martes, 30 de agosto de 2016

Otro teniente

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 Otro teniente

     Esa mañana de domingo, le llevaron ante la presencia del teniente. Era un ambiente cerrado, casi herméticamente. Había una ventana de metal cuyos vidrios habían sido pintados de blanco, y que indubitablemente, nunca había sido abierta, porque la manija mostraba un oxido, formando un solo cuerpo con el conjunto.
     Allí estaba el teniente, detrás de un escritorio amplio y antiguo y de madera gruesa. Miraba con sus ojos vidriosos y clínicos, cualquier movimiento que se producía frente a él. Al momento de ingresar Victoriano acompañado de otro policía, distinguió claramente a su padre, sentado y bien ubicado sobre una silla de madera, frente al teniente. Ambos al parecer conversaban. Una silla bien dispuesta junto a su padre, esperaba su presencia.
     Al sentarse, la silla crujió con un ruido extraño. Advirtió algo sublime que llevaba su progenitor a manera de áurea y estaba sereno como siempre, con la mirada llena de paz y entendimiento. El sombrero de paño negro estaba en una de sus manos, resaltando en su rostro la experiencia de muchos años vividos.
     Al moverse el teniente sobre un sillón antiguo, intentando acomodar sus brazos, se escuchó también un ruido extraño, siendo extravagante, como quien se resiste a la presión o al peso. Posteriormente, puso sus dos manos sobre el escritorio, que estaba vacío. Parecía que, muy temprano habían intentado quitar el polvo, percibiéndose las huellas de una limpieza ligera. La poca luz que penetraba a través de la ventana, era lo que iluminaba el ambiente. Predominaba un color café oscuro, remarcándose sobre un piso del mismo tono, de una loseta antigua, haciendo también, un juego enfermizo con los muebles  oscuros.
     El oficial miró oblicuamente a Victoriano e intentó mantenerse serio, pensando seguro a la altura de su investidura y responsabilidad.
     – ¡Tú eres Victoriano! – le dijo, mirándole a los ojos, mientras los dedos de la mano derecha golpeaban la madera toscamente, empezando por el meñique y terminando en el índice.
     – Sí – respondió de forma natural.
     – ¿Qué dijiste ayer? – preguntó el oficial con énfasis y voz algo grave, mientras volteaba su rostro para mirar a su padre.
     Y como si el movimiento no tuviera fin, la mirada siguió desplazándose, hasta fijarse en el rostro del policía que había acompañado a Victoriano, quien esperaba de pie junto a la puerta. El hombre por cierto, adquirió una posición más firme al verse observado por el teniente, tragando saliva en el acto, ya que a través de su cuello, se distinguió un movimiento oscilante, reflejándose el paso del líquido a través de la tráquea. El guardia cambió de color y dirigió la mirada hacia el frente, asumiendo una posición de espera indeseable y maldita.
     Al notar tal compostura, el teniente deslizó su mirada desde sus cabellos hasta los pies, deteniéndose un instante en las arrugas cuarteadas que mostraban sus zapatos. De inmediato, volvió los ojos en una micra de fracción del tiempo, al escuchar la respuesta de Victoriano:
     – ¡Yo soy de izquierda!
     – ¿Te consideras uno de ellos? – dijo el oficial, con una actitud profundamente interrogadora y frunciendo el ceño sobremanera, mientras la mirada volvía sobre el mismo recorrido anterior, terminando en el policía que seguía de pie. Una vez más trataba de mantenerse en una posición de firmes, estirando el cuello notoriamente y con cierta rudeza.
     El padre de Victoriano, permanecía muy tranquilo, y el sombrero pasó de una mano hacia la otra. Al parecer, nada o muy poco turbaba sus sentidos; aunque probablemente, sus pensamientos y su mirar se mantenían expectantes y mucho más de lo que uno pudiera imaginar.
     – ¡Sí! – respondió Victoriano, pausadamente, y pensó que estaba en lo correcto.
     – ¡Yo creo que no me dices la verdad! – afirmó el oficial, mientras volvió a removerse en el sillón, produciéndose de nuevo el crujir de la madera y golpeando la mesa a manera de tambor, ahora, con sus cinco dedos y terminando en el pulgar.
     El padre de Victoriano seguía la conversación muy tranquilo, asintiendo algunas veces con un movimiento muy suave de cabeza. Otras veces, estaba muy atento a las palabras del oficial. El otro agente, seguía junto a la puerta; y su cuerpo y hombros especialmente, volvieron a laxarse.
     Una vez más, la mirada volvió por el mismo recorrido, mientras el agente volvía también a estirar el cuello. De una vez, y aunque no podía decirlo, ya no le resultaba de su agrado que el teniente fijase sus ojos por más tiempo sobre sus zapatos, que obviamente ese día, no mostraban el mejor cuidado.
     Tratando de acomodarse e intentando esconder sus pies de la mirada del oficial, avanzó sobre su costado derecho un paso, precisamente el lugar perfecto, en donde una de las esquinas del escritorio se interponía entre la mirada y el calzado. Por enésima vez, asumió la misma posición erguida, aunque ahora, al estirar su cuello, dibujó sobre su rostro una actitud de mayor seguridad y confianza. Simplemente se sentía vencedor, al alejar sus pies de los ojos del teniente; además, claro está, no tenía ningún derecho para auscultarlo de esa manera.
     – Es cierto y estoy impresionado – respondió Victoriano.
     – Por supuesto que debes estarlo – dijo el oficial –, además, yo te aconsejaría que no te metas en esos asuntos.
     – Bueno – afirmó Victoriano.
     – Le aconsejaría señor – dijo el oficial, dirigiéndose a su padre –, conversar con su hijo sobre las consecuencias que puede tener.
     – Muchas gracias, mi teniente – contestó el padre de Victoriano.
     – Sí – afirmó el oficial –, es importante que la juventud esté enterada, que nada consiguen con apoyar a esos movimientos que ahora actúan libremente y no conduce a nada bueno. Algún día se puede encontrar con más problemas.
     Terminó sus últimas palabras algo así como en trance, moviendo ambas manos sobre la mesa, dando unos golpecitos a manera de percusión y usando todos sus dedos. Un eco a manera de tambor retumbó con mayor fuerza dentro de la habitación, y al dejar de hacer por un instante el movimiento, acomodó su cuerpo una vez más sobre el sillón, retorciéndose hasta que las maderas crujieron lastimeramente. El policía que estaba junto a la puerta, dirigió su mirada con descaro, clavando sus ojos en el respaldo del  sillón del oficial todo el tiempo que pudo, mostrando incomodidad en sus facciones al escuchar repetidas veces el mismo crujir del madero.
     El teniente no había notado las actitudes espontáneas, resueltas o intencionales del subalterno y, al terminar de decir su última palabra, desplazó su mirada lentamente sobre el rostro de las personas, recorriendo un poco más, para terminar sobre los ojos del agente. Ambos se sorprendieron, sobresaltándose, al encontrarse las miradas dirigidas del uno hacia el otro. Obviamente, ninguno de los dos había esperado encontrarse de esa manera; sin embargo ahora, el teniente trato de apartar la mirada, mientras el policía hacía lo mismo, como si se hubieran puesto de acuerdo en sus incomodidades, para rehuirse. El subalterno acomodó su cuerpo con aplomo, mostrando la primera mueca satisfecha.
     Para el teniente, no le fue fácil encontrar los pies ni los zapatos cuarteados que buscaba, es por ello que, ahora se movía sobre su asiento crujiente, mientras estiraba su cuello hacia la izquierda, tratando de encontrar el mejor ángulo. Al no conseguirlo, volvió sobre el movimiento de su mano derecha, insatisfecho.
     – Conversaré con él – respondió serenamente el padre de Victoriano, mientras asentía con un movimiento de cabeza.
     – Claro – balbuceó el oficial – hallándose ahora más entretenido en sus propios pensamientos y deducciones.
     – Gracias, nuevamente.
     – Muy bien, su hijo puede irse y no olvide de conversar mucho sobre el tema.

