miércoles, 24 de agosto de 2016

Héctor es reclutado

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 Héctor es reclutado

     Después de preguntar por él durante toda la mañana, aún tenía la esperanza de verle llegar por la tarde de la escuela. Estaba casi segura de preguntarle el por qué no había avisado el día anterior de su intencional ausencia. Si es que lo era. Imaginaba que, probablemente, había querido quedarse en casa de algún compañero amigo y mantenía en lo más profundo de su ser, la espera grata de mirarle como siempre y con sus mejores ojos.
     Isabelita trataba infructuosamente de separar el aumento de la angustia por su hijo y el deseo vehemente de seguir ofreciendo los platos suculentos en una esquina de la plaza. Incluso, no prestaba la debida atención al momento de servir con esmero. Lo hacía, como algo mecánico y aprendido diariamente. No se había dado cuenta que estaba perdiendo también las sensaciones perceptivas, porque sencillamente no sabía si habían venido los mismos clientes como de costumbre.
     Nunca había sucedido una ausencia de esa manera, en silencio y sin conocer el paradero específico de su hijo mayor. Preocupada por eso, les preguntó insistentemente una y otra vez a sus dos hijos menores sobre el paradero de Héctor. Absolutamente no sabían nada con certeza, ni qué contestar sobre las interrogantes continuas y permanentes y se vieron balbuceando en sus intentos fallidos por hacerse comprender.
     Isabelita había comenzado en horas de la tarde a inquirir nuevamente sobre el paradero de su hijo con algunos vecinos, dejando a Epicha y Julio Cesar su lugar de venta y con toda la confianza desmedida. Ella estaba segura de las responsabilidades aprendidas por Epicha, y no tenía la menor duda en el caso de presentarse la oportunidad, de verla sirviendo esmeradamente con los cucharones dispuestos para eso.
     – No, no le hemos visto – dijo la primera persona más cercana a la casa, cogiéndose el mentón, al momento de ver a Isabel.
     – Tal vez, la casa de la esquina – dijo otra, muy pensativa –, también tienen un hijo en la escuela y creo que son amigos.
     Y volvía sobre sus pasos ligeros, para preguntar de nuevo, tratando de esconder premeditadamente la angustia reflejada en su rostro. Nadie sabía con certeza de su destino, aunque alguno muy viejo en experiencia y años se atrevió a decir:
     – Así son los muchachos de los tiempos modernos.
     – Pero, el mío es diferente – dijo la madre, con la seguridad total de saber lo que había criado con dedicación por muchos años.
     – Los niños cambian señora, es otra época.
     No estaba dispuesta plenamente a aceptar tales afirmaciones concluyentes y, volvió una vez más hacia la plaza. Ahora la percibió más silenciosa.
     – ¡Con razón! – dijo tácitamente, observando a sus dos hijos alrededor de las ollas cubiertas con manteles y mantas –, hoy día y durante toda la mañana, la plaza se veía más vacía y melancólica.
    – Ayer – dijo una mujer, acercándose –, he visto un camión grande con algunos soldados en la parte posterior de la iglesia.
     – Yo no he visto nada – dijo Isabelita, pensativa.
     – Sí – afirmó la mujer –, estaba allí y parece que reclutó algunos jóvenes.
     – Pero, mi hijo recién va a cumplir los quince años.
     – A ellos no les importa la edad – volvió a decir la mujer.
     – ¡No puede ser! – afirmó Isabelita con mucha preocupación y a punto de sollozar.
     –  Se llevan a cualquiera, cuando los ven crecidos.
     – ¿Y ahora? – se preguntó Isabelita.
     No estaba totalmente dispuesta a aceptar la idea de que, su hijo había caído en las manos del ejército. Le consideraba un menor de edad y estaba por terminar en la escuela satisfactoriamente el último año de primaria. Era probable que otros jóvenes, ya maduros, hayan sido especialmente seleccionados para servir en el ejército. Surgió esa corazonada y creyó verle llegar por un momento a lo lejos, caminando muy despacio, y aguzó los sentidos, principalmente la vista para observar con detenimiento y mejor a la distancia. Sus hijos también volvieron el rostro hacia el punto de mirada, al igual que la otra dama confusa. Repentinamente Isabelita cerró los ojos, frotando sus mejillas con sus manos y los volvió a abrir por un instante. La imagen retenida en sus pupilas desapareció por completo y cayó repentinamente hacia el piso de rodillas, haciendo una mueca desgarradora sobre su rostro, apoyando su frente amplia contra sus manos. Al verla de esa manera, Epicha y Julio Cesar sollozaron al comprender la angustia de su madre.

     – A mi hijo también se lo han llevado con el tuyo – dijo otra mujer desconsolada que apareció por el lugar –, yo los he visto, uno de los oficiales que dirigía el operativo usaba lentes oscuros, y al reírse, pude ver un brillo entre sus dientes.

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