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Héctor es reclutado
Después de preguntar por él durante toda la mañana, aún tenía la
esperanza de verle llegar por la tarde de la escuela. Estaba casi segura de
preguntarle el por qué no había avisado el día anterior de su intencional
ausencia. Si es que lo era. Imaginaba que, probablemente, había querido
quedarse en casa de algún compañero amigo y mantenía en lo más profundo de su
ser, la espera grata de mirarle como siempre y con sus mejores ojos.
Isabelita trataba infructuosamente de separar el aumento de la angustia
por su hijo y el deseo vehemente de seguir ofreciendo los platos suculentos en
una esquina de la plaza. Incluso, no prestaba la debida atención al momento de
servir con esmero. Lo hacía, como algo mecánico y aprendido diariamente. No se
había dado cuenta que estaba perdiendo también las sensaciones perceptivas,
porque sencillamente no sabía si habían venido los mismos clientes como de
costumbre.
Nunca había sucedido una ausencia de esa manera, en silencio y sin
conocer el paradero específico de su hijo mayor. Preocupada por eso, les
preguntó insistentemente una y otra vez a sus dos hijos menores sobre el
paradero de Héctor. Absolutamente no sabían nada con certeza, ni qué contestar
sobre las interrogantes continuas y permanentes y se vieron balbuceando en sus
intentos fallidos por hacerse comprender.
Isabelita había comenzado en horas de la tarde a inquirir nuevamente
sobre el paradero de su hijo con algunos vecinos, dejando a Epicha y Julio
Cesar su lugar de venta y con toda la confianza desmedida. Ella estaba segura
de las responsabilidades aprendidas por Epicha, y no tenía la menor duda en el
caso de presentarse la oportunidad, de verla sirviendo esmeradamente con los
cucharones dispuestos para eso.
– No,
no le hemos visto – dijo la primera persona más cercana a la casa, cogiéndose
el mentón, al momento de ver a Isabel.
– Tal
vez, la casa de la esquina – dijo otra, muy pensativa –, también tienen un hijo
en la escuela y creo que son amigos.
Y
volvía sobre sus pasos ligeros, para preguntar de nuevo, tratando de esconder
premeditadamente la angustia reflejada en su rostro. Nadie sabía con certeza de
su destino, aunque alguno muy viejo en experiencia y años se atrevió a decir:
– Así
son los muchachos de los tiempos modernos.
–
Pero, el mío es diferente – dijo la madre, con la seguridad total de saber lo
que había criado con dedicación por muchos años.
– Los
niños cambian señora, es otra época.
No
estaba dispuesta plenamente a aceptar tales afirmaciones concluyentes y, volvió
una vez más hacia la plaza. Ahora la percibió más silenciosa.
–
¡Con razón! – dijo tácitamente, observando a sus dos hijos alrededor de las
ollas cubiertas con manteles y mantas –, hoy día y durante toda la mañana, la
plaza se veía más vacía y melancólica.
– Ayer
– dijo una mujer, acercándose –, he visto un camión grande con algunos soldados
en la parte posterior de la iglesia.
– Yo
no he visto nada – dijo Isabelita, pensativa.
– Sí
– afirmó la mujer –, estaba allí y parece que reclutó algunos jóvenes.
–
Pero, mi hijo recién va a cumplir los quince años.
– A
ellos no les importa la edad – volvió a decir la mujer.
– ¡No
puede ser! – afirmó Isabelita con mucha preocupación y a punto de sollozar.
– Se llevan a cualquiera, cuando
los ven crecidos.
– ¿Y
ahora? – se preguntó Isabelita.
No
estaba totalmente dispuesta a aceptar la idea de que, su hijo había caído en
las manos del ejército. Le consideraba un menor de edad y estaba por terminar
en la escuela satisfactoriamente el último año de primaria. Era probable que
otros jóvenes, ya maduros, hayan sido especialmente seleccionados para servir
en el ejército. Surgió esa corazonada y creyó verle llegar por un momento a lo
lejos, caminando muy despacio, y aguzó los sentidos, principalmente la vista
para observar con detenimiento y mejor a la distancia. Sus hijos también
volvieron el rostro hacia el punto de mirada, al igual que la otra dama
confusa. Repentinamente Isabelita cerró los ojos, frotando sus mejillas con sus
manos y los volvió a abrir por un instante. La imagen retenida en sus pupilas
desapareció por completo y cayó repentinamente hacia el piso de rodillas,
haciendo una mueca desgarradora sobre su rostro, apoyando su frente amplia
contra sus manos. Al verla de esa manera, Epicha y Julio Cesar sollozaron al
comprender la angustia de su madre.
– A
mi hijo también se lo han llevado con el tuyo – dijo otra mujer desconsolada
que apareció por el lugar –, yo los he visto, uno de los oficiales que dirigía
el operativo usaba lentes oscuros, y al reírse, pude ver un brillo entre sus
dientes.
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