     Al instante se pusieron de pie y se estrecharon las manos. Con gusto, el oficial solicitó al agente acompañarles hasta la puerta, siendo el último en atravesarla y escuchar a su espalda el crujir de la madera. En ese instante, Victoriano imaginó de pronto el último vistazo de los ojos del oficial sobre sus pies, seguro buscando una grieta más.

En el calabozo

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En el calabozo

     Victoriano les miró, y, aunque no imaginó realmente lo que ambos pensaban, se preguntó reiterativamente sobre su nueva situación. Percibió algo extraño al momento de entregar la correa negra de su pantalón a uno de los policías, mientras este al recibirla, hacía una mueca demostrando tener el dominio de las circunstancias; incluso al sonreír, volteó su rostro hacia otro lado, y luego le dirigió una mirada al parecer conciliadora, entremezclada con sarcasmo y cierto placer. Mantenía aún las hileras entre sus manos.
     El otro solo atinó a mirar mientras volvía a acomodar sus manos sobre la nariz y jugueteaba de nuevo con los dos pies.
     El oficial prácticamente fue sobre los cordones que sostenía Victoriano y se los quitó de las manos; comprobando efectivamente y con cierta minuciosidad que eran dos. Acto seguido lo tomó resueltamente de uno de los brazos, diciéndole:
     – !Vamos, al interior!
     Victoriano se dejó llevar, no sabiendo de qué manera protestar o por lo menos mostrarse en desacuerdo. Atinó a preguntar sobre lo mismo:
     – ¿Hacia el interior?
     – ¡Mañana lo veremos con el teniente! – dijo el uniformado tratando de pronunciar claramente cada palabra y modulando con énfasis la última.
     – ¿Mañana? – interrogó Victoriano.
     – ¡Sí!, pero, pasada las diez porque es domingo, ya que el teniente viene después de esa hora.
     Ambos avanzaron juntos, atravesando el espacio que se veía tenue, mientras simultáneamente el policía se quitaba el quepis, pensativo y mirando hacia el piso, para luego sostenerlo entre sus manos. El otro uniformado, quien se encontraba en el ambiente frunció el ceño al mirar la actitud de su compañero, y le miró desde los pies hacia la cabeza con inusual costumbre. Victoriano le observó minuciosamente y le pareció muy raro cada uno de sus movimientos, al parecer sincronizados. Atravesaron así un pasadizo de poca extensión y salieron hacia un patio, de forma cuadrada y algo húmedo.
     –  ¡Aquí! – dijo el policía levantando la voz marcialmente y señalando un lugar.
     – ¿Cómo? – interrogó Victoriano, con poca visión frente a sus ojos, porque el ambiente se mostraba en la penumbra, a pesar de ser un patio, quizá el principal.
     – ¡Sí! – y le señaló de nuevo hacia el lugar, exactamente con el índice derecho, donde se divisaba una puerta formada por barrotes de hierro, estructurada y confeccionada adecuadamente de forma vertical y horizontal, de tal forma que era imposible tratar de deslizarse entre ellos.
     El policía la abrió con fuerza y Victoriano lo distinguió claramente, aunque con cierta dificultad por la penumbra de la noche. Al segundo, el hombre alumbró hacia el interior con una linterna que llevaba en el bolsillo y Victoriano calculó rápidamente sus dimensiones, sin proponérselo antes. Aproximadamente, tenía unos tres metros de largo por dos y medio de ancho. Divisó sobre el suelo, dos pedazos de cartón, imaginando que fueron las tapas alguna vez, de una caja mediana.
     – ¿Aquí dormiré? – interrogó Victoriano asombrado.
     – ¡Sí! – contestó el hombre, mientras seguía alumbrando intencionalmente hacia los cartones, percibiéndose mayor claridad en el interior.
     La respuesta del uniformado sobrepasó lo burlón y sonó socarrona, absolutamente y, a pesar de la noche, sus ojos brillaron aún con mayor intensidad, conteniendo el furor. Aunque la luna no era llena en ese momento, la retina de Victoriano se fue acostumbrando al contexto y percibió exactamente delante de la puerta un charco de agua, muy pequeño, teniendo cuidado para no pisarlo.
     – Solo hay cartones en el piso – afirmó de nuevo Victoriano, mientras seguía el movimiento de la luz de la linterna, recorriendo totalmente el piso una vez más, de pared a pared.
     – Ya le veré en la mañana – volvió a decir el agente, haciéndose a un lado para permitir el paso de Victoriano, quien avanzó hacia el interior del calabozo, sintiendo a sus espaldas el sonido del metal al momento de cerrarse la reja. Luego de encadenarla y poner un candado, el policía volvió sobre sus pasos, mirándole antes sobre el hombro, de una manera triunfante y desafiante.
     Victoriano quedó inmóvil por un instante, mirando hacia el exterior sombrío a través de los barrotes; y, sin quererlo, se agarró de ellas con sus dos manos. No pensó en nada y sus ojos se fijaron en la lejanía, tratando de entender todos los acontecimientos y actitudes. Así, quiso distinguir en la oscuridad la forma exacta del patio. Después, al girar sobre sus pies, fijó su mirada sobre los dos cartones pegados sobre el piso, distinguiendo un contraste lóbrego y armónico entre el color del material, el piso, y el de las paredes. Una tenue luz hacía su aparición proveniente de un destello de luna, e ingresaba suavemente sobre los primeros cincuenta centímetros cercanos a la reja del calabozo. ¿Por qué estoy detenido? ¿Cuáles son las razones explícitas? ¿Cuál es la mejor forma de dormir? Se hacía las preguntas, una tras otra, y recordó que había mencionado que uno siempre debía ayudar a las personas necesitadas y obviamente a la gente del pueblo. Creyó estar en lo correcto, sin embargo, comprendió que debía tener mucho cuidado; aunque, en el fondo no lo sabía exactamente si era capaz de expresar un conjunto de ideas coherentes, o tal vez, era la expresión natural de un sentir que germinaba dentro de su cuerpo y alma. Percibió por un momento, y aunque sin quererlo también, tratando de concebir en el contexto externo la singularidad de nuestra formación social, que determinaba cierta forma de comportamiento y conducta, enmarcados dentro de ciertos parámetros.
