la Gran Ciudad acompañando a su madre, de un valle enclavado en algunas montañas y muy cerca de la costa. La veía como una niña muy tranquila, educada, y reflejaba al momento el garbo de su madre.  
     Gerónima y Victoriano tenían la misma edad. ¿Qué descubrirían al mirarse resplandecientemente? ¿Cuál era el motivo inquieto de su contemplación? Los dos, uno frente al otro, con sus ojos claros, transparentes y brillantes, mientras algo los envolvía rebosante. Ellos no lo supieron, sin embargo, alguna vez creyeron encontrar en el interior de cada uno, cierta quietud del alma y algunos latidos transparentes. No eran necesarias las preguntas y las respuestas, para saber y estar seguro, que ella permitiría también su ingreso. Sus miradas fueron suficientes.
     Así, se encontraron juntos como alguna vez frente al televisor. Ambos sumergidos y abstraídos en la noche, en la misma silla amplia y de madera. Sin saberlo y sin que nadie lo pregunte incesantemente, estaban juntos; pero, no eran capaces de distinguirlo con toda la claridad humana. Ambos se miraron fijamente y con insistencia, y cada uno de sus ojos encontró en los otros, lo que no habían buscado antes. Sintieron la cercanía de sus cuerpos y la respiración, en forma insinuante. Instintivamente y por el rozar de sus dedos se tomaron de la mano con ligera incertidumbre, aunque con la sensación casi segura, de sentirse unidos en una parte del tiempo, el espacio y la vida. Nunca imaginaron y pensaron en algo prohibido, mientras que, sostenían con firmeza y con un ademán, una mano contra la otra. ¿Qué transformación sucedía? Victoriano trató de pensar en la niña, aunque no entendía ni diferenciaba la esencia de una mujer con respecto a ella. De momento, no cesaba de pegarse contra su brazo, y sólo advertía que su vida se complementaba.
    Rodeó su talle con uno de sus brazos, y la mirada de ella se perdió en el infinito, cuando se vio con la respiración agitada por sus besos, y estos siguieron uno tras otro, descubriendo la piel tibia y dulce, algo así como, el néctar a través de los labios.
     Gerónima llegaba de visita a la casa con su madre esporádicamente, de tal forma que, ninguno de los dos sabía con exactitud una nueva fecha de encuentro. De todas maneras, sea lo que sea, algo les decía que esperarían.

     Nadie podría precisar el tiempo en que estuvieron juntos esa noche. El tiempo no existe cuando las almas se encuentran. Una fracción de minuto puede parecer una eternidad. Lo cierto es que fue suficiente para tratar de entender, sin exclamar nada.