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Los
sueños de Héctor
Veía
sobre su mente varias imágenes confusas, hasta que unos minutos después,
distinguió con mayor claridad y transparencia varios rostros. Sí, eran cuatro
personas en movimiento, como si en una fracción de segundo en el transcurso del
tiempo, se haya advertido exactamente los movimientos de tres hombres y una
mujer milimétricamente.
Primero estaba su madre sonriente y mucho más joven, entre los quince y
diecisiete años. Hermosa como siempre, con la dicha de sentirse armoniosamente
feliz. Jugaba incluso en ese momento como una verdadera niña, sin ninguna
preocupación latente sobre sus pensamientos. Sujetaba entre sus manos dos
pañuelos, uno de un color intensamente blanco y el otro de un color oscuro.
Aunque la diversidad del color provocaba un contraste muy especial, no
significaba realmente nada. Sólo era un matiz diferenciado, aunque lo más
importante descansaba en el placer de sentir e imaginar que estaban a la venta,
resaltando una luminosidad atrayente.
La
observó claramente en el contexto, y al mover ligeramente sus ojos negros,
distinguió a dos hombres que no recordaba con certeza, aunque creyó ver entre
ellos, una cierta familiaridad extraña de confianza fraternal y amistad eterna.
Uno de ellos era mayor, de unos cincuenta años y contemplaba la escena de la
mujer con una mirada de sosiego, como si estuviera mirando a una persona muy
querida. Así estaba el hombre en ese instante, dibujándose sobre la comisura de
sus labios una sonrisa fugaz, mientras mantenía algo entre sus manos. Parecía
sostener entre ellas algo misterioso, aunque no sabía con certeza lo que era.
Una
tercera persona miraba con sus ojos vivos y atrayentes, como si por sus
sentidos expresara plenamente la alegría de participar de ese instante lleno de
ternura y dicha.
Héctor estaba seguro que el nuevo personaje aprendía mucho del hombre
mayor. Era como un oficial en el arte del aprendizaje de la vida y la
existencia. Realmente, parecía increíble ver sobre su rostro, las mismas
facciones de los demás.
El
cuarto era él mismo. Siendo un conjunto único en el devenir de los tiempos. Las
imágenes se mostraban con mayor claridad y creyó comprender que uno de ellos
era su padre. ¿El hombre mayor lo era? ¿Qué señal tenía para saberlo? Trató de
fijar sus ojos en las facciones claras del hombre que despertaba sus sentidos
con la mayor atención, así y todo, le encontraba con mayor paz y sensibilidad.
Definitivamente todo el contexto representaba otra dimensión porque, en
un instante, abrió sus ojos de su profundo sueño y se encontró en una
habitación oscura, aunque sentía todavía la pesadez de su sueño.
–
¿Estoy soñando? ¿Estoy en la oscuridad? – creyó preguntarse Héctor con cierta
dificultad, mientras nuevamente sus sentidos se relajaban y volvían otras
imágenes a su mente.
Y
ahora, distinguió un patio de regular tamaño con dos pequeñas habitaciones en
los extremos, como si antes hubieran sido baños. El tiempo suponía un amanecer
en silencio y cuando ingresó lentamente hacia una habitación rodeada de
penumbra, un gato inquieto buscaba una salida presuroso, mirando con sus ojos
rápidos la más posible. Y sin darse cuenta, en lo alto de una de las paredes
estaba la salida que buscaba. Sí, una ventana y muy pequeña era la salvación.
Héctor lo vio saltar frenéticamente, con un salto temerario, mientras sus ojos
y sus músculos asimilaban la fuerza de tal decisión. En la ventana estaba la
vida y en la salida estaba una nueva oportunidad por la libertad. Al mirar la
acción del animal, comprendió la existencia de salidas y oportunidades
previsibles.
Al
ingresar presto hacia el otro ambiente y luego de cruzar el patio oblicuamente,
otro animal felino apareció frente a sus ojos, con los mismos rasgos de
búsqueda de escape; en seguida, lo observó más inquieto porque daba más vueltas
sobre sí mismo. Y sin saberlo también, como si las cosas se abrieran a las
necesidades, el animal saltó precipitadamente y muy seguro de su accionar,
hacia otra ventana pequeña y dispuesta en lo alto, perdiéndose en la luz de ese
amanecer.
Ahora
sí, Héctor abrió los ojos enormemente para tratar de mirar en el espacio donde
se encontraba. No recordaba exactamente cómo había llegado hasta ese lugar
oscuro y con poca luz, aunque sentía cierto dolor en uno de sus brazos. Intentó
ponerse de pie, y sintió dolor en ambas piernas. En ese instante, recordó a su
madre Isabelita y a sus dos hermanos. Claro, recordó con cierta confusión que
hacía muchos meses había sido reclutado por varios agentes del ejército, al no
mostrar documento alguno y, en esas circunstancias, había viajado por horas
durante la noche y recordó también los rostros y las palabras de otras personas
que estuvieron con él. Algunos protestaron en silencio y llorando porque no
querían ser trasladados a lo que al parecer serían algunos cuarteles
especiales; por cierto, no recordaba más, ni el porqué de sus dolencias. ¿Qué
había sucedido? ¿Desde cuándo estaba encerrado en lo que parecía ser un
calabozo de un cuartel? ¿Por qué sentía ciertos dolores? Al intentar reincorporarse
nuevamente, un dolor agudo sobre su vientre se lo impidió y sintió entre sus
labios emanar un líquido espeso y salado, como si fuera sangre.
En lo
que parecía ser la mañana siguiente, Héctor despertó más confundido. A través
de algunas hendiduras sobre la puerta de madera antigua, empezó a distinguir
los primeros rayos del sol de ese amanecer, asombrándose por el contraste de la
habitación, en esa mañana luminosa. Al contemplar con cierto detenimiento a su
alrededor, lo único que encontró fue un colchón viejo y sucio, donde había
pasado la noche. Estiró su cuello con cuidado, procurando mirar por una de las
rendijas hacia el exterior. No pudo permanecer mucho tiempo en esa posición, y
volvió a recostar su cabeza, sintiéndola muy pesada y desproporcionadamente
enorme, mientras sentía un dolor muy agudo a la altura del abdomen. Se cogió
con ambas manos suavemente, logrando girar su cuerpo en dirección hacia la
puerta, mientras hacía una mueca para doblarse e intentar calmar por lo menos
un poco su dolencia.
–
¡Dios mío! ¡Madre mía! – balbuceo lastimeramente, tratando de recordar
exactamente todos los acontecimientos que le habían provocada tal infortunio.
Por
más que cerraba los ojos suavemente, aunque le provocaba hacerlo de la manera
más fuerte posible, por la rabia que
sentía en ese momento al no recordar con exactitud lo que había acontecido.
¿Estaba perdiendo la memoria? ¿Algo en su cerebro había sufrido? ¿Estaba por morirse?
Días
después, le avisaron a su madre sobre su muerte. Isabelita logró llegar con sus
dos hijos a uno de los cuarteles principales de la ciudad de Puno y lo único
que un subalterno le dijo por orden de un general fue:
–
Señora, su hijo no resistió a los entrenamientos y le vino un ataque.
Isabelita no le creyó, por el frío de las expresiones e intentó varias
veces entrevistarse con otro general, para saber la verdad. Después de su
esfuerzo infructuoso, un compañero de su hijo le confirmó que un teniente le
había obligado a realizar ciertos ejercicios, porque le veía callado y, al no
ser obedecido, fue golpeado brutalmente por dos más. Y habían dicho que podría
quejarse a quien le dé la gana y que ellos afirmarían que fue un ataque al
corazón.
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