     Caminó en círculo, dando varias vueltas alrededor del espacio y sintió que el silencio reinaba. El silencio era el peor de los ruidos. Trató de mirar hacia fuera y de nuevo hacia el piso, como el último y principal recurso para dormir. No tenía alternativa. Después de volver a dar dos pasos más, escuchó muy cerca, algo así como el sonido de una caída de agua. De inmediato, volvió su rostro hacia las rejas y logró advertir la presencia de alguien muy cerca, unido ahora y con mayor claridad, al sonido de los pasos cuando tratan de escabullirse para no ser vistos. Pensó por unos segundos y distinguió en el charco de agua frente a la reja, el reflejo y brillantes de la luna con mayor intensidad. El charco se veía como un espejo y reflejaba perfectamente.
     Nuevamente, escuchó los mismos pasos a manera de saltitos silenciosos e imperceptibles, quedando atónito y estupefacto en una fracción de segundo, al darse cuenta en la sombra del uniformado, llevando algo entre sus manos, reflejándose sobre el piso. Advirtió en el acto como la cantidad de agua aumentaba delante de él, manteniendo el charco mucho más grande y húmedo, de tal manera que los detenidos podían sentir más frío durante las noches. Simplemente no lo podía creer, así y todo, con cierta contemplación vio crecer la cantidad de agua y volvió a mirar hacia el piso una vez más.
    Le tomó pocos segundos colocarse sobre los cartones con el pecho directamente hacia ellos y creyó sentirse mejor al estar usando una chompa. Acomodó un pedazo de cartón lo mejor posible y muy cerca de su corazón, y el otro lo puso a la altura de la cabeza, cruzando los brazos sobre él, para dormir un poco. No logró conciliar el sueño perfectamente y muy de madrugada, volvieron los pasos sigilosos para aumentar nuevamente el charco de agua.
     En el crepúsculo del amanecer, estuvo de pie y, a través de la reja divisó hacia el exterior con mayor claridad el patio. Era de regular tamaño y servía también como una cancha de basketball. Naturalmente, frente a él, aún seguía el agua empozada y parecía más clara y transparente.
     Sorprendentemente, luego de media hora, recibió la primera visita del guardia, y este le saludó arrastrando las palabras sarcásticamente:
     – Buenos días, espero que haya dormido bien.
     – No tanto, pero…
     Victoriano le miró tratando de auscultar su rostro para encontrar algo nuevo y diferente, entretanto formalmente, respondía con una venia más a través de los barrotes de acero.
     – Hoy día por la mañana, alrededor de las ocho – dijo el agente, mientras tornaba su rostro diferente –, enviaremos a una persona para que verifique su domicilio y contactaremos con algún familiar.
     – ¿Qué persona? – interrogó Victoriano, acercándose hacia la reja y sujetándose de ellas con las dos manos.
     – ¡Alguien! – contestó el oficial –, creemos que al teniente, le interesará conversar sobre su comportamiento y algo más.
     Terminó la frase muy seriamente y modulando con mayor énfasis la última palabra. Obviamente Victoriano atinó a escucharlo, levantando ligeramente la ceja izquierda y esbozando una imperceptible sonrisa a través de una de las comisuras de sus labios, por lo ridículo de la actitud. El agente al verle de esa manera frunció el ceño, cambiando su expresión por completo y con escarnio, agregando luego:
     – Imagino que habrá sentido un poco de frío durante la noche.
     Se retiró al momento mostrándose mordaz, mientras dirigía la mirada de soslayo hacia el charco de agua.
     Victoriano volvió a quedarse en silencio. Miró hacia su alrededor y las paredes mantenían el color oscuro del cemento, así como el techo. Muchas inscripciones y frases cortas. Algunas parecían haber sido escritas con las mismas uñas, y otras, hasta con sangre. Los cartones seguían sobre el piso, como mudos testigos. Probablemente alguien los trajo alguna vez. ¿La guardia nacional habría tenido la idea de mantenerlos sobre el piso? ¿Podría ser posible?
     Algunas veces, como si estuviera el mar muy cerca, la brisa se sentía sobre la piel, trayendo el aire frío de esa mañana que estremecía la piel y los vellos.
     Algo tétrico y lóbrego escondía ese lugar, no obstante, fueron llegando algunas personas y de a pocos, arremolinándose alrededor del patio. Eran seis aplicados deportistas que iniciaron el juego girando el balón y rodando en diferentes direcciones. Naturalmente, pertenecían a la misma institución, por lo menos eso decía su apariencia. Una y otra vez, buenos movimientos en el momento de encestar. Cuando se encendían los ánimos, algunos levantaban la voz jubilosamente, llegando incluso a gritar; mientras otros atropellaban fuertemente al momento de mover el balón y correr frenéticamente.

