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La
presencia de Jesús
–
¡Felices Pascuas!
Una
mujer se acercó espontáneamente a un hombre que había llegado al parecer
coincidentemente para la fiesta de Langui desde muy lejos, aunque no estaba
segura de eso; dijo una vez más y efusivamente, mientras le abrazaba:
– ¡Felices Pascuas!
Desde
la primera impresión, el hombre no supo qué contestar. Simplemente, por efecto
respondió al saludo y se sintió sorprendido, porque nunca esperó recibir un
abrazo cariñoso de una mujer del campo, con atuendo natural, y llevando sus dos
largas y caprichosas trenzas negras. ¿Qué había motivado a la mujer para
saludar? ¿Era una formalidad superflua? ¿Qué trataba de trasmitir?
Sea
como sea, el hombre advirtió sobre el rostro de la mujer curtido por el frío,
una belleza inherente, destacando un color rosáceo. Hasta sus trenzas negras
despedían un brillo incandescente de cielo. Sus palabras, coherentes y suaves
como la brisa fresca de la mañana, se escucharon como el murmullo de las aguas
de la laguna, con un sonido de voz gratamente placentero.
Para
los ojos de la gente, era una mujer simple y de campo. Al parecer, cada domingo
y desde muy temprano, estaba sentadita sobre la vereda de una esquina de la
plaza principal, precisamente diagonal al puesto, con una olla de leche fresca
y caliente, bendecida por ella misma.
Después de sentirse abrazado y admirado por la cortés reverencia, sintió
que ella tenía algo circundante y resplandeciente alrededor de su cuerpo, donde
solo el alma y en momentos de sublimación puede percibirlo. Y la vio venir de
nuevo radiante, con el rostro más iluminado aún, con un andar seguro y sus
pasos firmes. Distinguió en sus ojos pardos el brillo claro de su alma y de su
corazón, mientras mantenía una taza de leche humeante entre sus dos manos cálidas
y trabajadoras. Le miró directamente a los ojos, alcanzándole la taza
simultáneamente.
–
Gracias señora – balbuceó por inercia.
– De
parte mía y por la llegada de Jesús – afirmó la mujer.
–
Gracias – volvió a repetir, casi sin aliento.
El
hombre quedó turbado repentinamente porque no había comprendido la acción
natural y el significado profundo que llevaba cada palabra espontánea. Incluso,
se mostró confundido al tratar de buscar la relación existente entre las
vicisitudes que se le presentaba a sus ojos inquietos y a sus sentidos. La
observó una vez más, aunque no detenidamente, mientras se alejaba dentro de su
aurea hacia el lugar de todos los domingos. No lo advirtió en el acto, aunque
miró sobre sus hombros alrededor de ella y la encontró envuelta en un aroma de
paz, acompañada por la fresca mañana. Distinguió en el claro azul del inmenso
cielo y no muy lejos, el vuelo silencioso y sutil de un pájaro de muchos
colores, quien revoloteaba sus alas al compás del susurro del viento. Lo miró
extasiado por interminables segundos y hasta había olvidado de la taza
caliente, el lugar donde se encontraba y los fines específicos que tenía. Una
persona aparecía repentinamente a lo lejos, con un caminar esbelto, perdiéndose
nuevamente en el cercano horizonte. El caminar pausado de un perro cruzaba la
plaza, en su búsqueda del mástil acostumbrado donde había orinado y defecado
repetidas veces. Estaba con las narices pegadas a la tierra en busca de la
vida, arqueando su espalda y escondiendo la cola; intentando atravesar la
puerta principal del puesto policial, volteando sus ojos curiosos para mirar
con despreocupación hacia un interior vacío y lleno de olores singulares, donde
solamente se escuchaba el eco de algunas voces.
El
tocar sonoro de las campanas de la antigua iglesia, le llevó a distinguir el
movimiento ondulante de ellas, mientras el constante campaneo llamaba a la
gente por el día especial. Las circunstancias permitían reunir aún a todas las
personas creyentes, de ese día de Pascua. Un paso dentro de la iglesia, era
suficiente para sentir profundamente en el espíritu, la paz del alma. No
importaba si las pocas bancas se movían y crujían al sentarse sobre ellas,
porque la respiración y el sentir se volvían diferentes por lo sublime del
momento. Alguien más avanzó sobre sus pasos ligeros, en busca del destino.
La
mujer continuaría allí, en una parte de la plaza, llenándose de algo que muy
pocos entendían, sonriendo a la vida, escrutando el campo, el horizonte y la
cumbre de las montañas. Era increíble que por los mismos lugares, se había
visto descender a un grupo de hombres con su fe puesta en otros sueños,
llevando algunas banderas rojas, del color de la sangre de la vida. Sueños de
cambio decían unos.
Y el
hombre de propósitos ocultos, saboreó al contacto con sus labios, el primer
sorbo de leche fresa de esa mañana, sin comprender totalmente; mientras tanto,
algo le transmitía hacia su interior de ser uno de los afortunados por el
tiempo, al descubrir en los ojos de esa mujer, el significado y la paz de la
vida.
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