martes, 30 de agosto de 2016

El policía trotskista

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 El policía trotskista

      – ¿Cuál es tu nombre? – preguntó el policía, mientras le miraba extrañamente desde la cabeza hasta los pies, deslizando la mirada lentamente.
     – Mi nombre es Victoriano Escapa.
     – ¡Así que tú eres de izquierda! – afirmó el policía nuevamente, frunciendo el ceño y mostrando una expresión gesticular.
     – ¡Cómo dice! – contestó Victoriano, mientras se interrogaba sobre los otros cuatro adolescentes que habían estado junto a él, antes de terminar todos en la tercera comisaría.
     – ¡Escuché muy claramente! – replicó el hombre vestido con su uniforme verde, mientras se llevaba una mano a la altura de la nariz, para pasarse los dedos.
     Otro policía vestía de igual manera y observó a Victoriano detenidamente, y hasta dio la impresión que abrió la boca sutilmente, mostrando asombro. En ese estado, Victoriano se preguntó por el motivo que tuvo el policía para llevarle a mover la boca, asombrado por su presencia.
     El primer agente empezó a interrogar. A veces se sentaba sobre una silla junto a un escritorio y nuevamente se paraba, inquieto, haciendo sonar sus tacos con fuerza contra el piso. Parecía un ser inquieto no acostumbrado a esos menesteres, y dejaba traslucir su desencanto al momento de hacer gestos sobrehumanos para bostezar. No miraba directamente a Victoriano y encaminó su atención en hacer sonar sus zapatos contra el piso de diferente manera. Victoriano comprendió que el sujeto estaba más en otro lugar que en la tercera comisaría. Sin embargo, ahora lo tenía bajo su mirada y empezó haciendo algunas anotaciones sobre un cuaderno. Parecía muy ocupado en ampliar sus comentarios en el atestado policial. Escribía y escribía, sin parar. Daba la impresión que, le faltaban las palabras. Levantó la mirada y le clavó los ojos jactanciosamente, como disfrutando de su ego particular al tenerlo bajo su dominio.
     Frente a tal contemplación, Victoriano atinó a decir:
     – Solo quería apoyar a las personas.
     – Pero tú – afirmó el policía seriamente -, no tenías por qué entrometerte con los cuatro muchachos. Ese es el problema de ellos.
     – Me parecieron muy jóvenes.
     – Tú también eres joven, y estoy seguro que eres el menor.
     – Bueno...
     – Claro, además nos avisaron que estaban haciendo escándalo en la fiesta que habían organizado, especialmente por el día de la primavera – afirmó el agente.
     – ¿Adónde están ahora? – se atrevió a preguntar Victoriano.
     – ¿Lo preguntas? – interrogó el policía abriendo los ojos y volviendo a mover los pies.
     De pronto y como si fuera una respuesta rápida a su interrogante, aparecieron los cuatro muchachos atravesando el dintel de una puerta interior y acompañados por un sargento. Lógicamente, lucían alcoholizados y trasnochados. Parecían asustados a esas horas de la madrugada, con la mirada puesta hacia la lejanía y perdida. Dos de ellos tenían las manos en los bolsillos, y uno especialmente jugaba con sus dedos. Al parecer movía algo en su interior, como buscando insistentemente e imposible de encontrar. Podría ser una caja de fósforos para encender un cigarrillo después, o tal vez, una llave con la que abriría la puerta de alguna casa. Los otros dos estaban quietos, como si estuvieran frente a la presencia de un aparecido. No se movían, sin embargo, volteaban sus ojos hacia la derecha e izquierda. Uno de ellos, de regular estatura y el más bajo, empezó a toser fuertemente y de inmediato, haciendo voltear la mirada de todos. Siguió tosiendo y su rostro se volvió rojizo por un momento, dando la impresión de querer ahogarse. Todos mostraron preocupación, absolutamente, estando atentos al color de sus ojos, las mejillas y a los espasmos continuos al momento de toser. Como saliendo de su estado, el policía que más parecía estar en otro lado y a veces movía los pies, gritó fuertemente, haciendo retumbar las paredes con su eco:
     –  ¡Un vaso de agua y pronto!
     Nadie supo exactamente cómo, pero el vaso llegó precisamente frente al muchacho, quien lo cogió fuertemente y de un sorbo terminó con el líquido.
     Después de unos minutos, y como si pareciera un sueño, todo volvió a la normalidad, y hasta parecía que no había acontecido nada; de modo que, los dos policías uniformados, quienes se encargaban expresamente del primer ambiente, ocuparon sus lugares habituales. Uno de ellos continuaba con el movimiento de sus pies y, hasta le había agregado un ritmo especial y continuo al pulgar e índice derecho de su mano. El otro que estaba ahora más atento a los muchachos, los auscultó en un segundo, de una vez y a todos, para decirles luego con una voz singular y chillona:
     – Pueden irse a sus casas.
     – Gracias – respondió uno, dando la impresión que los cuatro habían contestado al unísono, porque se miró cuando movían los labios al mismo tiempo, aunque solamente se escuchó una voz.
     Todos se fueron a la misma vez, y hasta dio la impresión de verles partir mucho más rápido de lo que habían llegado. Luego de la salida de ellos el sargento volvió hacia el interior, atravesando la puerta, no sin antes, mirar rápidamente en su entorno y fijarse en quién escribía el informe sobre la conducta de Victoriano, para desaparecer después.
     Victoriano les miró partir y sintió satisfacción por cierto, aunque se preguntaba el porqué, no le habían tratado de la misma forma, si los detenidos habían sido principalmente ellos. A pesar de todo, intentó comprender que, posiblemente se trataba de cuestiones rutinarias y seguro que tomaría algunos minutos más.
     Era increíble, el policía no cesaba de escribir. Había terminado de llenar una página entera en un cuaderno con una letra diminuta, que obviamente impresionó a Victoriano, y se disponía a empezar la segunda. Se atrevió a moverse con cuidado, acercándose un poco más, para poder descifrar lo que escribía denodadamente y con muchos detalles. Logró observar el deslizamiento suave del lapicero sobre el papel, más impresionado aún, no sabiendo si era de un color azul o si tenía un matiz rojizo. A veces, le dio la impresión de ver un color oscuro y negro.
     – ¡Muy bien! – exclamó el policía, estirándose y moviendo las piernas fuertemente como frotando el piso; mientras dejaba caer el lapicero sobre la mesa, al igual que sus dos manos.
     Victoriano no atinó a decir palabra alguna, y más bien, esperaba de una vez que le dijeran que podía irse y sin ningún inconveniente, como había sucedido con las otras personas. Miró al hombre que había dejado de escribir y al parecer respiraba fuertemente, porque le había costado mucho hacerlo, y pudo notar que sobre su rostro se dibujaba una expresión malévola. Cualquiera diría que había despertado en él, otra forma de sentir y se puso de pie, acercándose hacia su compañero. Algo le dijo muy quedo al oído, porque ambos soltaron una sonrisa abierta, extasiada y placentera también; aunque, se dibujó en la mejilla de ambos, una tenue, fugaz y extraña sensación de jactancia y exaltación del ánimo. Hasta que, uno de ellos, expresamente quien parecía estar más lejos del mismo lugar, dijo en voz alta, levantando la barbilla y clavándole sus ojos:
     – ¡Yo soy trotskista!
     Victoriano desde su asiento observó. No sabiendo si debía continuar callado y esperar el desenlace. En tal caso, argumentar algo ya que los acontecimientos estaban empeorando la situación, porque a veces el ambiente se tornaba tenso y, otras veces, volvía a ser jactancioso, grotesco y burlón.
     Y el hombre volvió a decir algo más sobre el trotskismo y entre dientes, dando a entender que también tenía su propia ideología, y acto seguido, los dos rieron, como si entre ellos hubiera algún acuerdo.
     –   Ja, ja, ja.
     Definitivamente, se dejaban traslucir algunas particularidades especiales y extrañas. Desde su posición, empezó a sentirse incómodo. Ellos estaban de pie y se juntaron más, como buscándose el uno al otro, mientras le miraban sarcásticamente; y a veces y luego de la risa, enseñaban los dientes. Estaba por levantarse y quien mostraba asombro y ahora de ojos vivaces le dijo:
     – ¡Quítese la correa!
     – ¿La correa? – interrogó Victoriano.
     – ¡Sí! – afirmó el policía –, la correa y también las hileras de los zapatos.
    – ¿Cuál es el problema? – atinó a preguntar suavemente, desde donde se encontraba.
     Muchas preguntas pasaron fugazmente por su mente y no encontró sustento alguno para explicar todo lo que estaba sucediendo. Ahora, el policía de movimientos continuos sobre sus pies había vuelto a su posición original y, cada cierto momento, alzaba los ojos en dirección hacia él, aunque sin mirarlo detenidamente. Simplemente era su movimiento acostumbrado, que hacía juego de algún modo con el primero que ya lo conocía.

     El segundo hombre y de ojos vivaces parecía más atento a su persona y se ubicó en su sitio, al parecer preferido, esperando tranquilamente el final de una de las hileras, y después la otra. Daba la impresión de tener todo el tiempo para esperar pacientemente, aunque la irónica sonrisa desplegada, parecía estar unida a algún plan premeditado y maligno.

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