     En medio de la algarabía, el policía que había estado durante la noche, parándose y sentándose frecuentemente, así como moviendo sus pies, hizo su aparición pasando muy cerca de la reja. Volteó el rostro para mirarle directamente, acompañado de una actitud interrogadora y luego seguir caminando. Apareció una vez más y mostraba la misma cara. Al pasar por quinta vez, fijó su rostro, clavando sus ojos y mordiendo los dientes al mismo tiempo. Realmente, era difícil saber si el hombre presentaba una agitación interior, quizá violenta; aunque, por su condición, la furia le podía sacar fuera de sí, abandonándose y enajenándole. Victoriano le  volvió a mirar.

El policía trotskista

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 El policía trotskista

      – ¿Cuál es tu nombre? – preguntó el policía, mientras le miraba extrañamente desde la cabeza hasta los pies, deslizando la mirada lentamente.
     – Mi nombre es Victoriano Escapa.
     – ¡Así que tú eres de izquierda! – afirmó el policía nuevamente, frunciendo el ceño y mostrando una expresión gesticular.
     – ¡Cómo dice! – contestó Victoriano, mientras se interrogaba sobre los otros cuatro adolescentes que habían estado junto a él, antes de terminar todos en la tercera comisaría.
     – ¡Escuché muy claramente! – replicó el hombre vestido con su uniforme verde, mientras se llevaba una mano a la altura de la nariz, para pasarse los dedos.
     Otro policía vestía de igual manera y observó a Victoriano detenidamente, y hasta dio la impresión que abrió la boca sutilmente, mostrando asombro. En ese estado, Victoriano se preguntó por el motivo que tuvo el policía para llevarle a mover la boca, asombrado por su presencia.
     El primer agente empezó a interrogar. A veces se sentaba sobre una silla junto a un escritorio y nuevamente se paraba, inquieto, haciendo sonar sus tacos con fuerza contra el piso. Parecía un ser inquieto no acostumbrado a esos menesteres, y dejaba traslucir su desencanto al momento de hacer gestos sobrehumanos para bostezar. No miraba directamente a Victoriano y encaminó su atención en hacer sonar sus zapatos contra el piso de diferente manera. Victoriano comprendió que el sujeto estaba más en otro lugar que en la tercera comisaría. Sin embargo, ahora lo tenía bajo su mirada y empezó haciendo algunas anotaciones sobre un cuaderno. Parecía muy ocupado en ampliar sus comentarios en el atestado policial. Escribía y escribía, sin parar. Daba la impresión que, le faltaban las palabras. Levantó la mirada y le clavó los ojos jactanciosamente, como disfrutando de su ego particular al tenerlo bajo su dominio.
     Frente a tal contemplación, Victoriano atinó a decir:
     – Solo quería apoyar a las personas.
     – Pero tú – afirmó el policía seriamente -, no tenías por qué entrometerte con los cuatro muchachos. Ese es el problema de ellos.
     – Me parecieron muy jóvenes.
     – Tú también eres joven, y estoy seguro que eres el menor.
     – Bueno...
     – Claro, además nos avisaron que estaban haciendo escándalo en la fiesta que habían organizado, especialmente por el día de la primavera – afirmó el agente.
     – ¿Adónde están ahora? – se atrevió a preguntar Victoriano.
     – ¿Lo preguntas? – interrogó el policía abriendo los ojos y volviendo a mover los pies.
     De pronto y como si fuera una respuesta rápida a su interrogante, aparecieron los cuatro muchachos atravesando el dintel de una puerta interior y acompañados por un sargento. Lógicamente, lucían alcoholizados y trasnochados. Parecían asustados a esas horas de la madrugada, con la mirada puesta hacia la lejanía y perdida. Dos de ellos tenían las manos en los bolsillos, y uno especialmente jugaba con sus dedos. Al parecer movía algo en su interior, como buscando insistentemente e imposible de encontrar. Podría ser una caja de fósforos para encender un cigarrillo después, o tal vez, una llave con la que abriría la puerta de alguna casa. Los otros dos estaban quietos, como si estuvieran frente a la presencia de un aparecido. No se movían, sin embargo, volteaban sus ojos hacia la derecha e izquierda. Uno de ellos, de regular estatura y el más bajo, empezó a toser fuertemente y de inmediato, haciendo voltear la mirada de todos. Siguió tosiendo y su rostro se volvió rojizo por un momento, dando la impresión de querer ahogarse. Todos mostraron preocupación, absolutamente, estando atentos al color de sus ojos, las mejillas y a los espasmos continuos al momento de toser. Como saliendo de su estado, el policía que más parecía estar en otro lado y a veces movía los pies, gritó fuertemente, haciendo retumbar las paredes con su eco:
     –  ¡Un vaso de agua y pronto!
     Nadie supo exactamente cómo, pero el vaso llegó precisamente frente al muchacho, quien lo cogió fuertemente y de un sorbo terminó con el líquido.
     Después de unos minutos, y como si pareciera un sueño, todo volvió a la normalidad, y hasta parecía que no había acontecido nada; de modo que, los dos policías uniformados, quienes se encargaban expresamente del primer ambiente, ocuparon sus lugares habituales. Uno de ellos continuaba con el movimiento de sus pies y, hasta le había agregado un ritmo especial y continuo al pulgar e índice derecho de su mano. El otro que estaba ahora más atento a los muchachos, los auscultó en un segundo, de una vez y a todos, para decirles luego con una voz singular y chillona:
     – Pueden irse a sus casas.
     – Gracias – respondió uno, dando la impresión que los cuatro habían contestado al unísono, porque se miró cuando movían los labios al mismo tiempo, aunque solamente se escuchó una voz.
     Todos se fueron a la misma vez, y hasta dio la impresión de verles partir mucho más rápido de lo que habían llegado. Luego de la salida de ellos el sargento volvió hacia el interior, atravesando la puerta, no sin antes, mirar rápidamente en su entorno y fijarse en quién escribía el informe sobre la conducta de Victoriano, para desaparecer después.
     Victoriano les miró partir y sintió satisfacción por cierto, aunque se preguntaba el porqué, no le habían tratado de la misma forma, si los detenidos habían sido principalmente ellos. A pesar de todo, intentó comprender que, posiblemente se trataba de cuestiones rutinarias y seguro que tomaría algunos minutos más.
     Era increíble, el policía no cesaba de escribir. Había terminado de llenar una página entera en un cuaderno con una letra diminuta, que obviamente impresionó a Victoriano, y se disponía a empezar la segunda. Se atrevió a moverse con cuidado, acercándose un poco más, para poder descifrar lo que escribía denodadamente y con muchos detalles. Logró observar el deslizamiento suave del lapicero sobre el papel, más impresionado aún, no sabiendo si era de un color azul o si tenía un matiz rojizo. A veces, le dio la impresión de ver un color oscuro y negro.
     – ¡Muy bien! – exclamó el policía, estirándose y moviendo las piernas fuertemente como frotando el piso; mientras dejaba caer el lapicero sobre la mesa, al igual que sus dos manos.
     Victoriano no atinó a decir palabra alguna, y más bien, esperaba de una vez que le dijeran que podía irse y sin ningún inconveniente, como había sucedido con las otras personas. Miró al hombre que había dejado de escribir y al parecer respiraba fuertemente, porque le había costado mucho hacerlo, y pudo notar que sobre su rostro se dibujaba una expresión malévola. Cualquiera diría que había despertado en él, otra forma de sentir y se puso de pie, acercándose hacia su compañero. Algo le dijo muy quedo al oído, porque ambos soltaron una sonrisa abierta, extasiada y placentera también; aunque, se dibujó en la mejilla de ambos, una tenue, fugaz y extraña sensación de jactancia y exaltación del ánimo. Hasta que, uno de ellos, expresamente quien parecía estar más lejos del mismo lugar, dijo en voz alta, levantando la barbilla y clavándole sus ojos:
     – ¡Yo soy trotskista!
     Victoriano desde su asiento observó. No sabiendo si debía continuar callado y esperar el desenlace. En tal caso, argumentar algo ya que los acontecimientos estaban empeorando la situación, porque a veces el ambiente se tornaba tenso y, otras veces, volvía a ser jactancioso, grotesco y burlón.
     Y el hombre volvió a decir algo más sobre el trotskismo y entre dientes, dando a entender que también tenía su propia ideología, y acto seguido, los dos rieron, como si entre ellos hubiera algún acuerdo.
     –   Ja, ja, ja.
     Definitivamente, se dejaban traslucir algunas particularidades especiales y extrañas. Desde su posición, empezó a sentirse incómodo. Ellos estaban de pie y se juntaron más, como buscándose el uno al otro, mientras le miraban sarcásticamente; y a veces y luego de la risa, enseñaban los dientes. Estaba por levantarse y quien mostraba asombro y ahora de ojos vivaces le dijo:
     – ¡Quítese la correa!
     – ¿La correa? – interrogó Victoriano.
     – ¡Sí! – afirmó el policía –, la correa y también las hileras de los zapatos.
    – ¿Cuál es el problema? – atinó a preguntar suavemente, desde donde se encontraba.
     Muchas preguntas pasaron fugazmente por su mente y no encontró sustento alguno para explicar todo lo que estaba sucediendo. Ahora, el policía de movimientos continuos sobre sus pies había vuelto a su posición original y, cada cierto momento, alzaba los ojos en dirección hacia él, aunque sin mirarlo detenidamente. Simplemente era su movimiento acostumbrado, que hacía juego de algún modo con el primero que ya lo conocía.

     El segundo hombre y de ojos vivaces parecía más atento a su persona y se ubicó en su sitio, al parecer preferido, esperando tranquilamente el final de una de las hileras, y después la otra. Daba la impresión de tener todo el tiempo para esperar pacientemente, aunque la irónica sonrisa desplegada, parecía estar unida a algún plan premeditado y maligno.

miércoles, 24 de agosto de 2016

La nueva feria

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 La nueva feria

     Unos días más y llegaría el dieciséis de julio, un nuevo aniversario del pueblo. El ánimo de los lugareños dedicados a la fabricación de artesanía en arcilla y barro, se vio reflejada sobre sus rostros. Habían esperado un año entero, desde la última fiesta anterior y su paciencia los había hecho sobrevivir, viajando de pueblo en pueblo, en espera de comercializar algo de sus productos. Tenían la esperanza de vender ahora más aunque el dinamismo del mercado interno estaba lento.
     Víctor y José María crecieron un poco más, y los pantalones como las camisas se llenaron de algunos huecos y se hicieron más pequeños. Cada uno y en su momento, observó que sus trajes se llenaban de hilachas, principalmente por la parte de los puños y cuellos.
     Algunos días inusuales, cualquier persona podía notar una limpieza esmerada y saltaba de pronto la pregunta si ellos realmente tenían madre.
     Cuando un día se presentaron los dos juntos muy aseados y limpios en la plaza principal, como si se hubieran puesto de acuerdo, sus ojos se movieron en la búsqueda incesante de un foráneo que le vieron el año anterior. Especialmente José María, quien recordaba los consejos para eliminarse las verrugas que tenía sobre la piel. El resultado había sido satisfactorio. Hasta querían olvidar la vieja historia de los perros muertos, aunque no del todo, porque mantenían la posibilidad de hacerlo un día de nuevo.
     No lo habían percibido con plenitud, pero en una experiencia anterior, habían intentado robar dinero a un comerciante. Claro que no fue intencional, porque ellos advirtieron que el hombre había descuidado un maletín donde se guardaban los billetes, y al estar próximos, una idea fija invadió sus sentidos, principalmente el de los ojos. Los abrieron desmesuradamente al contemplar el dinero frente a ellos. Se quedaron paralizados y sus cuerpos rígidos por un instante, no sabiendo si era lo más correcto lanzarse sobre el maletín y coger rápidamente entre sus dedos un puñado de billetes y esconderlos bajo sus vestidos, o simplemente, mantenerse alejado de lo que podía constituir una nueva tentación imprevisible.
     Desde ese momento, algunas cosas habían cambiado, naturalmente como sus tallas y la ropa envejecida. Entre tanto, en el fondo de ese espíritu de niño que nunca se había perdido, se anidaba aún, la inocencia y mil preguntas sobre las carencias y miseria en que vivían.
     Ambos se alejaban de sus madres paulatinamente, porque ellos habían dejado de preocuparse de sus vidas y hacían esfuerzos por seguir vendiendo lo que producían en algunos pueblos muy alejados. Evocaron algunas circunstancias de los viajes que hicieron con sus padres, cuando eran aún infantes; como siempre, viajando sobre un camión junto a ellos, hacia los destinos infinitos de la cordillera, en medio de los bultos de la gente y la carga áspera bajo sus pies. Recordaban que al atravesar muchos caminos afirmados y de tierra, una nube de polvo cubría el camión totalmente, porque la tierra suelta se levantaba al contacto con las llantas. Así, ellos ya no eran los mismos. El polvo cubría a toda la gente también, y sobre los cabellos, cejas, pestañas y las trenzas de las mujeres, se miraba la tierra acumulada. Hasta al sonreír, se miraba sobre la piel una capa de polvo a manera de maquillaje. La gente se reía al contemplarse mutuamente, ya que los dientes se veían frescos y húmedos, como una parte de los labios, mientras que todo estaba cubierto de polvo.
     Algunos comerciantes llegaban desde otras ciudades, especialmente para la feria y el aniversario. Víctor y José María, nunca imaginaron que algunas personas advertían la energía de otros cuerpos. Cuando alguien les vio juntos y esmeradamente limpios, con la camisa sobre las muñecas y los pantalones sobre los tobillos, percibieron a dos niños que cada día crecían y despertaban más, a pesar de sus edades. Era casi imposible tratarlos como cuando la inocencia les invade. Ahora, hasta les parecía a algunos que respondían como personas que se hacían grandes. Por tal motivo, nadie se interesó en ellos como antes. Alguno les dirigió alguna palabra en señal de amistad y cortesía, mas no les dio esperanza.
     Ellos se miraron y no comprendieron las actitudes, aunque se sentían más fuertes para cualquier actividad. Luego del primer intento fallido, quedaba solo la carretera principal y algunos lugares donde vendían comida. Quizá para limpiar las mesas o levantar las botellas.
     Sus miradas se volvieron a cruzar. Estaban seguros de tener un techo para poder vivir, y a veces un pan para subsistir. ¿Hasta cuándo? No lo sabían. Probablemente hasta terminar los estudios primarios y quizá los estudios secundarios. Después de ello, la mente no les proporcionaba la capacidad necesaria para entender y tratar de proyectarse hacia un futuro inmediato.

     No les quedó más remedio que apurar sus pasos hacia otro lugar, aunque en última instancia y con certeza, no sabían realmente hacia dónde. Sus siluetas se fueron perdiendo sobre una de las calles angostas, cubierta de tierra y piedras, mientras las casas rústicas construidas de adobe, quedaban tras sus pasos. Lo último que se divisó de ellos a lo lejos, casi a dos cuadras, fue la forma de sus cráneos, con los cabellos negros y cortos, dando la impresión de conservar aún los movimientos de un niño. 

El atentado

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El atentado

     La noticia se difundió por todo el país y todos los medios publicitarios remarcaron el atentado. Precisamente, en el pueblo de Pucará, casi en el ingreso principal y muy cerca del puente, una carga de explosivos había sido detonada en el momento preciso, en que un camión del ejército hacía su aparición, matando a unas trece personas, donde se encontraban también cuatro generales y un teniente.
     Por muchos días y semanas, la comunidad en general y los alrededores, tuvieron que soportar el acoso permanente y la presencia de mayor cantidad de efectivos militares, que buscaban a sospechosos e implicados. Hubo varias detenciones y se comentaba sobre alguna ejecución clandestina, ilegal y sin sentido. Así, en el contexto, se respiraba un aire de incertidumbre.
     Algo saltó a la vista en el rostro de Víctor y José María, cuando escucharon de lo ocurrido; aunque por cierto, eran niños ajenos a toda actividad política. Por otra parte, se podía traslucir una brillantez en sus ojos, mezclada de satisfacción e incredulidad, aunque sus miradas reflejaban una alegría muy disimulada, como si ellos hubieran esperado los acontecimientos por mucho tiempo.
     No necesitaron escuchar las noticias de alguna emisora determinada, ni esperar curiosear en el periódico, que probablemente circularía por la región en los siguientes días. Para enterarse mejor, les bastó escuchar los rumores que pasaban de boca en boca y estar dispuesto para ir al lugar exacto. No era necesario hacer más alboroto frente a la realidad clara, y cruda también.
     Desde el primer instante en que se escuchó la explosión, dio la impresión que todo el pueblo sabía sobre eso. Muchos se movilizaron hacia el lugar de los hechos, para observar en silencio, lo que ellos consideraban ya algo consumado. Hombres, mujeres y niños, conjuntamente con el despertar del alba, miraban el vehículo humeante y destrozado en medio de la carretera principal, precisamente a escasos minutos del pueblo. Los cuerpos yacían esparcidos y diseminados en los alrededores, despidiendo un olor penetrante. Muchos guardaban la distancia, mientras otros se retiraban sigilosamente, porque se veía llegar a los primeros gendarmes del puesto policial y lo mejor era no ser parte del conjunto. No faltaron algunos perros que husmeaban tímidamente por comida, mientras otros preferían no acercarse o pasar de largo.
     Muchos siguieron mirando, manteniendo sus rostros serios, como preguntándose y respondiéndose a la misma vez, si todo ello tenía sentido y explicación. A nadie se le vio llorar por lo sucedido, porque suponían sin decirlo, que simplemente eran los efectos y las respuestas contundentes. Ni siquiera era necesario preguntar quién estaba detrás de los acontecimientos, porque definitivamente la guerra desplegada, a veces abierta, y a veces en silencio y camuflada, solo dividía en dos sectores opuestos. Los caídos, por mucho tiempo, habían optado jerárquicamente en ocupar y mantener su posición social.
     Claro, era natural, algunas mujeres del lugar sintieron tristeza por todos los cuerpos esparcidos sobre la tierra y las piedras del camino. De manera espontánea y maternal también, soltaron algunas lágrimas, como expresión de consuelo y pesar frente a lo sucedido.
     Ya muchos analíticos conocían el desenlace posterior y había que tomar ciertos cuidados. Muchas veces el gobierno se expresaba de manera directa y brutal frente a tales hechos, haciendo las acusaciones y, lógicamente, se sentía con derecho a hacerlo, porque una y otra vez, decían apoyar y defender la democracia de nuestro orden social establecido.
     En medio de todo el tumulto silencioso y humeante, Víctor y José María estaban abstraídos y en plena contemplación. A pesar de sus edades y al desconocimiento por encontrar una explicación sustancial del fenómeno, encontraban dentro de sus pensamientos algo que les decía y confirmaba lo que tenían frente a sus ojos. El solo mirar lo que ellos consideraban en su interior como una parte ajena a su mundo, les manifestaba y mostraba una realidad, en la que tendrían que acostumbrarse a vivir cotidianamente. Por supuesto que tampoco lloraron, aunque se podría reconocer que un miedo invadía sus cuerpos, porque el alma sencillamente muestra el momento para temerle al hombre. Precisamente en esas circunstancias, parece que los hombres se temen los unos a los otros, mucho más de lo que uno pudiera imaginarse.
     Ambos se miraron por un instante, y volvieron los ojos nuevamente para observar panorámicamente el escenario dantesco, y creyeron distinguir entre los cuerpos ensangrentados y sucios, a la altura de una mandíbula entreabierta, un rayo de luz como si fuera el brillo de un diente de oro.  ¿Era el mismo brillo de uno de los policías que habían visto? Aunque ellos no se lo habían propuesto inicialmente, los cadáveres parecían también animales degollados como perros. Y se volvieron a mirar, de tal manera que en la expresión de Víctor, y especialmente entre su mentón y la comisura de sus labios, se dibujó casi imperceptiblemente una línea, siendo el inicio del esbozo de una sonrisa. José María le contempló en esa parte del tiempo y claramente advirtió el movimiento. Desde luego, para eso también eran amigos y cada uno conocía la mínima expresión del otro.
     Poco a poco, la misma forma de expresión se vio reflejada en el rostro de José María, reflejándose en un nuevo matiz que tornaba el brillo de sus ojos, haciéndose más transparente.
     Volvieron a mirar a los alrededores, e imaginaron que pronto llegarían más agentes para continuar con las investigaciones. Mientras tanto, sintieron en sus cuerpos una laxitud que se desplazaba hacia los hombros, brazos y piernas; comprendiendo que era un indicador de la satisfacción de saber que alguien había determinado cobrárselas de esa manera.
     Después, hacía falta escucharles, y de los dos, ninguno quería quedarse atrás para contarlo. En realidad, sintieron la necesidad de decirlo e incluso gritarlo, probablemente a la persona indicada y sin preguntárselo, porque un suceso como ese, lo tendrían que recordar por mucho tiempo.
     – Sí, han matado a varios soldados y oficiales del ejército. Muy cerca de aquí, a la entrada del pueblo. Fue una mañana, muy temprano. La explosión se sintió muy fuerte a esas horas.
     Lo decían claramente y poniendo énfasis en cada palabra, e incluso, estaban dispuestos a repetirlo varias veces, porque una acción de esa naturaleza no se producía frecuentemente.
     Había que mirarlos, cuando uno de ellos empezaba a explicar algo y el otro seguía, como si se hubieran puesto de acuerdo para turnarse. Era necesario también, advertir los movimientos de la boca y la lengua, cuando hacían énfasis en cada vocal o palabra, al momento de seguir contando.
     Y aunque no se miraba una expresión abierta de risa frente a la gente, ellos sabían en qué momento hacerlo y desplegaban su mejor risotada, hasta quedar satisfechos plenamente de júbilo. Lo consideraban como una recompensa social y, de alguna manera, era la energía que necesitaban para seguir existiendo. No solo esperaban aumentar su deseo en su búsqueda de los alimentos caseros y cotidianos, ahora, había algo que habían descubierto mutuamente y les resultaba muy fortificante. Bastaba eso. Y de nuevo sobre sus rostros, aparecía ya no solo una línea de satisfacción; por el contrario, estas aumentaban, hasta aparecer en el primer momento, todas juntas y a la vez.
     Era necesario encontrar más vida dentro de la monotonía natural, y claro está que los acontecimientos habían llegado en el momento preciso. Así, podían narrarlo una vez más, probablemente dos veces, quizá diez, hasta llegar al infinito, compartiendo con la mayoría de las personas, que era una forma de cobrarse a la vida.
     La gente del pueblo y sin decir más palabras, aceptó los acontecimientos como parte natural de lo que su interior estaba esperando. La fuerza represiva que había caído sobre ellos por mucho tiempo, ahora, merecía ser repelida. Muchos no compartían abiertamente con la metodología empleada y que se gritaba a los cuatro vientos en todo lugar. A pesar de eso, el espíritu de sus cuerpos conocía que los efectos tendrían que manifestarse en un momento del tiempo y de la vida. Solamente sabían que estaba llegando y aunque no era una solución definitiva a la problemática social y económica de los pueblos, era por cierto, la manifestación más clara y certera dentro del desarrollo social, por los años de oprobio, miseria y marginación.
     Allí estaban los dos niños en su contemplación abstracta, a lo lejos, desde la mejor posición de una lomada de tierra y piedras y cubierta de ichu. Y aunque no se miraba la risa placentera sobre sus rostros, el corazón de cada uno de ellos reía estruendosamente, con esa risa llena de carcajadas, produciendo ecos ensordecedores y soportables por cierto.
     Estaban abrazados, uno junto al otro, sintiendo el sabor de la sal de la tierra en la comisura de los labios, mientras a lo lejos, divisaron unos pájaros en su búsqueda permanente de carroña, para saciar el hambre. Qué mejor, que los buches llenos de exquisitos manjares de esos cuerpos. Estaban los dos, intercambiando los brazos nuevamente y acomodándose los pantalones para no dejarlos caer, mientras movían sus brazos y hombros, para abrazarse de nuevo. A lo lejos, distinguieron la llegada de nuevas patrullas, con un cargamento de incógnitas, y al parecer decididos a todo por el nuevo desenfreno.
     Proseguía la gente, como dando vueltas alrededor de un círculo y con las ganas de irse y de venir; aunque, más parecía que se alejaban, advirtiendo sobre sus rostros la fiereza encendida y la energía en sus manos diestras para apretar nuevamente el detonador, o estar presto frente al gatillo.
     Frente a todo el panorama, les faltaba marcharse como todos. Lejos, cada vez más lejos de esa gente que había descubierto una nueva forma de hacer paz y guerra al mismo tiempo. Allí permanecían, Víctor y José María, acomodando sus pies para poder pisar un nuevo terreno con menos piedras. Uno junto al otro, en otro abrazo. Frotándose los cabellos ásperos por el polvo y a veces, restregándose con ambas manos las mejillas y los ojos, para limpiarse también.
     Así, se encontraban los niños caminando descalzos por las sendas polvorientas, hacia la búsqueda del vivir, mientras llevaban la risa encendida dentro de sus cuerpos. Sí, era su recompensa también.


Las intenciones del profesor

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Las intenciones del profesor

     – ¡Tenemos que volarlos!
     La idea vino del profesor que rondaba el pueblo de Ñuñoa, aunque cualquiera que le veía frágil y en el estado en que se encontraba, naturalmente nadie le hubiera tomado en serio.
     – Debes estar loco – le dijo Melesio, obviamente meses antes de aparecer sin vida debajo del puente principal.
     – Es la única alternativa – volvió a insistir el profesor, con síntomas de haber estado bebiendo –, el pueblo no puede seguir soportando tanta pobreza, marginación y centralismo, donde unos cuantos son los beneficiados.
     – Tienes razón – replicó Melesio –, pero no mantenemos contactos.
     – Bueno, claro.
     – Claro pues – volvió a decir Melesio –, pueden ser muy buenos deseos, pero hace falta organizarnos; aunque, conozco algunas personas interesadas en apoyar la lucha o cualquier tipo de reivindicación.
     No se dijo más ese día, porque al final de cuentas, los dos representaban solo opiniones vertidas en medio de la calle. Naturalmente, parecían no ser capaces de tomar en serio todas las palabras; pero, estaban allí, permanentes en el tiempo, como una forma  latente de protesta frente a todo lo que ellos sentían y vivían.
     Por cierto, no eran ajenos a los miedos de la gente, percibiendo que en algunas ocasiones aumentaba el temor, casi vertiginosamente. Algunas veces trataban de cuidarse, sin proponérselo; entre tanto, habían escuchado por otras voces que muy cerca y muy lejos se armaban, preparándose grupos decididos a todo. Algunos ya lo venían demostrando con algunas acciones y hacían eco en los medios de comunicación.
     La guardia nacional había determinado acciones contra el terrorismo y en muchas zonas de la cordillera aumentó la preocupación, porque conocían muy bien cuando el militar se transforma de acuerdo con el contexto. Muchas veces nadie se sentía seguro, ni en su propia casa, porque en muchas oportunidades, los procedimientos habían rebasado los márgenes permitidos. De todas maneras, había que cuidarse hasta de los argumentos vertidos en plena vía pública. Así, entre dichos y comentarios, el profesor terminaba cayéndose de borracho, y una vez, se le vio tomando una siesta muy placentera, al pie del mejor árbol frondoso de la plaza del pueblo. A Melesio, no le quedó más remedio que acomodarle adecuadamente. Después de un par de horas y luego de limpiarse la saliva de una comisura de la boca, volvía hacia la habitación donde vivía, mientras esperaba su cambio a otras comunidades, o hacia su ciudad de origen.

     Otros personajes y comuneros transitaban por los mismos caminos polvorientos, yendo y viniendo, atravesando la montaña en su búsqueda incesante por vivir. Uno de ellos fue Eugenio Cóndor, quien procuraba decir las palabras necesarias y organizarse con su gente.

Los sueños de Héctor

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 Los sueños de Héctor

     Veía sobre su mente varias imágenes confusas, hasta que unos minutos después, distinguió con mayor claridad y transparencia varios rostros. Sí, eran cuatro personas en movimiento, como si en una fracción de segundo en el transcurso del tiempo, se haya advertido exactamente los movimientos de tres hombres y una mujer milimétricamente.
     Primero estaba su madre sonriente y mucho más joven, entre los quince y diecisiete años. Hermosa como siempre, con la dicha de sentirse armoniosamente feliz. Jugaba incluso en ese momento como una verdadera niña, sin ninguna preocupación latente sobre sus pensamientos. Sujetaba entre sus manos dos pañuelos, uno de un color intensamente blanco y el otro de un color oscuro. Aunque la diversidad del color provocaba un contraste muy especial, no significaba realmente nada. Sólo era un matiz diferenciado, aunque lo más importante descansaba en el placer de sentir e imaginar que estaban a la venta, resaltando una luminosidad atrayente.
     La observó claramente en el contexto, y al mover ligeramente sus ojos negros, distinguió a dos hombres que no recordaba con certeza, aunque creyó ver entre ellos, una cierta familiaridad extraña de confianza fraternal y amistad eterna. Uno de ellos era mayor, de unos cincuenta años y contemplaba la escena de la mujer con una mirada de sosiego, como si estuviera mirando a una persona muy querida. Así estaba el hombre en ese instante, dibujándose sobre la comisura de sus labios una sonrisa fugaz, mientras mantenía algo entre sus manos. Parecía sostener entre ellas algo misterioso, aunque no sabía con certeza lo que era.
     Una tercera persona miraba con sus ojos vivos y atrayentes, como si por sus sentidos expresara plenamente la alegría de participar de ese instante lleno de ternura  y dicha.
     Héctor estaba seguro que el nuevo personaje aprendía mucho del hombre mayor. Era como un oficial en el arte del aprendizaje de la vida y la existencia. Realmente, parecía increíble ver sobre su rostro, las mismas facciones de los demás.
     El cuarto era él mismo. Siendo un conjunto único en el devenir de los tiempos. Las imágenes se mostraban con mayor claridad y creyó comprender que uno de ellos era su padre. ¿El hombre mayor lo era? ¿Qué señal tenía para saberlo? Trató de fijar sus ojos en las facciones claras del hombre que despertaba sus sentidos con la mayor atención, así y todo, le encontraba con mayor paz y sensibilidad.
     Definitivamente todo el contexto representaba otra dimensión porque, en un instante, abrió sus ojos de su profundo sueño y se encontró en una habitación oscura, aunque sentía todavía la pesadez de su sueño.
     – ¿Estoy soñando? ¿Estoy en la oscuridad? – creyó preguntarse Héctor con cierta dificultad, mientras nuevamente sus sentidos se relajaban y volvían otras imágenes a su mente.
     Y ahora, distinguió un patio de regular tamaño con dos pequeñas habitaciones en los extremos, como si antes hubieran sido baños. El tiempo suponía un amanecer en silencio y cuando ingresó lentamente hacia una habitación rodeada de penumbra, un gato inquieto buscaba una salida presuroso, mirando con sus ojos rápidos la más posible. Y sin darse cuenta, en lo alto de una de las paredes estaba la salida que buscaba. Sí, una ventana y muy pequeña era la salvación. Héctor lo vio saltar frenéticamente, con un salto temerario, mientras sus ojos y sus músculos asimilaban la fuerza de tal decisión. En la ventana estaba la vida y en la salida estaba una nueva oportunidad por la libertad. Al mirar la acción del animal, comprendió la existencia de salidas y oportunidades previsibles.
     Al ingresar presto hacia el otro ambiente y luego de cruzar el patio oblicuamente, otro animal felino apareció frente a sus ojos, con los mismos rasgos de búsqueda de escape; en seguida, lo observó más inquieto porque daba más vueltas sobre sí mismo. Y sin saberlo también, como si las cosas se abrieran a las necesidades, el animal saltó precipitadamente y muy seguro de su accionar, hacia otra ventana pequeña y dispuesta en lo alto, perdiéndose en la luz de ese amanecer.
     Ahora sí, Héctor abrió los ojos enormemente para tratar de mirar en el espacio donde se encontraba. No recordaba exactamente cómo había llegado hasta ese lugar oscuro y con poca luz, aunque sentía cierto dolor en uno de sus brazos. Intentó ponerse de pie, y sintió dolor en ambas piernas. En ese instante, recordó a su madre Isabelita y a sus dos hermanos. Claro, recordó con cierta confusión que hacía muchos meses había sido reclutado por varios agentes del ejército, al no mostrar documento alguno y, en esas circunstancias, había viajado por horas durante la noche y recordó también los rostros y las palabras de otras personas que estuvieron con él. Algunos protestaron en silencio y llorando porque no querían ser trasladados a lo que al parecer serían algunos cuarteles especiales; por cierto, no recordaba más, ni el porqué de sus dolencias. ¿Qué había sucedido? ¿Desde cuándo estaba encerrado en lo que parecía ser un calabozo de un cuartel? ¿Por qué sentía ciertos dolores? Al intentar reincorporarse nuevamente, un dolor agudo sobre su vientre se lo impidió y sintió entre sus labios emanar un líquido espeso y salado, como si fuera sangre.        
    En lo que parecía ser la mañana siguiente, Héctor despertó más confundido. A través de algunas hendiduras sobre la puerta de madera antigua, empezó a distinguir los primeros rayos del sol de ese amanecer, asombrándose por el contraste de la habitación, en esa mañana luminosa. Al contemplar con cierto detenimiento a su alrededor, lo único que encontró fue un colchón viejo y sucio, donde había pasado la noche. Estiró su cuello con cuidado, procurando mirar por una de las rendijas hacia el exterior. No pudo permanecer mucho tiempo en esa posición, y volvió a recostar su cabeza, sintiéndola muy pesada y desproporcionadamente enorme, mientras sentía un dolor muy agudo a la altura del abdomen. Se cogió con ambas manos suavemente, logrando girar su cuerpo en dirección hacia la puerta, mientras hacía una mueca para doblarse e intentar calmar por lo menos un poco su dolencia.
     – ¡Dios mío! ¡Madre mía! – balbuceo lastimeramente, tratando de recordar exactamente todos los acontecimientos que le habían provocada tal infortunio.
     Por más que cerraba los ojos suavemente, aunque le provocaba hacerlo de la manera más fuerte posible,  por la rabia que sentía en ese momento al no recordar con exactitud lo que había acontecido. ¿Estaba perdiendo la memoria? ¿Algo en su cerebro había sufrido?  ¿Estaba por morirse?

   

     Días después, le avisaron a su madre sobre su muerte. Isabelita logró llegar con sus dos hijos a uno de los cuarteles principales de la ciudad de Puno y lo único que un subalterno le dijo por orden de un general fue:
     – Señora, su hijo no resistió a los entrenamientos y le vino un ataque.

     Isabelita no le creyó, por el frío de las expresiones e intentó varias veces entrevistarse con otro general, para saber la verdad. Después de su esfuerzo infructuoso, un compañero de su hijo le confirmó que un teniente le había obligado a realizar ciertos ejercicios, porque le veía callado y, al no ser obedecido, fue golpeado brutalmente por dos más. Y habían dicho que podría quejarse a quien le dé la gana y que ellos afirmarían que fue un ataque al corazón.